Pandilla obliga a mujeres a ser “madres a la fuerza” en El Salvador
En una comunidad de San Salvador, pandilleros del Barrio 18 obligan a un grupo de mujeres a cuidar a sus hijos mientras ellos, o sus parejas, están en prisión. Negarse implica la muerte
A Damary le tocaron la puerta y la hicieron madre. Sentada en su viejo sofá, mientras cenaba viendo un programa de televisión, escuchó que alguien golpeaba, apresurado. La joven de 23 años dejó su plato con frijoles y crema, y se levantó para recibir a su visitante. Entonces la vida le cambió.
Abrió y frente a ella apareció un pandillero con una bebé en los brazos, envuelta en una desteñida sábana verde.
El pandillero, un joven de apenas unos 16 años, cara huesuda y moreno, sacó un teléfono y se lo entregó a Damary. “Te hablan”, le dijo y se lo extendió.
Ella escuchó una voz que reconocía. Era la de un pandillero de su comunidad que estaba preso desde hacía menos de un año. “Ahí te van a entregar a la niña. Tú ya sabes de quién es hija. Cuídala porque si algo le pasa contigo nos vamos a entender. Te vamos a estar vigilando”, recuerda que le dijo.
Pocas palabras. La llamada finalizó. Esa noche, el pandillero no sacó ninguna pistola. Le entregó a la joven una niña tan pequeña que ella calcula que no tenía más de cinco días de nacida. Damary entregó el teléfono y se metió a su casa sin poder preguntar mucho. Cuando cerró la puerta, le había nacido una hija de la nada.
Avanzó con su nueva cría en brazos hasta el viejo sillón donde tantas veces durmió a su propia hija, de 3 años. Se sentó y empezó a llorar.
Su madre, que minutos antes estaba durmiendo a su nieta, salió y se sentó a su lado.
Damary le contó lo que había pasado. Pocas palabras. Más preguntas que respuestas. Ambas discutieron por un rato pensando cómo harían para mantener a dos bebés en una casa donde ninguna tenía empleo fijo.
Entonces, la madre, resignada, cerró la conversación pidiéndole a Damary que intentara ver a su nueva hija como una bendición. Luego vino el silencio y se echaron a dormir.
El Cuculus Canorus es un pájaro gris regordete al que la ciencia ha llamado con un nombre de espanto: El Cuco. Es un ave insectívora a la que le gusta alimentarse principalmente de gusanos. Su nombre, según explican los expertos, se debe a su canto: “cu-cu”.
Pero no es su dieta lo que hace particular a este pájaro de mal agüero. Son sus prácticas de crianza. El Cuco no tiene en su ADN trabajar ni construir nidos, pero sí reproducirse. Y para eso, la hembra deposita sus huevos en un nido ajeno y obliga a otros pájaros hospederos a encubar y alimentar a su cría, bajo amenaza.
Varios científicos han intentado explicar cómo las hembras Cuco seleccionan a los pájaros hospederos, sus víctimas. Unos dicen que la madre busca debilidades en las otras especies que viven en su hábitat, otros que es un conocimiento heredado genéticamente. Lo cierto es que un buen día, el Cuco llega al nido de otros pájaros y deja ahí su huevo.
¿Pero por qué los pájaros hospederos, las víctimas de El Cuco, reciben huevos ajenos si la mayoría de las veces estos son evidentemente diferentes a los propios? Los que saben de aves indican que, al no tener un nido, solo hay una forma en que la madre Cuco puede garantizar la vida de su cría en un hogar ajeno: la amenaza. Los expertos lo han llamado Hipótesis de la Mafia.
Cuando un huevo Cuco es rechazado, la madre se encarga de destruir el nido o herir de muerte a los polluelos de los hospederos.
Por eso, durante la crianza, aunque los pájaros hospederos casi no la ven, la madre Cuco ronda eventualmente el nido donde está su cría, una cría que luego repetirá la historia programada en sus genes.
Así pasaron los días y la nueva hija de Damary cumplió un mes, dos meses, tres meses, un año y luego dos. Hasta que se convirtió en la niña que ahora tengo frente a mí. Una niña que juega en una cancha de cemento en una comunidad empobrecida de San Salvador, que ríe, que llora, que canta, que dice mamá. Una niña que nació con una amenaza.
