“En peligro”, una investigación sobre el asesinato de Berta Cáceres

El asesinato de la ambientalista indígena hondureña Berta Cáceres en 2016 conmocionó al mundo entero. Hoy en día, en Honduras, el homicidio por cuestiones políticas es moneda corriente

Berta Cáceres

Berta Cáceres fue asesinada en marzo de 2016. Crédito: Mónica González Islas | Sierra Club

GUSTAVO CASTRO ESTABA SENTADO EN LA CAMA, trabajando en su portátil, cuando oyó un ruido fuerte. Parecía que alguien estaba intentando romper la cerradura de la cocina. Desde la habitación, Berta Cáceres gritó: “¡¿Quién anda ahí?!”. Y antes de que Castro pudiera reaccionar, un hombre derribó la puerta de su dormitorio y le apuntó con un arma. Eran las 11:40 pm del 2 de marzo de 2016.

Nota: La versión original de este artículo en inglés apareció en Sierra, la revista nacional del Sierra Club

Castro, un activista mexicano que dedicó su vida a diversas campañas de justicia social, se encontraba en La Esperanza, Honduras, para coordinar un taller de tres días sobre alternativas locales al capitalismo. Cáceres —una de las líderes de las luchas ambientalistas, indígenas, y de la defensa de los derechos de la mujer en Honduras— había invitado a Castro para que encabezara el taller para miembros de su organización: el Consejo Cívico de Organizaciones Indígenas Populares de Honduras (COPINH). Cuando Castro aceptó esta propuesta, sabía que sería riesgoso, aunque nunca se imaginó que podría suceder algo así.

Berta Cáceres Zúñiga, hija de Berta Cáceres, en el río Gualcarque que protegía su madre.
Berta Cáceres Zúñiga, hija de Berta Cáceres, en el río Gualcarque que protegía su madre. / Foto: Mónica González Islas

En los últimos años, Honduras lideró, a nivel global, los ránkings de violencia: el país con mayor número de homicidios per cápita, la segunda ciudad con mayor número de asesinatos (San Pedro Sula), y el lugar más peligroso del planeta para ser activista ambiental.

Como vocera principal de una ardua campaña indígena contra la construcción de una represa hidroeléctrica en el río Gualcarque, Cáceres no era ajena a las amenazas. De hecho, la problemática de la represa de Agua Zarca se había convertido en una lucha política clave. De un lado, estaban los lencas del COPINH, quienes habían bloqueado carreteras, saboteado equipo de construcción y apelado a las entidades de crédito internacionales para que frenaran la financiación del proyecto. Del otro estaban algunas de las familias más poderosas de Honduras, algunas con estrechos lazos con las fuerzas armadas.

A raíz de su liderazgo contra la construcción de la represa, Cáceres había recibido mucha atención, tanto de manera positiva como negativa. En 2015, fue galardonada con el prestigioso Premio Medioambiental Goldman, y, previamente sufrió agresiones por parte de las fuerzas de seguridad, recibió alrededor de 30 amenazas de muerte, y pasó una noche en la cárcel por acusaciones falsas.

Castro y Cáceres fueron amigos durante más de 15 años y colaboraron contra el Área de Libre Comercio de las Américas, la minería a cielo abierto, la privatización del agua y la militarización. El taller de Castro en La Esperanza enfatizaba el desarrollo de estrategias más allá de los movimientos sociales centrados en las protestas, y Cáceres estaba muy motivada con estos encuentros. Ese día le envió varios mensajes de WhatsApp a su hija, Berta Cáceres Zúñiga, que había partido a México para continuar con sus estudios de posgrado. “Bien alegre estaba, bien contenta”, dijo Cáceres Zúñiga.

Luego del primer encuentro en el marco del taller, Cáceres invitó a Castro a su casa para tener así un lugar de trabajo más tranquilo. Llegaron alrededor de las 10:30 pm, luego de conducir 2.5 km por un camino de terracería desde el centro de La Esperanza. Castro recuerda haber hecho un comentario acerca de lo aislada que se encontraba la propiedad. “¿Cómo puedes vivir aquí sola?”, le preguntó a Cáceres cuando llegaron a la casa.

