“El día en que maté sin querer a un niño que no conocía”
Maryann Gray tenía 22 años cuando un trágico accidente cambió su vida para siempre. Desde entonces, vive sintiéndose culpable y guardando luto por un niño que nunca conoció
Era 1977 y Maryann Gray tenía 22 años cuando un trágico accidente cambió su vida para siempre. Desde entonces, vive sintiéndose culpable y guardando luto por un niño que nunca conoció.
“Estaba de muy buen humor ese día. Me estaba mudando de un pequeño pueblo universitario de una zona rural de Ohio a una antigua casa compartida en Cincinnati. ¡Estaba tan emocionada!
Había decidido dejar el programa de postgrado en el que estaba para buscar un empleo, divertirme y ver por qué camino me llevarían mis pasiones.
Tras terminar de pintar la que sería mi habitación, decidí volver a mi apartamento en Ohio donde todo estaba ya empacado y listo para la mudanza. Era un cálido día de julio y me pareció ideal para nadar.
Lo que empezó como una autovía pronto se convirtió en una carretera rural con un solo carril por sentido.
El límite de velocidad era de unos 70 u 80 kilómetros por hora, bastante alto para este tipo de vías. Había muchos carros y yo estaba en una fila en la que todos íbamos a la velocidad máxima.
Llegué hasta un pequeño grupo de casas cuyos buzones de correo se encontraban al otro lado de la carretera.
Mientras pasaba por ahí, un pequeño niño rubio salió disparado desde el lado de los buzones en dirección a su casa.
Lo vi en el último segundo. Intenté girar bruscamente. Pero no hubo forma de evitarlo.
Atropellé al pequeño, que voló por los aires hasta caer sobre el asfalto. Estacioné mi auto a un lado de la carretera y corrí cruzando la calle.
Estaba tan afligida que en realidad no recuerdo esos minutos. Estaba escondida tras un arbusto, gritando.
Me oí a mí misma y pensé: “¿Qué es eso? ¿Quién está haciendo ese ruido?”
Y luego me di cuenta de que era yo.
“Yo lo hice”
El niño recibía primeros auxilios sobre el pavimento. Varias personas se habían acercado.
Yo estaba muy asustada. Sabía que había hecho algo terrible.
La policía tardó 20 minutos en llegar y no esperó a una ambulancia, sino que los agentes pusieron al pequeño en el asiento de atrás y se fueron.
Había atropellado al menor justo frente a su casa y algunos vecinos habían ido a buscar a la madre.
La mujer salió gritando con dolor el nombre de su hijo. Quiso acompañarlo pero los vecinos la retuvieron.
Empezó a desplomarse en la puerta de su casa así que la tuvieron que sostener.
Fue ruidoso, confuso y triste.
Me acerqué a la policía, di un paso al frente, levanté la mano y dije: “Yo lo hice, yo lo hice”.
No sabían que había sido yo, supongo que nadie había sido testigo el accidente.
Me sentaron en el asiento trasero de una patrulla y pusieron a un novato al frente para que me vigilara.
Escribí una declaración y hablé con ellos un rato. Buscaron huellas de derrape en el asfalto y realizaron algunas mediciones.
El oficial a cargo volvió y dijo: “Tengo que decirte que el niño ha muerto”.
Yo había estado rezando para que, tal vez, no fuese tan malo como parecía, que tal vez se pusiera bien.
Recuerdo sólo que me recosté y lloré, y que después intenté con mucho esfuerzo controlarme.
La policía accedió a dejarme esperar en la casa de uno de los vecinos.
Sin indicios de negligencia
La mujer fue muy amable. Tenía una hija pocos años menor que yo y creo que sabía que podría fácilmente haber sido tanto la responsable de un accidente así como la víctima, que en este caso se llamaba Brian.
El agente a cargo vino a decirme que no me arrestarían: no había indicios de que yo hubiera sido negligente, que me hubiera distraído o de que tuviera algún impedimento para conducir.
Pero me dio un pequeño discurso en el que dijo: “Este niño ha muerto, eso es algo terrible, tienes que asegurarte de que nunca lo volverás a hacer”.
Me enfadé porque la idea de que yo fuera a hacerlo de nuevo simplemente estaba más allá de mi comprensión.
Llamé a mis padres, en Nueva York, y le conté a mi madre lo que había sucedido.
Estaba llorando y dije: “Fue un accidente, fue un accidente”. Y ella respondió: “Por supuesto que fue un accidente”.
Mi padre vino al día siguiente. Llamó a la familia que había perdido a su hijo para darle las condolencias, lo que debió haber sido increíblemente doloroso.
Se acercó a la casa de la vecina para agradecerle por haber sido tan amable conmigo. Se encargó del auto, que tuvo que ser enviado al mecánico y consiguió un abogado para que yo estuviera protegida en caso de que tuviera que enfrentar algún cargo.