Una pequeña que hasta hoy no tiene papeles, porque nunca se los dejaron a Damary. Nadie le dijo cuándo había nacido ni dónde está asentada. Por eso tuvo que inventarle un nombre y una fecha de cumpleaños para criarla como su verdadera hija, aunque no tiene idea de cómo hará para llevarla a la escuela, al hospital, porque no sabe cómo explicarle al Estado quién es la niña.
Para Damary no hay diferencia entre sus dos hijas. A las dos las mima por igual, las saca a pasear, les compra ropa usada, las peina, les canta, las duerme. En su WhatsApp, la foto de perfil es siempre de ambas. Una es piel trigueña y la otra blanca. Diferentes, pero iguales para su madre.
Después de aquella noche de marzo de 2015, la vida de Damary nunca fue igual. Cuando solo tenía una hija cuenta que podía ir al instituto a estudiar mientras su madre la cuidaba. Pero ahora, con dos, ya no.
Los $0-70 diarios del pasaje más los $2 para almorzar se le convirtieron en una fortuna que ya no podía derrochar. Entonces abandonó sus estudios y se dedicó a criar a su hija y a la hija de la pandilla.
Una tarde de junio de 2017, mientras platico con ella bajo una glorieta frente a la cancha de su comunidad, le suena el teléfono. La joven, con una prisa nerviosa, saca el aparato, se aleja unos pasos y habla. Dos minutos. Luego regresa, con una mueca de sonrisa en la cara, pide disculpas y se sienta.
-¿Era del penal? – le pregunto.
-Sí – contesta, y mira hacia los lados -. Pensé que nos habían visto, pero solo era para ver cómo está la niña.
A Damary le caen llamadas constantemente. La vigila el Cuco.
La comunidad de las canguras
Las pandillas controlan las comunidades a tal punto de decidir sobre la vida privada de sus habitantes, como pasa cuando eligen a sus niñeras.
A principios de 2016 llegué a esta localidad cuyo nombre no puedo mencionar porque hacerlo significaría poner en peligro la vida de las mujeres de esta historia, a las niñeras. Llegué después de haber conocido a 18 personas de una misma familia que huyeron de ella para salvar sus vidas de las amenazas de la pandilla Barrio 18.
Para llegar a esta comunidad no hay que salir mucho de la capital. No está aislada de los centros comerciales o supermercados. A menos de un kilómetro hay un puesto policial, y un poco más allá una subdelegación.
Los policías patrullan casi a diario acompañados de soldados. Paran a los jóvenes que ven en los pasajes, los catean. Y por las noches, en operativos constantes, golpean las puertas, registran las casas. Suenan los balazos. Parecería que el Estado tiene presencia y control.
Pero no.
En realidad, esta comunidad, sus edificios multifamiliares y sus diez pasajes completos, están bajo el control de la pandilla. Aquí son los pandilleros de la facción Revolucionarios del Barrio 18 quienes deciden quién entra y quién sale, quién paga la extorsión y quién no, quién vive y quién muere.
La pandilla influye en aspectos básicos de la vida: cómo se pueden vestir los jóvenes, en qué escuela pueden estudiar los hijos, qué música se puede escuchar a alto volumen, hasta qué hora de la noche uno se puede emborrachar, y así… Quien entra aquí solo lo hace acompañado por un habitante que goce de un poco de autoridad.
Todas estas normas no están escritas en ningún lado; simplemente se saben por las experiencias pasadas. Y también se sabe cuál es el castigo por no cumplirlas. El que se niega a pagar la extorsión, muere. Ya ha pasado. El que colabora con la policía, muere. Ya ha pasado. El que sopla información a una pandilla contraria, muere. Ya ha pasado.
El control de la pandilla en esta comunidad es latente y lo ejercen personas que, como el Cuco, no son enormes. Suelen ser jovencitos flacuchos, adolescentes como el pandillero que entregó una bebé a Damary. O como el que pasa en la entrada con un celular en la mano. O como el que vigila la zona de la cancha.
Todo esto es parte de la cotidianidad. La gente lo sabe y obedece. Incluidas “las niñeras” o canguras del barrio.
Ellos y nosotros
Como Damary, María se transformó en madre de un día para otro. Pero no de una bebé, sino de un niño que ya tenía 8 años.
María es evangélica y todos los sábados llevaba a niños a la iglesia para que se pudieran divertir, aprender y recibir unos cuantos caramelos. Entre ellos a Andrés.
Una tarde, cuando fue a dejarlo de vuelta a su casa, nadie le abrió. Regresaron varias veces. Nada.