Castro y Cáceres se quedaron conversando en el porche y luego cada uno se fue a su habitación. Era ya casi la medianoche cuando unos hombres armados forzaron la entrada de la casa y Castro oyó los gritos de Cáceres. “Y es cuando yo caí en la cuenta de que estábamos muertos”, dijo Castro.

La hermana y la madre de Berta Cáceres.
La hermana y la madre de Berta Cáceres. / Foto: Mónica González Islas

El instante anterior a que le dispararan, Castro miró a su agresor a los ojos.

“Cuando veo en sus ojos la decisión de asesinarme, yo instintivamente moví así el brazo y la cabeza”, me contó Castro, mientras me mostraba la cicatriz que tiene en el dorso de la mano y se corría el cabello dejando ver que la bala le había arrancado parte de la oreja. “Para el [asesino] fue una ilusión óptica que me había pegado aquí. Porque en el momento en que dispara, pues yo estaba inmóvil. Pero una millonésima de segundo antes, yo hice esto [moviendo la mano y la cabeza]. Si yo me hubiera movido una millonésima de segundo después, no estaríamos aquí.”.

Castro se tiró al piso y se quedó allí, inmóvil, haciéndose el muerto. Le sangraba la oreja, que estaba cubierta por su cabello grueso y ondulado. El asesino dio media vuelta y se fue de la casa.

“Segundos después —continuó Castro— Berta gritó “¡Gustavo! ¡Gustavo!” Y me fui a su cuarto a su auxilio. Y ya no tardó más de un minuto en morir Berta. Me despedí de ella y agarré el teléfono y me regresé a mi habitación a llamarle a mucha gente a que me rescataran. Y desde que entraron hasta que salieron los sicarios, yo no sé, quizás no pasaba más de treinta segundos, un minuto. Todo fue muy rápido. Iban a asesinarla. Era un asesinato bien planeado. Pero lo que no se esperaban es que yo iba a estar ahí”.

Dos días luego de su muerte, Cáceres hubiera cumplido 45 años.

EN 2010, LOS RESIDENTES DE RIO BLANCO, una comunidad lenca a orillas del río Gualcarque, notaron que en el lugar había trabajadores con maquinaria pesada. Estaban “haciendo brechas por donde no le convenía hacer brechas”, dijo Rosalina Domínguez, una de las líderes de la comunidad. El pueblo lenca expresó su descontento inmediatamente. “Ahí sacaron un tractor. No lo dejamos ni trabajar mucho”, recordó Domínguez.

Unos meses más tarde, un grupo de hombres llegó a Río Blanco para promocionar con material audiovisual la construcción de la represa hidroeléctrica y para contarle a la comunidad acerca de estudios que habían llevado a cabo sobre dicho proyecto. Pero a la gente no le impresionó este gesto. “¿Cómo es que sacó ese estudio? Sin tener la consulta previa e informada de la comunidad, y ningún consentimiento de la comunidad?”, preguntaron. Un ingeniero les explicó que la represa generaría más trabajo para la comunidad y eso implicaría más escuelas y becas para los niños. “Bueno, la gente le dijo que no querían nada de eso porque a veces sólo eran promesas y nunca se cumplían”, dijo Domínguez. Y agregó: “Entonces, le dijimos que la comunidad no aceptaba ese proyecto. Y que si algún día se daba a seguir avanzando que la comunidad se iba a poner en pie e iba a luchar”.

En 2012, la empresa encargada de la construcción de la represa de Agua Zarca, Desarrollos Energéticos (o DESA), intentó adquirir las tierras a orillas del río. Según indica Domínguez, sólo 7 de los 800 miembros de la comunidad habían decidido vender. Un año más tarde, la empresa continuó con la construcción. En marzo de 2013, un grupo de campesinos indígenas fue hacia sus campos de maíz y frijoles sólo para darse cuenta de que ya no estaban allí. “Cuando ya la gente se puso al pie de la lucha, fue al mirar que los terrenos con todos los cultivos quedaban destruidos”, dijo Domínguez. “Con un tractor se llevaron los elotes, los frijoles. Pues, fue cuando nosotros nos topamos [el camino]”.