La primera noche dormí en la casa de un amigo contando de manera compulsiva lo que había pasado. Luego regresé a mi apartamento y básicamente me escondí allí durante una semana.
Siempre había sido una buena chica que trabajaba duro para sacar notas altas y cumplir con las expectativas de mis padres y profesores. Pero creo que crecí sintiendo que nunca las alcanzaba por completo.
Así que después del accidente, creo que inconscientemente estaba muy preocupada por si yo era una buena o una mala persona.
Hay una creencia muy extendida de que nosotros somos capaces de crear las condiciones de nuestras vidas. Por lo tanto, una persona enojada percibiría un ambiente hostil mientras alguien amoroso ve el mundo como un lugar cálido y generoso.
“¿Qué clase de persona vive una experiencia como esta? Debo de ser alguien muy peligroso”, pensaba.
Alucinaciones al manejar
Cuando tuve de vuelta mi carro, intenté manejarlo pero tenía alucinaciones.
Me parecía ver gente cruzando la calle así que frenaba repentinamente, pero en realidad no había nadie en la vía.
Era algo muy peligroso. Estaba tan atemorizada que no conduje los siguientes dos años.
Me venían a la cabeza de forma inesperada imágenes del accidente: en medio de una conversación, mientras lavaba los platos, en el supermercado… De repente veía al niño volando por los aires o un charco de sangre sobre el pavimento.
Pasé muchos años castigándome a mí misma y alejando a la gente de mí.
Salí con hombres que no me trataban bien. La verdad es que no tenía amigos y solía estar muy irascible.
Dos años después del accidente, me mudé a California para comenzar un postgrado en psicología. Eso fue realmente comenzar de cero.
Estaba comprometida intelectualmente y haciendo un trabajo que para mí era importante y útil, y eso se hacía sentir bien.
Una vida sin niños
Prácticamente dejé de hablar del accidente, siguiendo el consejo de mis padres que dijeron que si la gente se enteraba de lo que había hecho, cambiarían su opinión sobre mí.
A veces me refiero a este pequeño, Brian, como mi fantasma porque se volvió parte de mí.
En mi cabeza, su voz se convirtió en esta voz enfadada y disciplinaria que decía: “No seas demasiado feliz, ¿recuerdas lo que pasó la última vez que te pusiste muy contenta? Mataste a un niño, me mataste a mí”.
La oía varias veces al día así que pese a que me gustaba lo que estudiaba y que me encantaba vivir en California, esa voz siempre estaba allí conteniéndome.
Yo había matado a un niño y nunca lo podría olvidar. Ni cuando me casé, ni cuando mi padre murió.
Antes del accidente, me era imposible imaginar una vida sin niños.
Durante aquella primera semana tras el accidente en la que estaba escondida en mi apartamento, escuché una voz. Yo lo llamo una alucinación auditiva. La voz dijo enfadada y de una manera muy bíblica, como del Antiguo Testamento: “Le quitaste un hijo a su madre y, como castigo, nunca podrás tener tu propio hijo”.
No hablé de eso durante al menos 20 años.
Me daba mucho miedo todo lo que podía afectar a los niños. Solo veía esquinas puntiagudas contra las que podrían caer, o la piscina donde podrían ahogarse, las escaleras por las que podrían caerse o el cuchillo con el que podrían cortarse.
No quería criar a un niño asustadizo y pensaba que no sería una buena madre, así que decidí no tener hijos. Fue duro, pero fue la decisión correcta para mí. Creo que me hubiera sido muy difícil ser madre.
Quería alcanzar varios objetivos en la vida que son bastante típicos: terminar mi educación, conseguir un buen trabajo y encontrar un compañero de vida. Poco después, a mediados o finales de los 90, decidí que era hora de comenzar terapia.
Romper el silencio
Había cargado con todos estos recuerdos que se habían apoderado de una gran parte de mi vida interior y me mantenían separada de otras personas. Mis amigos sabían que yo manejaba nerviosa, pero no sabían por qué. Podía estar sintiéndome mal y el accidente estaba metido en mi cabeza, pero no conseguía hablar de ello.
La gente pensaba que me conocía, pero no hablé sobre el capítulo más significativo de mi vida.
En 2003, hubo un accidente en el mercado de granjeros de Santa Mónica. Un anciano había atropellado a un grupo de personas con su automóvil y muchas personas murieron o quedaron heridas. Vivía cerca y estábamos viendo la noticia en televisión. Podíamos escuchar los helicópteros sobre nuestras cabezas.
Fue una carnicería, una escena terrible.
La gente aparecía gritando en televisión que el hombre de 86 años era un asesino, pero solo la idea de que lo hubiera hecho de manera intencionada me horrorizaba.