Ese sábado se lo llevó a su casa, le arregló un colchón y le puso unas sábanas, le pidió a sus hijos que durmieran en otro colchón que tiraron al suelo y así pasaron la noche.
El domingo sonó el teléfono. “Cu-cu”.
-La voz de un hombre me decía que me encargaban al niño y que cualquier cosa que le pasara sobre mí recaía ¿me entiende? Y que conocían a mi familia, así que no era tan fácil que me librara de algo que se podría vengar en mi contra.
-¿La persona que le habló se identificó? – le pregunto.
-No fue necesario que se presentara. Simplemente hemos llegado a discernir de dónde vienen. Porque con solo oírlos cómo hablan, ellos atemorizan. Aterrorizan. A mí me dijeron que, si algo le pasaba al niño, ellos ya sabían. “Ellos”. “Nosotros”. Que ya sabían dónde me podían hacer daño. Esa fue la única llamada así. Con el tiempo, me llamaban y solo se escuchaba que respiraba la persona, así, bien fuerte. Yo pensaba que era que querían oír al niño, pero lo que querían era que yo escuchara ese respiro, como para decirme que el animal estaba cerca.
-Y desde entonces, ¿nunca le han llamado para preguntarle cómo está el niño?
-Una vez sí. Fue una mujer. Me dijo que si le podía pasar a Andrés. Hola, fulana, me dijo. Hasta con mi nombre. Pero la llamada era por WhatsApp y se cortó y no me volvieron a llamar. Yo creo que era la mamá. Se dice que los dos están presos. La mamá en Ilopango y el papá en Quezaltepeque.
-¿Cómo ha sido el proceso de adaptarse a tener otro niño?
-Bueno, ha sido… la cuesta un poco más inclinada.
-¿Qué piensa hacer con el niño a futuro?
Pues mi mamá lo que me ha dicho es que ella está orando y que afronte la situación y que en vez de verlo como una carga lo tome como una bendición; que ella, aunque quiera no me puede ayudar, pero va a intentar en lo que pueda. Solo le he contado a mi hermano y a mi mamá. Yo les digo que sí. Yo al niño lo quiero, pero en realidad lo que más quisiera es que sus verdaderos papás se lo llevaran. Porque, pues sí, es bien difícil todo esto.
Ayuda por casualidad
Hasta la fecha, no existen en ningún radar pruebas que permitan determinar que la práctica de implantar niños en mujeres civiles sea una instrucción de las pandillas en general, o de la facción Revolucionaria del Barrio 18 en particular.
Sin embargo, la revista Factum (donde este artículo se publicó originalmente) logró comprobar que este fenómeno existe en esta comunidad y en al menos dos más, una en San Salvador y la otra en Santa Ana. En la localidad de la que se habla en este texto se logró identificar al menos 12 casos y se habló con seis niñeras.
Sentada en su despacho, Griselda González, subdirectora del registro y Vigilancia del Consejo Nacional de la Niñez y Adolescencia (CONNA), la máxima autoridad para garantizar los derechos de los niños, acepta que no conoce de alguna denuncia de este tipo de casos, que el Estado desconoce esta realidad.
Pero ante la pregunta hipotética de qué harían si se encontraran con ellos, González contestó que una de las primeras medidas a tomar sería separar al menor de la niñera, por no contar con papeles para tenerlos.
Puede que las autoridades del CONNA no lo sepan, pero separar a los niños de las niñeras significaría, muy probablemente, la muerte para ellas.
En El Salvador, los únicos que se han preocupado por conocer y ayudar a las niñeras de la pandilla y a sus niños son ONG que trabajan con fondos de la cooperación internacional. Aunque este apoyo, en realidad, no estaba pensado para las niñeras sino para mujeres que crían a hijos de mujeres presas, niños que salen de la cárcel. Mujeres que no han sido amenazadas por una pandilla.
La ayuda llegó a las niñeras en parte por error y en parte porque su situación es conocida por muchos en su comunidad. Tanto así que fue un promotor el que las enlistó para que fueran incluidas en un proyecto.
Tony, el pandillero en potencia
La historia de Tony, un hijo de un pandillero que ahora está al cuidado de una niñera, es la de un niño que ya comienza a comportarse como lo dicta su entorno.
Tony tiene un trato especial entre los homeboys, como le dicen en slang a los miembros de una pandilla. Es discreto y de pocas palabras incluso con su madre. En su rostro se vislumbra la mirada altiva de pandillero y nunca responde a preguntas de alguien que no conoce. Es insobornable —ni con comida— y sabe distinguir entre sus diferentes familias. Sabe quién puede prohibirle cosas y quién no.