La casa de Berta Cáceres a las afueras de La Esperanza, Honduras.
La casa de Berta Cáceres a las afueras de La Esperanza, Honduras. / Foto: Mónica González Islas

Berta Cáceres llegó dos días después de que la comunidad lenca estableciera el bloqueo. Domínguez y Cáceres se habían conocido en 2009, cuando Cáceres fue a Río Blanco a brindar una charla sobre la legislación internacional a favor de los derechos de las comunidades indígenas y a explicar la importancia de proteger los ríos. Cuando Cáceres volvió en abril de 2013 (cuando comenzó el bloqueo), “ella se sumó a la lucha definitivamente”, describió Domínguez. Y agregó: “Día y noche permanecía con nosotros”.

Unidos ante la determinación de frenar la construcción de la represa, la comunidad de Río Blanco contaba con una clara posición moral y jurídica: el derecho internacional establece que las comunidades indígenas deben autorizar la realización de proyectos como Agua Zarca, aprobación que los constructores no habían recibido. Cáceres aportó al conflicto una inteligencia estratégica pulida durante 20 años de organización del cambio social. Su vida hasta ese momento la había preparado para esa lucha.

BERTA FLORES CÁCERES nació en La Esperanza, en 1971, en el seno de una familia políticamente activa. Su madre, Austra Bertha Flores López, fue partera durante décadas y asistió a miles de partos naturales en la campiña hondureña. No sólo trabajaba todo el día y era madre de 12 niños (de los cuales Berta era la más pequeña) sino que además fue tres veces alcaldesa de La Esperanza, gobernadora del departamento de Intibucá y posteriormente diputada del Congreso de Honduras.

Berta ingresó a la política de niña. A los 12 años fue candidata de la Asociación Estudiantil y comenzó a participar en algunas manifestaciones. En una de las reuniones que se llevaban a cabo en su casa, conoció a Salvador Zúñiga, con quien luego tendría cuatro hijos y compartiría más de 20 años de lucha popular. A los 17, la pareja tuvo su primera hija, poco antes de cruzar la frontera salvadoreña para unirse al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional durante la brutal guerra civil en ese país. Su madre, Austra Bertha, habla de esa decisión con orgullo: “Estuvo peleando, estuvo con rifle en mano”.

Al finalizar la guerra en 1992, Zúñiga y Cáceres volvieron a Honduras, tuvieron a su segunda hija, Berta, y acordaron no volver nunca más a la guerra. “Entendimos que [la guerra] era algo repugnante, lo peor que le podría pasar a la gente”, explicó Zúñiga. Ambos se comprometieron a realizar una lucha de “no-violencia activa” y juntos fundaron el COPINH.

En los años que siguieron, Cáceres, Zúñiga y el COPINH lideraron marchas indígenas a Tegucigalpa, la capital, y establecieron dos municipalidades indígenas autónomas —hecho sin precedentes en la historia de Honduras. A través de la organización de base y demandas legales, lograron frenar la tala indiscriminada en Intibucá. Además, fundaron un centro de salud para la mujer y cinco estaciones de radio indígenas, y establecieron un instituto de capacitación y retiro en un terreno de 10 acres en La Esperanza. “Todo el mundo la admiraba. Viajaba al extranjero a ayudar, dar capacitaciones, charlas, y a contar lo que sucedía aquí. Tenía esta gran capacidad de ganarle, por poco que fuera, al poder de las empresas y de los grandes terratenientes, que eran sus enemigos”, contó la madre.

Cuando Cáceres llegó a Río Blanco en la primavera de 2013 para frenar el proyecto de Agua Zarca, llevó consigo no sólo sus habilidades como organizadora de la resistencia sino también un perfil nacional que fue clave para elevar la lucha. Como el bloqueo continuaba, los ingenieros y el personal de seguridad de DESA amenazaron varias veces a los miembros de la comunidad de Río Blanco, aunque fue Cáceres el foco principal de estas amenazas y hostigamiento. Según DESA, el pueblo lenca —aun viviendo en sus comunidades y trabajando sus tierras ancestrales— estaban usurpando propiedad privada. La policía desmontó el bloqueo del COPINH en varias ocasiones pero la comunidad no se rindió y, cada vez, se encargó de volver obstruir el paso. A mediados de mayo, el gobierno hondureño desplegó las fuerzas militares. Los soldados del Batallón de Ingenieros establecieron una base de operaciones en las instalaciones de DESA.

