¿Acuerdo o golpe de Estado?
Lo que menos toleran los regímenes no democráticos es precisamente la existencia de organizaciones de trabajadores independientes

El interés de los inversionistas internacionales por países como Vietnam y China no se origina solamente en sus bajos salarios, sino también en la ausencia de derechos democráticos. Crédito: Archivo / AP
En 2010 participé de una reunión con la representante comercial adjunta de los Estados Unidos, Barbara Weisel, a cargo de las negociaciones para el Acuerdo Transpacífico (ATP), un amplio tratado regional de libre comercio entre Vietnam, Malasia y otros 10 países de la cuenca del Pacífico, que el Gobierno del presidente Barack Obama espera dejar cerrado en las próximas semanas. Entonces yo era asesor superior de la Comisión de Educación y Trabajo de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos en materia de políticas; en ese cargo, era el principal responsable de velar en nombre de los congresistas por el cumplimiento de las normas laborales en los tratados de comercio internacionales.
La reunión se había convocado con el fin de explicar al Congreso las medidas que pensaba tomar el Gobierno de Obama para evitar que países con bajos salarios que firmaran el acuerdo opusieran una competencia desleal a los trabajadores estadounidenses. Le hice a Weisel lo que me pareció una pregunta sencilla: “¿Qué postura tiene la Casa Blanca respecto del tema democracia?”. Weisel dijo que no entendía mi pregunta, de modo que le expliqué que la mayoría de los congresistas demócratas defienden el principio según el cual Estados Unidos debe abstenerse de firmar tratados de comercio con países que no sean democracias. Principio que otras democracias comparten; por ejemplo, una cláusula similar rige para los acuerdos comerciales negociados por miembros de la Mancomunidad de Naciones (la antes llamada Mancomunidad Británica o Commonwealth).
La razón es obvia: si nosotros en las democracias desarrolladas no hubiéramos tenido el derecho a protestar, manifestarnos, organizar sindicatos y votar para elegir a nuestros representantes, nunca hubiéramos puesto fin al trabajo infantil ni establecido la jornada laboral de ocho horas. Tras haber usado esos derechos para elevar nuestros niveles de vida, no deberíamos ahora poner a los trabajadores de los países desarrollados a competir directamente con trabajadores desprovistos de las libertades básicas necesarias para mejorar sus propias condiciones.
Pero mi explicación no bastó. Weisel se limitó a declarar que el Gobierno no tenía una postura tomada. De modo que insistí; le pregunté qué pensaba hacer la Casa Blanca con países como, por poner un ejemplo, Vietnam, donde niños de apenas 14 años se ven obligados a trabajar doce horas al día y donde no existen el derecho a la libre expresión, el derecho a manifestarse y protestar, el derecho de huelga y la libertad de asociación. Weisel insistió: “Bueno, incluso sin democracia se pueden tener derechos laborales”. Pero cuando se le pidió poner algún ejemplo concreto, se excusó de responder.
En realidad, lo que menos toleran los regímenes no democráticos es precisamente la existencia de organizaciones de trabajadores independientes. Por eso los primeros prisioneros de Dachau eran sindicalistas, y por eso el movimiento polaco Solidaridad planteó una amenaza existencial al poder comunista en todo el bloque soviético.
De hecho, el interés de los inversionistas internacionales por países como Vietnam y China no se origina solamente en sus bajos salarios, sino también en que la ausencia de derechos democráticos asegura contar con mano de obra barata por muchos años. Por ejemplo, cuando en 2008 China revisó su legislación laboral, Apple, Hewlett-Packard y otros miembros del Consejo Comercial Chino-Estadounidense presionaron con éxito para limitar la ampliación de los derechos de los trabajadores chinos.
Si bien China no participa en las negociaciones actuales, el ATP prevé la posibilidad de que otros países se adhieran en el futuro, y es de suponer que muchos querrán convencer a China de entrar. Por lo menos, el ex representante comercial de Estados Unidos, Ron Kirk, señaló que “nada le gustaría más” que ver a China dentro del tratado.
Pero en realidad, el ATP no es un tratado “comercial”. Más bien, es un instrumento para que los representantes de intereses empresariales consigan aquello para lo cual no obtuvieron el apoyo de los legisladores por vías normales. Por ejemplo, las empresas farmacéuticas vienen insistiendo en que el ATP obligue a todos los países a otorgar a las drogas recetadas patentes válidas por 12 años, con lo que aumentarían sus ganancias y demorarían la competencia de versiones genéricas más baratas. Asimismo, las tabacaleras buscan que el ATP prohíba a los países en desarrollo (que son los principales mercados de venta de cigarrillos) aumentar el control de sus productos.
La cláusula más controvertida del ATP (si se la llega a adoptar) es una que permitiría a las corporaciones privadas entablar demandas a los gobiernos extranjeros que adopten políticas que perjudiquen sus ganancias previstas. Por ejemplo, si Vietnam decidiera que todas las empleadas tengan derecho a seis semanas de licencia por maternidad remuneradas, el dueño de una fábrica extranjera podría demandar al Gobierno e insistir en que anule la ley o reintegre a la empresa el costo de ofrecer ese beneficio. Tribunales privados juzgarían los casos y dictarían sentencias vinculantes, sin posibilidad de apelación a otros tribunales o autoridades democráticas.
Ese es el futuro que nos depara el ATP: una especie de simulacro de democracia en el que los ciudadanos son libres de elegir la bandera y la fiesta nacional, pero no pueden darse el lujo de aprobar leyes que pudieran reducir las ganancias de los inversionistas extranjeros. Los salarios de los trabajadores de Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia, Nueva Zelanda y otros países desarrollados, obligados a competir con socios comerciales más baratos, se reducirían inexorablemente; mientras que a los trabajadores de los países en desarrollo se les haría cada vez más difícil mejorar sus niveles de vida (incluso en aquellos países que nominalmente son democracias).
El ATP se está negociando en el mayor de los secretos; ni siquiera los legisladores han podido ver el texto completo en negociación, mientras que los representantes de intereses corporativos tuvieron acceso privilegiado al proceso de redacción. La razón es obvia: en Estados Unidos, donde desde la adopción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) se perdieron casi cinco millones de empleos fabriles y hay estancamiento de los salarios reales, la mayoría de los votantes, a lo largo de todo el espectro político, se opone a la firma de nuevos tratados de ese tipo.
Al menos en el caso del Gobierno de Obama, el apuro por concluir las negociaciones del ATP se debe sin duda al deseo de cerrar el trato con suficiente antelación respecto de la próxima elección de medio término que se celebrará en Estados Unidos en noviembre. Y eso también es malo para la democracia. De hecho, si bien la Constitución de los Estados Unidos estipula que “regular el Comercio con las Naciones extranjeras” es atribución exclusiva del Congreso, el Gobierno de Obama está presionando a los legisladores para que habiliten el “mecanismo de vía rápida” para la negociación, con lo cual los congresistas quedarían imposibilitados de decidir sobre las cláusulas del ATP, objetar a sus participantes o introducirle enmiendas de ningún tipo.
En mi carácter de politólogo, a veces me preguntan cómo es posible que en las democracias se aprueben leyes que van en contra de los intereses de la inmensa mayoría de los votantes. En parte, esto se debe a una falta de compromiso real con la democracia en sí. El ejemplo más claro lo está dando el ATP, que es casi con certeza la mayor amenaza actual contra el mantenimiento (o el nacimiento) de una clase media en cualquiera de los países firmantes.