Los muertos que ya no asustan

El 12 de junio en la madrugada, Julia Morán, de 28 años, murió degollada en Caye Caulker, Belice. El crimen causó una sensación colectiva de vulnerabilidad porque, en esta paradisíaca isla de unos 1,800 habitantes, no ocurría una muerte violenta desde 2010. En el resto del Triángulo Norte de Centroamérica, hay pocos lugares donde se pueda decir lo mismo; más bien no se acaba de hablar de un asesinato cuando ocurre otro. En Caye Caulker son tan inusuales que ni siquiera hay una morgue. Aunque el caso de Morán pasó desapercibido para los turistas, fue tema de rigor entre los residentes a lo largo (cinco millas) y ancho (0.15 a 1 milla) de la isla.

El contraste es grande con Ciudad de Belice, que concentra el 17 por ciento del total de la población del país (unos 330 mil habitantes) y el 90 por ciento del crimen. En 2012, hubo 146 homicidios en todo Belice, que equivalen a una tasa de 44 por cada 100 mil habitantes. En Guatemala, con 15 millones de habitantes, la tasa fue de 34 muertes violentas por cada 100 mil habitantes. En Honduras, con unos 8.2 millones de habitantes, tasa fue de 85. En El Salvador, de 6.2 millones de habitantes, el gobierno estima la tasa en 25—aunque fuentes de oposición cuestionan la cifra. Pero pareciera que el impacto de las muertes en estos países es distinto, y que, a mayor tasa de homicidios, menor es el impacto. ¿Es esto un mecanismo de supervivencia?

Un factor de incidencia es la constante exposición a noticias de muertes violentas, que deshumanizan a las víctimas—a veces, porque son tantos los muertos, que los reporteros no pueden dedicarle suficiente tiempo y espacio en los diarios, o noticieros, a cada caso. Así el muerto se vuelve una cifra, una tasa de homicidio, un dato abstracto, un número tan frío como un cadáver. El efecto es anestésico. En Honduras, el país más violento del istmo y el continente, algunos lectores de periódicos esquivan la nota roja en las primeras páginas del diario, para saltar directamente hasta la sección de deportes. Ahí, los muertos ya no son noticia.

En algunas ciudades, lo noticioso es la reducción en el número de muertes. El 29 de junio pasado, The New York Times publicó que por primera vez, en años recientes, había menos de una muerte violenta por día en Nueva York en el primer semestre del año (el primero de 2013).

En un mundo ideal, donde hay justicia pronta y cumplida, las muertes violentas asustarían y servirían para exigir a las autoridades hallar a los responsables. En países donde la impunidad oscila entre el 70 y 90 por ciento, como en el Triángulo Norte de Centroamérica, deberían servir para recordar que la violencia no es normal, menos la injusticia y la impunidad. Nadie debería acostumbrarse a vivir así, pero muchas comunidades no tienen otra opción. La gente no tiene adónde ir. Sucede en las zonas con mayor pobreza, en los corredores del narcotráfico, o de actividad pandillera, y donde hay altos niveles de impunidad, y los victimarios creen inmunes.

En Caye Caulker, un familiar de la víctima asesinada en 2010 dice que nunca se capturó al responsable (el esposo de la víctima). En el caso del 12 de junio pasado, otro caso de violencia intrafamiliar, el esposo de la víctima es el sospechoso principal y también huyó sin dejar rastro. Dos semanas después, el asesinato de Morán (afuera de su familia y amigos) tristemente también parece un recuerdo distante.

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