Esta colaboración entre las constructoras y los militares era parte de una relación aún mayor. Los ejecutivos y los miembros del directorio de DESA pertenecían a la elite militar y financiera de Honduras. Roberto Pacheco Reyes, Secretario de DESA, es un ex ministro de justicia; Roberto David Castillo Mejía, Presidente de DESA, es un ex oficial de inteligencia militar que fue acusado de corrupción por la Oficina de Auditoría Pública del gobierno hondureño; y Jacobo Nicolás Atala Zablah es dueño de un banco y miembro de una de las familias más adineradas de Honduras.

Pocos días después de la aparición de las fuerzas militares en el lugar, alguien colocó una pistola en el carro de Cáceres. Berta había sido víctima de varios chequeos policiales cuando, durante una inspección militar, encontraron el arma en el carro. Cáceres fue detenida y llevada a la cárcel. Pudo pagar la fianza y los cargos fueron desestimados. Sin embargo, DESA la demandó por usurpación de terrenos de la empresa y los fiscales hondureños agregaron el delito de sedición. Por miedo a ser arrestada nuevamente, Cáceres pasó a la clandestinidad mientras que sus abogados la defendían de estas acusaciones.

Foto: Mónica González Islas

“Los cargos contra Berta demuestran que existe una conexión entre la empresa y los militares”, explica Brigitte Gynther, que trabaja en Honduras desde 2012 con el Observatorio contra la Escuela de las Américas. “Fueron los militares quienes arrestaron a Berta. La colusión entre estos y DESA ha sido una constante desde el principio”, agrega.

El levantamiento se volvió mortal. El 15 de julio de 2013, el COPINH organizó una protesta pacífica frente a las oficinas de la constructora. Apenas había comenzado cuando algunos soldados empezaron a dispararle a los activistas del COPINH. Así mataron a Tomás García, líder de la comunidad, e hirieron a su hijo Alan de 17 años.

Este ataque militar marcó un punto de inflexión. En agosto de 2013, la constructora china Sinohydro abandonó el proyecto debido a la continua resistencia lenca. La Corporación Financiera Internacional, institución perteneciente al Banco Mundial, que había considerado invertir en la represa, anunció que no apoyaría el proyecto. Al peligrar la financiación, las obras en la represa avanzaban con dificultad.

En la primavera de 2015, Cáceres viajó a Estados Unidos para recibir el Premio Ambiental Goldman que le fue entregado gracias a su lucha contra la construcción de la represa. El premio, denominado “el Nobel” de la ecología, es un reconocimiento para aquellos individuos que han arriesgado la vida para proteger el medio ambiente. En este sentido, Cáceres era la candidata ideal. Desde el comienzo del conflicto, había recibido varias amenazas de muerte. De hecho, otro activista le había enseñado una lista de personas a eliminar de las fuerzas armadas con su nombre en el primer lugar. (El periódico británico The Guardian luego publicó una entrevista con un ex soldado de las fuerzas armadas hondureñas que confirmó la existencia de dicha lista).

Los amigos y compañeros de Cáceres esperaban que el Premio Goldman le otorgara cierta protección. “Cuando le entregaron el Goldman, yo fui con ella a la ceremonia”, recuerda Melissa Cardoza, escritora, parte del activismo feminista y amiga cercana de Cáceres. Y agrega: “Yo dije, bueno, ya la hizo. Eso le va a dar un respaldo. Pero ella durante mucho tiempo dijo, ‘me van a matar. Estos me van a matar. Me van a matar porque no van a soportar que nosotros ganemos esta lucha’”.

GUSTAVO CASTRO SEGUÍA CUBIERTO DE SANGRE cuando sonó el celular de Cáceres. Era Karen Spring, una activista canadiense de la Red de Solidaridad con Honduras. Alrededor de la 1 de la madrugada del 3 de marzo de 2016, Spring estaba acostada cuando recibió el mensaje de voz de un amigo que decía que Cáceres había sido asesinada y que había un activista mexicano herido en su casa. Cuando Spring llamó al teléfono de Cáceres, Castro contestó la llamada. “Le pregunté si sus heridas eran graves —recuerda Spring— y me dijo que su oreja sangraba mucho, pero que se encontraba bien”. Castro temía que los atacantes volvieran a la casa y quería salir de allí lo antes posible. Le preguntó a Spring si era conveniente dar aviso a la policía y ella le dijo que primero intentaría que los miembros del COPINH fueran a rescatarlo. “No puedes llamar a la policía”, me dijo Spring, “es como llamar a la mafia a la escena del crimen”.