Tony se reserva su expresividad, su personalidad real, para los pandilleros. Sale con ellos a la esquina, se sienta en las bancas cerca del parque, se ríe de sus chistes. Se siente bien. Los pandilleros del Barrio 18 lo tratan con naturalidad, celebran cuando pide US$1 a la usanza pandillera a algún habitante de la comunidad. Lo tratan como a uno de los suyos. Tony sabe que es hijo de un pandillero y se comporta como tal.
Tony callado. Tony hablando con los pandilleros. Tony sacándosela para orinar donde le place. Tony respondiendo a su taca, su apodo en la pandilla. Tony peleando. Tony rifando el barrio. Tony respondiéndole mal a su madre postiza. Tony casi pandillero.
Tony tiene 4 años y es hijo de un pandillero del Barrio 18 y de su jaina, su novia. Ambos están en prisión desde hace tres años, y desde entonces lo dejaron asignado a Marcela, convirtiéndola así en otra niñera de esta misma comunidad de San Salvador.
Su historia es también la de una madre que tiene a un hijo de la pandilla que ya empieza a comportarse como tal. La niñera de Tony es muy joven y aunque nunca decidió tenerlo a su cargo, ahora debe criarlo como a su propio hijo, pero bajo las reglas de otros.
Por ejemplo, hay cosas que esta mujer no puede decidir con total libertad. Si se cambia de casa, tiene que pedirle permiso a la pandilla. Si se lleva al niño para un lugar lejano, debe informar al palabrero, al jefe de la pandilla en este microcosmos, y si el niño sale a jugar con los pandilleros, nada puede —ni debe— hacer para impedirlo.
Marcela acuesta a Tony en sus piernas y lo duerme. Lo arrulla mientras le soba el pelo y lo abanica con sus manos para espantarle el calor. Mientras platicamos, ella acepta con una sonrisa que una de las cosas que más le gustan al niño es escuchar las historias de su padre que le cuentan los pandilleros.
De todos los asignados a las niñeras de la pandilla en esta comunidad, Tony es el más claro ejemplo de todos los problemas que estos niños pueden tener. El abandono de sus padres y quedar a cargo de una extraña.
Este niño, a sus 4 años, no tiene papeles. Ni partida de nacimiento, ni nada. Su única identidad es su nombre, por el cual lo llama su madre y los homeboys de la colonia. Ante esto, Marcela no sabe muy bien qué hacer, y piensa que es un problema que se solucionará con el tiempo.
-¿Y cómo vas a hacer para inscribirlo en una escuela? – pregunto.
-Yo quiero ir a ver a la alcaldía, a intentar alcanzar la partida – responde Marcela.
-¿Y qué vas a decir que sos del niño?
-No, no piden mayor explicación.
-Y en alguna institución del Estado, ¿qué les decís vos que sos?
-La mamá.
-Y si tuvieras que ir al hospital, para sacarlo tenés que comprobar que sos familiar de él. ¿Qué harías?
-Este… no sé. No sé la verdad. Buscaría una institución que me ayudara con la documentación de él. Pero yo siento que si hago eso me lo pueden quitar.
El control de las pandillas en los barrios se manifiesta de diferentes formas. Y la pandilla tiene diferentes usos para las mujeres.
Aunque desde el año 2000, el papel de la mujer ha sido relegado (ya son muy pocas clicas o canchas —como la MS y el Barrio 18 llaman a las pequeñas células que las forman— en las que brincan mujeres), ahora su rol se puede clasificar básicamente en tres: jainas o novias; colaboradoras; y esclavas sexuales.
Sin embargo, el fenómeno de las niñeras es nuevo. Los casos de Damary, María y Marcela son diferentes. Ellas son mujeres, probadas como madres por la pandilla, a las que se les ha impuesto una nueva forma de esclavitud: criar hijos de pandilleros bajo amenaza, lejos del amparo de la ley, sirviendo como una especie de niñeras. Son los nidos que el Cuco eligió como nuevo hogar para implantar a sus polluelos.
*Bryan Avelar, escribe para la Revista Factum / Esta investigación fue hecha en conjunto con la productora El Intercambio.
*En este trabajo, las identidades de los entrevistados y la ubicación de la comunidad fueron cambiadas por seguridad.
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