El accidente me causó tanta angustia y pensé tanto en ello que cerré mi oficina y escribí unas palabras sobre la empatía que sentía por el conductor y las víctimas, sobre mi experiencia y la falta de apoyo a personas que accidentalmente habían matado a otras personas.
En aquel momento yo estaba en un taller de escritura y le compartí lo que escribí con la mujer que dirigía el grupo. Ella me llamó y me dijo: “Deberías enviar esto a la radio pública nacional”.
Si hubiera pensado que había alguna posibilidad de que realmente lo fueran a emitir, probablemente nunca lo habría mandado. Pero lo envié, y lo siguiente que supe fue que la radio me estaba llamando, pidiéndome que fuera y grabara la pieza.
Estaba muy nerviosa, pero creía que alguien debía mostrar compasión por este hombre y por otros que habían matado a alguien de manera accidental.
La pieza fue emitida dos o tres días después del accidente.
Me dijeron que debería estar preparada para recibir correos de odio, para leer comentarios negativos en internet, para llamadas de personas acosándome. Pero lo que sucedió fue totalmente positivo y recibí un gran apoyo. Amigos cercanos a quienes nunca les había contado lo ocurrido me escucharon en la radio y me mostraron su compasión y solidaridad. Me dijeron que era fuerte por haber hablado y que lamentaban mucho todo mi sufrimiento.
Algo floreció en mi interior, sentí una gran sensación de alivio y me vi mucho más conectada con las personas que me rodeaban y con el mundo. Fue como salir al exterior.
También escuché a otras personas que habían matado personas accidentalmente y que habían tenido experiencias similares a la mía, los síntomas postraumáticos, los flashbacks, la sensación de desconexión, la dificultad para concentrarse y, por supuesto, la culpa y la vergüenza.
Fue algo muy fuerte e intenso porque ninguno de nosotros había hablado antes con alguien que pasara por la misma experiencia.
“Bendición”
Pensé durante años en ponerme en contacto con la familia de Brian, pero me contuve porque no estaba segura de que quisieran saber de mí. No tenía mucho dinero, pero hice una donación anónima de varios miles de dólares a la universidad de su hermano para pagar parte de su matrícula.
Después, hace unos 10 años, fui a Israel de viaje. Soy judía y fui con mi rabino y otras personas del templo al que pertenecía. Mientras estuve allí tomé un nombre hebreo, Bracha, que significa “bendición”. Lo elegí en honor a Brian.
Cuando llegué a casa, escribí una carta a la madre de Brian. Le dije que había elegido ese nombre para honrar la memoria de su hijo, que Brian vivía en mi corazón como sabía que lo hacía en el suyo.
Envié la carta.
Resultó que ella había muerto, por lo que su correo le estaba siendo reenviado a su otro hijo, el hermano mayor de Brian.
Un día estaba en mi oficina, levanté el teléfono y era él. Había leído la carta y me había encontrado a través de internet.
Hablamos durante aproximadamente 45 minutos. Fue una conversación repleta de emociones. Estaba muy enfadado y me dijo cuánto había sufrido su familia.
Habían dejado de celebrar la Navidad porque estaba demasiado cerca del cumpleaños de Brian, y todas las celebraciones felices de la familia se silenciaron para siempre. Nunca cambiaron la habitación de Brian, la mantuvieron igual, así que hubo un recuerdo constante del niño.
Ninguno de ellos dejó nunca de llorar su muerte.
A medida que hablábamos, él iba suavizando su tono. No sabía que yo llamé para dar el pésame y que tuve una breve conversación con su padre en los días siguientes al accidente. Su padre había sido muy amable conmigo y eso tuvo un gran impacto en él.
Al final de la conversación, le dije: “¿Qué quieres preguntarme? Me puedes preguntar cualquier cosa”.
Él dijo: “¿Estabas conduciendo demasiado rápido?”.
Y le respondí: “No, no estaba corriendo. Lo siendo, lo siento muchísimo, pero tu hermano saltó corriendo a la vía”.
Y él contestó: “Lo sé. El momento equivocado, en el lugar equivocado”.
En ese momento me sentí perdonada y creo que él llegó a sentir tal vez una especie de pena verdadera, sin el aturdimiento de la ira que había marcado su duelo.
Cuando colgamos el teléfono, desde luego, no pensé que fuéramos amigos. Pero sentía que teníamos un vínculo increíble, porque todavía estábamos de luto por el niño y siempre tendríamos eso en común.
Me perdono a mí misma, pero siento terror de que pueda herir a alguien más. Vivo en Los Ángeles y manejo de manera habitual, pero lo hago con muchísima precaución.
Intenté honrar a Brian, a su familia y a mi propia experiencia contactándoles e intentando ser mejor persona, pero creo que nunca llegaré a estar en paz por el hecho de haber matado a un niño. Nunca dejaré de estar horrorizada por eso“.
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