Desde el comienzo de la investigación, la policía intentó inculpar al COPINH. Interrogaron varias veces a Tomás Gómez Membreño, antiguo miembro del COPINH y uno de los primeros que llegó a la escena del crimen para ayudar a Castro. Y detuvieron a Aureliano Molina, ex pareja de Cáceres, aunque no se encontraba en La Esperanza la noche en la que Berta fue asesinada. Al interrogar a Gustavo Castro para obtener el retrato hablado del hombre que le había disparado, ignoraron los detalles de Castro e intentaron que la descripción correspondiera con Molina. “Yo me doy cuenta días después de que terminen todas las diligencias”, relató Castro, “vi una fotografía en el periódico del que estaba en la cárcel y dije, ‘con razón, es el mismo que estaban queriendo dibujar’”.

En un primer momento, la policía intentó vincular a Castro con el homicidio. Lo retuvieron durante días sin atención médica y lo interrogaron varias veces en la escena del crimen. Cuando le dijeron que podía volver a México, casi lo detienen en el aeropuerto. Afortunadamente, lo escoltaba la embajadora de México, quien, literalmente, lo abrazó y declaró: “Protección consular”, lo que le permitió abandonar el aeropuerto, pero no el país. Luego de un nuevo interrogatorio, Castro fue finalmente liberado para volver a México y reunirse con su familia casi un mes más tarde.

Dos meses luego de la muerte de Cáceres, los funcionarios hondureños comenzaron a realizar arrestos en medio de una masiva condena a nivel nacional e internacional. El análisis de registros telefónicos permitió a los fiscales hacer un bosquejo de una presunta red de complicidad entre ochos personas: el Mayor del Ejército Mariano Díaz; dos empleados de DESA; un gerente de Agua Zarca llamado Sergio Ramón Rodríguez; Douglas Geovanni Bustillo, un ex militar que fue Jefe de Seguridad de DESA entre 2013 y 2015; Edilson Atilio Duarte Meza y Henry Javier Hernández Rodríguez, dos ex soldados; y tres civiles sin aparente relación con DESA o el Ejército: Emerson Eusebio Duarte Meza (hermano de Edilson), Óscar Aroldo Torres Velásquez, y Elvin Heriberto Rápalo Orellana. (Según The Guardian, Díaz y Geovanni Bustillo recibieron formación militar en Estados Unidos). Los oficiales hondureños acusaron a los ocho sospechosos de homicidio y tentativa de homicidio; todos salvo uno de ellos niegan su participación en el crimen.

Los arrestos opacaron inmediatamente la construcción de Agua Zarca. DESA había continuado con las obras incluso después de la muerte de Cáceres, pero cuando la policía federal detuvo a dos empleados de la empresa involucrados en el homicidio, DESA tuvo que frenar la construcción. A día de hoy, el proyecto sigue suspendido. (DESA no respondió a la solicitud de entrevista enviada por email y por teléfono. A través de comunicados de prensa, la empresa ha negado reiteradamente toda relación con el asesinato de Cáceres).

La familia Cáceres y los miembros del COPINH señalaron que los detectives no habían arrestado, ni siquiera investigado, a los autores intelectuales del homicidio, posiblemente personas de alto rango. “El Fiscal General la acusó de instigadora y de robarle a la empresa [DESA]. Y ahora es esta misma persona la que investiga su asesinato”, explicó Víctor Fernández, abogado del COPINH. Y agregó: “Según la hipótesis del fiscal, han detenido a los autores materiales y a los intermediarios, pero no a los principales responsables del crimen”.

Además, el COPINH y los familiares de Cáceres denunciaron que la investigación había sido vulnerada por el espionaje político que, aparentemente, acompañó a la indagación policial. Por citar un ejemplo, el expediente del caso “desapareció” del carro del juez. La casa de la víctima fue sellada y custodiada por las fuerzas policiales y armadas durante cinco meses luego del homicidio, mientras el Fiscal General realizaba la investigación correspondiente. Pero cuando la familia pudo finalmente ingresar a la propiedad, se dieron cuenta de que la casa había sido invadida incluso bajo control policial. Notaron que el sello policial y los bienes de Cáceres estaban destruidos y que habían desparecido sus dos computadoras, tres celulares y varios discos duros y memorias externas. “Se robaron toda la información del COPINH que estaba en la casa”, dijo Cáceres Zúñiga, refiriéndose a los funcionarios del gobierno.

