Hay una respuesta inhumana a una crisis humanitaria en la frontera
La imagen del joven padre salvadoreño con su hijita de 23 meses abrazada a su espalda, ahogados y boca abajo en una ribera del Río Grande, plasma la cruda realidad que enfrentan los migrantes que huyen de la miseria económica y de la violencia. Resalta, asimismo, cómo las políticas migratorias de este gobierno exacerban los peligros que estos migrantes enfrentan, muchas veces con consecuencias fatales.
Son dos extremos que actualmente se han convertido en una misma tragedia, y que para los migrantes como Óscar Alberto Martínez y su hijita Angie Valeria equivale a elegir la ruta más prolongada antes de la posibilidad de la muerte, pues quedarse en sus lugares de origen sería como aceptar de antemano que no hay más opciones que la fatalidad de su suerte a manos del hambre, la falta de empleo o de las amenazas por parte de quienes controlan sus regiones geográficas a punta de pistola, amenazando con abusar de las mujeres o con reclutar a los hombres, en especial a los adolescentes.
Pero, lamentablemente, la tabla de salvación que anhelaban en el otro extremo, en el norte, no es ahora otra cosa que un inmenso valle plagado de obstáculos que impiden ejercer el derecho a solicitar asilo, independientemente de la respuesta que obtengan.
Porque si la actual Casa Blanca dejara de ponerle trabas a los migrantes que, como pueden, arriban a la frontera con la esperanza de solicitar asilo, como prevén las leyes internacionales, quizá esta tragedia, como muchas otras, se habría evitado. Un proceso ordenado habría permitido que la familia sometiera su petición, que quizá sería aceptada o quizá no, pero el cierre de puertos de entrada para los solicitantes lleva a muchos a la desesperada decisión de llegar como sea “al otro lado”, aunque en ello se jueguen la vida.
Tristemente, ese mismo fatal destino lo han encontrado otros, con la diferencia de que no hay una foto que capte el horror, pero que sí se han convertido en contundentes cifras de esta tragedia humana: en 2018, por ejemplo, se registraron 376 muertes de migrantes en el paso fronterizo México-Estados Unidos, según el Proyecto Migrantes Desaparecidos, que coloca a esa región en el segundo corredor migratorio con más decesos, luego del Mediterráneo, con más de 2,000 casos, otra zona que por sí misma representa una llamada de atención al desequilibrio del mundo.
En efecto, el Río Grande y el vasto desierto entre Estados Unidos y México es fosa de muchos, como en 2017, cuado alcanzó la cifra de 415 migrantes muertos, luego de que en 2016 se registraran 401 fatalidades.
Pero aquello de que “ojos que no ven, corazón que no siente” parece ser el lema de los políticos y de los funcionarios encargados de aplicar las leyes fríamente y, sobre todo, al mando de un presidente como Donald Trump y su cuerda de asesores antiinmigrantes. De hecho, todos estos se han encargado de manipular las leyes de asilo mediante acción ejecutiva para imposibilitar que los migrantes centroamericanos puedan solicitar refugio.
No falta, claro, quienes por su limitada y racista visión del mundo les aplauden, les adulan y les justifican dichos actos de barbarie, mismos que han puesto a este país en las catacumbas de los derechos humanos y de la lucha por preservarlos.
Pero for fortuna, también hay, y es la mayoría, quienes repudian las atrocidades cometidas, por ejemplo, contra menores migrantes detenidos en centros de procesamiento de la Patrulla Fronteriza, como recientemente ocurrió en Clint, Texas, donde gracias al doloroso testimonio de abogados que tuvieron acceso a dicho lugar se pudo saber que los niños y niñas estaban hacinados en condiciones infrahumanas, sin aseo o servicios sanitarios, o agua o alimentos adecuados, en muchos casos sin atención médica indispensable, soportando temperaturas gélidas, sin cobijas, durmiendo en el suelo y con luces encendidas las 24 horas de día.
Y aun así, el gobierno argumentó ante tribunales que dichos menores se encontraban en condiciones “seguras y sanitarias” y que por lo tanto no requerían tales productos de higiene, y sin que a la representante oficial, Sarah Fabian, le preocupara justificar que los menores durmieran sobre pisos de concreto frío.
De este modo, en el imaginario colectivo mundial, ahora mismo el Estados Unidos de Trump es solamente una deshilachada imagen de lo que otrora fue un faro de esperanza para millones de personas que históricamente fueron fortaleciendo su demografía, su economía o su ciencia, siempre desde la perspectiva del migrante que ofrecía al menos sus manos para aportar su granito de arena, independientemente de su estatus o de su pobreza.
Pero a Trump solo le importa usar a los migrantes como peones de su enfermizo juego de ajedrez político para congraciarse con su base de cara a las elecciones de 2020, o para presionar al Congreso en la pelea por fondos para su agenda fronteriza. No hay otro derrotero en su objetivo politico prioritario, ni cabe en su agenda presidencial nadie más que él mismo, ni sus funcionarios, ni su Gabinete, ni su partido.
Y mientras Trump busca ventaja política a costa de los migrantes, estos seguirán llegando, porque la raíz del problema nunca se aborda. La respuesta a la crisis humanitaria es inhumana.
La foto de Óscar y Angie es estremecedora y uno quisiera pensar que movería a los políticos, particulamente a los republicanos, o al país, especialmente al sector religioso que apoya a Trump, a reconocer la humanidad de estos migrantes.
Lamentablemente en esta era de Trump la deshumanización se ha normalizado.