Puré hecho placer
El puré de papas puede ser considerado como una manjar único
MADRID, España.- Las asociaciones de ideas, los recuerdos, son a veces muy particulares, muy suyos, hasta parecen disparatados. Supongan que yo les digo que el plato que antes me viene a la cabeza al hablar de quien fue el mejor cocinero del mundo a finales de los 80, Joël Robuchon, es… un puré de papas.
Pero ¿eso es alta cocina? Preveo la pregunta. Y contesto, con toda la seguridad del mundo: puede serlo. Y en el caso de Robuchon, lo es. Es más: dudo muchísimo que sea yo el único que evoca esos maravillosos purés de papas cuando piensa en la grandísima cocina del genio francés.
No les aseguraré que hubiera gente que peregrinase al restaurante Jamin, en París, para comer puré de papas; ahora, que una vez allí no lo perdonaba nadie, eso sí que puedo afirmarlo con conocimiento de causa. París, en aquellos años, bien valía un puré.
¿Cómo era ese puré? Naturalmente, el mejor. Los críticos, que siempre los hay, censuraban el generoso uso de la mantequilla que hacía Robuchon en ese puré. Pero no era solo cuestión de más o menos mantequilla. Era todo, empezando por los niveles de atención, técnica, cariño, dedicación y exigencia ante un plato al que, normalmente, nadie le da importancia.
Aquí está la diferencia, aquí está lo que hace un plato (o cualquier cosa) distinto, sublime. Robuchon empezaba por seleccionar cuidadosamente las materias primas, a saber, las papas (normalmente “ratte” de la variedad “Belle Fontenay”) y la mantequilla, de primerísima calidad, como la leche y hasta la sal utilizada.
Luego, el método. Nada de robots, ni de artilugios casi pensantes: un simple pasapurés. Trabajo. Atención. Exigencia absoluta de perfección. Yo lo vi, en la ciudad española de Vitoria, hacer lavar varias veces los platos en los que iba a servir su puré porque no le gustaba el leve recuerdo de detergente que se apreciaba allá, en el fondo. Le vi hacer pasar una y otra vez su puré (para ciento diez personas) porque los agujeros del pasapurés no eran exactamente del calibre que él quería. Y así todo.
Yo les doy la receta, pero el carácter lo tienen que poner ustedes. Pelen un kilo de papas (2.2 libras), elegidas todas iguales. Pónganlas en una cacerola y cúbranlas con agua fría, que sobrepase el nivel de las papas dos centímetros. Pongan sal marina, en exacta proporción de diez gramos por litro: o aciertan ahora, o no tendrá remedio.
Cuezan las papas a pequeños hervores hasta que puedan atravesarlas sin dificultad con la hoja de un cuchillo. Al pasapurés: muñeca, y a darle vueltas a la manivela, dejando caer el puré en otra cacerola. Calienten ligeramente, para secar el puré… y añadan ahora la mantequilla, bien fría, en trocitos batiendo enérgicamente con una espátula de madera.
¿Cuánta mantequilla? Dependerá de la textura de la propia papa, pero ni menos de un cuarto de kilo ni más de medio kilo. Añadan ahora dos decilitros de leche caliente, mezclen bien… y sirvan. Robuchon les diría que son los comensales quienes deben esperar, que el puré no espera por nadie y que jamás, pero jamás, puede recalentarse. Y ya lo creo que esperamos por el puré.
Valió la pena. Era, como siempre, una obra de arte. La gente pedía un poco más, un poco más… pero se habían hecho las raciones justas, así que todos nos quedamos con las ganas. Y no me pregunten por el resto de los componentes de la cena- no me acuerdo. Del puré… de eso no me he olvidado ni me olvidaré en mi vida; menos mal que, de vez en cuando, caigo por alguno de los restaurantes parisienses de Robuchon y engullo una racioncita.
Ya ven cómo la diferencia entre lo vulgar y lo sublime está, más que en otra cosa, en la atención y el cariño con que se hacen las cosas. Recuerden: no hay buena cocina con malos ingredientes… ni cocina emocionante a la que no se le haya puesto mucho cariño.