Las sospechas de la familia Cáceres acerca de la investigación no pueden separarse de la situación de desconfianza general que rodea al país desde 2009, año en el que Manuel Zelaya, su presidente, fue derrocado por un golpe militar.

Zelaya había aumentado el salario mínimo, había propuesto convertir una enorme base militar estadounidense en un aeropuerto nacional y había prometido a las organizaciones indígenas y campesinas que les concedería sus reclamos sobre las tierras. Dicha agenda iba en contra de los intereses de la arraigada elite hondureña, que derrocó al presidente durante la madrugada y lo metió en pijama en un avión. “La derecha no sólo llevó adelante un golpe: salvó también su proyecto económico. Es decir, usaron el golpe de estado para generar una serie de reformas legislativas e institucionales que les dio control sobre áreas clave y sobre el proceso de remilitarización de Honduras”, explicó Fernández.

Poco tiempo después del golpe, en 2010, una ley emanada del Congreso otorgó 41 concesiones para la construcción de represas hidroeléctricas en varios ríos del país. En abril de ese año, el gobierno hondureño organizó un evento para la promoción de inversiones extranjeras denominado “Honduras Is Open for Business” [Honduras Abierta a los Negocios]. Se flexibilizaron las normativas mineras y se derogó la moratoria a las nuevas minas. Las organizaciones de derechos humanos señalaron que, tras el golpe, aumentó la tala ilegal y, además, las amenazas y asesinatos de los activistas.

“Lo que está sucediendo deriva del golpe”, dijo Cáceres Zúñiga. “Fue el principio de todo lo que vivimos hoy en día en Honduras: violencia, corrupción, invasiones territoriales —eso es el golpe”, agregó.

Cáceres era una líder nacional de la resistencia contra la asonada. Se lanzó a las calles y a los medios. Viajó a El Salvador a participar en una protesta en el edificio donde la Organización de los Estados Americanos se había reunido para decidir la readmisión de Honduras a dicha organización. Cuando tomó las riendas de la lucha contra la represa de Agua Zurca, el gobierno golpista ya la tenía identificada como su adversaria. En este contexto, Cáceres se convirtió en el blanco de una campaña sucia supuestamente dirigida por DESA y funcionarios hondureños. “Había una constante campaña de difamación, especialmente porque era mujer. La describían como una persona cruel y despiadada”, contó Gynther del Observatorio contra la Escuela de las Américas.

Sólo uno de los ocho imputados que aguarda juicio, Hernández Rodríguez, ha dado un testimonio detallado que puede ser admitido en el tribunal. Hernández Rodríguez fue detenido en enero de 2017 cuando trabajaba en una barbería de Reynosa, México, y fue extraditado a Honduras. Fue francotirador de las fuerzas especiales hondureñas con rango de sargento en el Bajo Aguán bajo las órdenes del Mayor Díaz. Cuando abandonó las fuerzas armadas, comenzó a trabajar como supervisor de seguridad privada de Dinant, una compañía de aceite de palma, también en el Bajo Aguán.
Yo tuve acceso a la grabación de una declaración de Hernández Rodríguez, y su descripción de la mecánica del homicidio coincide con las pruebas materiales encontradas en la casa de Cáceres y con el testimonio de Castro, el único testigo ocular. Si bien Hernández Rodríguez dice que estuvo implicado en el asesinato bajo coerción y que no llevaba consigo un arma la noche del homicidio, su testimonio ofrece nuevos detalles del hecho. En primer lugar, dice que el asesinato fue planeado con mucha anticipación: él y Geovanni Bustillo fueron a La Esperanza a fines de enero y a principios de febrero. Además, admitió tener experiencia en este tipo de actos políticos violentos: de hecho, la policía tiene audios en los que alardea sobre otros homicidios y discute con Díaz acerca de lo que pareciera ser la logística del asesinato de Cáceres. Y confirma, usando sus sobrenombres, la identidad de los hombres que irrumpieron en la casa de Cáceres y le dispararon a ella y a Castro: Rápalo Orellana y Torres Velásquez.

