Reflexión sobre Rikers
La crisis en Rikers Island presenta una encrucijada en la que tenemos la oportunidad de marchar hacia un nuevo horizonte en la ciudad de Nueva York
Soy una orgullosa hija de El Bronx, y sirvo a mi comunidad de Nueva York como interviniente en crisis, también soy una profesional de la justicia restaurativa y defensora del reingreso social de las personas que regresan a nuestras comunidades desde las prisiones.
Mi compromiso con el trabajo de servicio social surge de mi supervivencia a la violencia desde mi infancia. He experimentado un alto grado de brutalidad física, psicológica y sexual a lo largo de mi vida, cuyos detalles me revuelven el estómago. Debido al peso asfixiante que he cargado después de mis experiencias, recibo cada amanecer con ansiolíticos para calmar el Trastorno de Estrés Postraumático Complejo (TEPT-C) que se despierta conmigo, y termino mis días con antidepresivos para ahuyentar las pesadillas y darle al día siguiente una oportunidad de luchar.
Me atrevo a compartir estos detalles sobre mi vida, porque he visto a otros, incluido alcalde Eric Adams, insistir en que están hablando en mi nombre -en nombre de las víctimas- para justificar la crueldad cíclica y la absoluta ineficacia de sus enfoques carcelarios de la violencia en nuestras comunidades. Cada vez que el alcalde Adams y sus aliados en el poder hablan de victimización en defensa de mantener abierta Rikers Island, los oigo apropiarse de una narrativa que no les pertenece.
La crisis en Rikers Island presenta una encrucijada en la que tenemos la oportunidad de marchar hacia un nuevo horizonte en la ciudad de Nueva York. Este momento nos plantea una pregunta fundamental: ¿Nos interesa construir una sociedad que siga respondiendo a la violencia con represalias a costa de la victimización continua, o queremos una sociedad que construya estructuras sociales que disminuyan la probabilidad de crímenes futuros y invierten en recursos comunitarios restaurativos y rehabilitadores?
Las decisiones que se tomen en el presupuesto de nuestra ciudad deben reflejar exclusivamente la receta para buenos resultados. Todos estamos familiarizados con los elementos sociales que previsiblemente conducen a resultados positivos en la vida: ambientes familiares afectivos, seguros y estables; recursos adecuados y comunidades interconectadas. Rikers, en cambio, durante generaciones ha producido aislamiento, desesperación y reincidencia. En un lugar donde la violencia muta y se multiplica, ¿cómo podríamos esperar otra cosa?
Los niños que crecen con experiencias infantiles adversas tienen muchas más probabilidades de sufrir trastornos por consumo de sustancias y tienen más probabilidades de ser encarcelados. Cuando los niños sufren abusos, se enfrentan a respuestas emocionales mucho antes del momento en que su cerebro ha alcanzado la madurez y, como resultado, los niños traumatizados con frecuencia luchan con la regulación de su estado de ánimo y con comportamientos sociales inadaptados porque están atrapados en un modo de supervivencia, un enfrentamiento perpetuo, en lugar de tener la oportunidad justa de desarrollarse psicológicamente a un ritmo saludable.
Las mismas condiciones, los mismos traumas que tan frecuentemente llevan a una persona a cometer un acto de violencia son un reflejo de los contextos que condujeron a mi propia victimización: un ambiente familiar inseguro, un déficit habitual de recursos comunitarios de
apoyo, el impacto de un trauma no abordado que corre desenfrenado por nuestros torrentes sanguíneos. Tengo mucho más en común con quienes acaban encarcelados que con quienes los juzgan. Dadas las tasas de experiencias infantiles adversas presentes en la vida de la mayoría de las personas que acaban atrapadas en el sistema jurídico penal, sé que la mayoría de las veces los acusados, los condenados, los desterrados y las víctimas proceden del mismo suelo.
Rikers Island es un lugar en el que almacenamos y criminalizamos el trauma, profundizando y extendiendo sus raíces. Es necesario reconocerla como una máquina de destrucción masiva perpetua y como la encarnación física de malas políticas y fondos malgastados que podrían haberse invertido en recursos comunitarios que garantizan resultados sociales positivos.
Dar prioridad al cierre de Rikers significa dar prioridad a la reducción de la violencia en Nueva York. Si continuamente encerramos a seres humanos en entornos hiperviolentos como forma de castigo y posteriormente los estigmatizamos, limitando sus oportunidades al regresar a nuestras comunidades, no podemos seguir sorprendiéndonos de que los ciclos de violencia en nuestras comunidades más afectadas nunca se cierren.
Las cárceles y las prisiones no hacen nada para mantenernos seguros, simplemente mantienen la ilusión de seguridad satisfaciendo el ansia de venganza. Podemos ser una ciudad que invierte recursos para crear comunidades más seguras, o una que insiste en la venganza como principio rector. Pero no ambas cosas. Reconozco los temores y frustraciones ante la desgarradora realidad de violencia comunitaria a la que nos enfrentamos, pero debemos comprometernos a mantener conversaciones que nos permitan ser capaces de abordar esta violencia desde sus raíces, para no seguir limitándonos únicamente a reaccionar ante sus consecuencias. Lo que nos rompió nunca nos curará. La violencia del encarcelamiento solo engendra más violencia en las comunidades, y donde hay violencia hay víctimas y la sombra omnipresente del trauma complejo.
Mientras el alcalde Adams tiene que tomar importantes decisiones presupuestarias, me pregunto si decidirá gastar nuestro dinero en construir una ciudad que se comprometa a cerrar los ciclos del trauma intergeneracional del encarcelamiento, o si utilizará ese mismo dinero para repetir un patrón fallido que asegura muchas más víctimas.
Grace Ortez es miembro de Freedom Agenda y de la campaña para cerrar Rikers.