Editorial: Política exterior sin sentido

Los principios básicos de una superpotencia que ayudaron a mantener un equilibrio mundial se disolvieron en un nacionalismo pequeño y miserable

El balance de la política exterior estadounidense no puede ser peor.

El balance de la política exterior estadounidense no puede ser peor. Crédito: EFE

La imagen del bombardeo turco sobre la población civil kurda en el norte de Siria simboliza el fracaso rotundo de toda la política exterior del presidente Donald Trump. El aislamiento internacional sin sentido, la traición a un aliado, las conversaciones inútiles y un equipo de asesores serviles y carentes de opinión propia, señalan el fin de muchas décadas de liderazgo internacional estadounidense.

Desde que asumió el poder en enero de 2017, los que eran llamados “adultos” en la administración Trump – profesionales universalmente admirados por su trayectoria y su contribución al país – fueron reemplazados hace ya muchos meses por individuos seleccionados por su obediencia a un líder caprichoso y mal informado que dice guiarse “por sus instintos”. Se consolidó la política de la bravuconería hueca, esa que solo lanza amenazas -como que si Turquía ataca, EEUU destruirá su economía- la que deja mal parados a los aliados geopolíticos y económicos. Los principios básicos de una superpotencia que ayudaron a mantener un equilibrio mundial se disolvieron en un nacionalismo pequeño y miserable.

El general James Mathis, quien renunció por la primera declaración presidencial de abandonar Siria, fue reemplazado por el contratista del Pentágono Mark Esper como secretario de Defensa. El controversial asesor de seguridad, John Bolton, que evitó temporalmente el retiro de tropas de Siria fue echado por desacuerdos con el mandatario y reemplazado temporariamente por Robert O’Brien. El exsecretario de Estado, Rex Tillerson, fue obligado a dimitir y reemplazado por el excongresista Mike Pompeo.

Mathis, Bolton y Tillerson aportaron su experiencia después de una larga carrera, lo que no se puede decir de sus reemplazantes, cuya mayor virtud es la lealtad a un Presidente sin escrúpulos ni principios.

Como congresista Pompeo fue uno de los principales perseguidores de la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton, por el incidente en la sede diplomática de Benghazi en 2012. Su ahínco en servir a Trump le dio frutos: primero como jefe de la CIA y como ministro de Relaciones Exteriores. Hoy, el Departamento de Estado se dedica a defender a Trump de las investigaciones del Congreso sobre los contactos con Ucrania. El Departamento de Justicia contacta gobiernos extranjeros para satisfacer la obsesión presidencial de desmentir la investigación Mueller.

El Presidente confía en sus supuestas dotes negociadoras que lo llevaron a un diálogo con Corea del Norte. Pero los norcoreanos ya dieron un portazo a las pláticas y abrieron una relación más razonable con la Rusia de Vladimir Putin. Parecería que todos los interlocutores “amigos” sacaron provecho de Trump, sea Putin, el norcoreano Kim Jong-un, el israelí Benjamin Netanyahu, el saudi Mohamad bin Salman, el turco Recep Tayyip Erdogan, sin dejar nada positivo.

El balance de la política exterior estadounidense no puede ser peor. Nuestro país hoy es un defensor de la contaminación ambiental, un crítico de los valores democráticos y el amigo de gobiernos criminales y dictatoriales. La grandeza nacional que vende Trump es la impotencia de un régimen de pacotilla, cómplice de la posible destrucción de sus aliados kurdos, quienes posibilitaron la derrota de Isis.

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