Sin embargo, ni las pruebas materiales ni las declaraciones logran revelar quién ordenó el asesinato de Berta. Cuando le preguntaron a Hernández Rodríguez sobre este punto, respondió: “Sólo dijeron que era un trabajo que había comenzado y que tenían que terminar. Sólo eso”.

La extensa campaña contra Cáceres —sumada a la supuesta participación de militares activos y retirados y de empleados de DESA en la logística y la ejecución del homicidio— ha alimentado la sospecha de que los autores intelectuales de este asesinato son miembros de alto rango de la elite gubernamental, militar y financiera de Honduras. (Los funcionarios hondureños han negado toda relación con el homicidio). Sin embargo, según el COPINH y la familia Cáceres, la policía no ha hecho lo suficiente para determinar quién es el verdadero culpable del homicidio de Berta. La pregunta que confrontan los movimientos sociales hondureños y el gobierno es si los responsables de este crimen saldrán impunes.

Foto: Mónica González Islas

UN AÑO DESPUÉS DEL HOMICIDIO, visité la residencia de Cáceres con su hija. La pequeña casa de color verde está rodeada de baldíos y alguna que otra nueva propiedad y tiene hermosas vistas de las montañas. Cuando la asesinaron, Cáceres apenas había terminado de pagar su casa con los fondos del Premio Goldman. En el sitio donde falleció su madre, Cáceres Zúñiga mantiene un círculo de hojas de ciprés y de guayaba del jardín de su abuela, colocadas en el piso alrededor de una vela.

A medida que recorríamos la propiedad, Cáceres Zúñiga me contaba su interpretación de lo que pasó la noche del homicidio y expresaba su frustración por la manera en que su madre ha sido recordada desde ese momento. Varias veces, mostró su frustración por que el recuerdo de Berta Cáceres se haya reducido a una simple “ambientalista” o “ganadora del Premio Goldman” cuando, en realidad, era mucho más que eso. Todos los que conocían y querían a Cáceres se quejaron de lo mismo.

“Me duele cuando se refieren a ella sólo como ‘ambientalista’”, me dijo Miriam Miranda. Y agregó: “Berta era feminista, una luchadora indígena que, sin duda, peleó por los recursos naturales, pero que, en esencia, era feminista”. Miranda es la líder de la Organización Fraternal Negra Hondureña, amiga íntima de Cáceres tras 25 años de lucha conjunta. Ha sobrevivido a ataques e intentos de asesinato y, desde la muerte de Cáceres, probablemente es la líder social más importante en Honduras. “Siento que arrancaron una parte de mí. Berta siempre estuvo a mi lado en los momentos más difíciles de mi vida”, dijo.

Durante las manifestaciones y vigilias por el primer aniversario de su muerte, la gente repetía una y otra vez: “Berta no murió, se convirtió en millones”. Tras un homicidio de carácter político, los sobrevivientes deben rechazar la lógica del crimen: el miedo, la desesperanza y la parálisis. Para honrar a los caídos y a su lucha, uno no sólo debe seguir adelante sino además pelear con más fuerza y convertirse en uno de los millones en los que perduran personas como Cáceres.

“Ella se dedicaba a la insurrección.”, dijo Melissa Cardoza, organizadora feminista y escritora. “Un día la detuvieron y estaban llenando los datos y yo estaba ahí con ella. Y le preguntaron, ‘¿cuál es su oficio?’ Y dijo, ‘Yo soy agitadora de oficio.’ Y el policía le dijo, ‘Yo no le puedo poner eso.’ Y ella: ‘¿Por qué?’ Contestó, ‘Porque eso no existe.’ Entonces ella me ve y me dice, ‘dígale usted, yo me dedico a agitar.’ Y le digo, ‘sí, es cierto, a eso se dedica.’”

“Ésa era nuestra Bertita”.

Sobre los autores

JOHN GIBLER es periodista residente en México y autor de México Rebelde: Crónicas de Poder e Insurrección, Morir en México, Tzompaxtle: la fuga de un guerrillero, y Una historia oral de la infamia.

MÓNICA GONZÁLEZ ISLAS es fotógrafa especializada en problemáticas de derechos humanos e inmigración en México. Ha sido galardonada dos veces con el Premio Nacional de Periodismo de ese país.

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