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Mi amigo el general

De niño recuerdo que tenía de vecino al ex presidente Álvaro Obregón

Al volver les dije a mis compañeros: el general dice que es mi amigo… nos dio mucha risa… porque no podía ser cierto.

Al volver les dije a mis compañeros: el general dice que es mi amigo… nos dio mucha risa… porque no podía ser cierto. Crédito: Shutterstock

Burbujas

Algunos de mis lectores han venido insistiendo que vuelva a escribir “algo” de mi vida porque les parece interesante, y tal vez haga sentido alejarnos de vez en cuando de los problemas políticos, la violencia, la corrupción, y de otros asuntos preocupantes para distraernos con temas ligeros.

Voy a hacerlo una vez por mes, pero aclaro que ese “algo” no es una biografía, es “algo” de una vida y la vida está compuesta de muchísimos “algos”, cuyo recuerdo esta guardado —o perdido— en algún rincón del cerebro humano.

Si mi vida es interesante o no, no puedo juzgarlo. Yo la he vivido, y eso es todo. Ha sido muy larga, y quizás por casualidad, estuve físicamente en algún lugar en momentos históricos. Eso me permitió conocer importantes personalidades, vivir, ver, y ser testigo de muchas cosas.

Para escribir de uno mismo deberíamos tener la capacidad de vernos desde fuera; como quien contempla un sujeto del que no se es parte y hablar de como lo ve y juzgarlo con honestidad.

Ello es muy difícil porque si bien uno puede llegar a ser crítico de uno mismo, en el fondo siempre busca una razón o justificación para atenuar la memoria de cualquier estupidez cometida o uno acepta la explicación propia para tranquilidad interna.

Hechos recordados, pensamientos tenidos y emociones vividas ¿cuál de todos ellos es lo verdadero? Los tres pueden serlo, aunque sean distintos, aunque sean opuestos, aunque lo recordado pudo no haber sucedido así. A no ser que exista la voluntad de mentir, en cuyo caso ya no estamos hablando de nuestros recuerdos sino de un distorcionamiento voluntario de la verdad. Los recuerdos son la verdad, aunque no lo sean. Además, los recuerdos se van haciendo viejos y van perdiendo precisión con los años.

Mentir creyendo firmemente que se está diciendo la verdad, es una verdad no cierta. Contar una verdad que se piensa pudiera ser mentira, es mentir con la verdad.

Como puede verse empiezo por complicarlo todo aun antes de empezar. Todo lo que les voy a contar es mi verdad. Voy a escarbar en mis recuerdos y compartir algo como creo haberlo vivido.

Nací en 1919 en una casa grande en Tacubaya, un pueblo amable en las goteras de la ciudad de México que, posteriormente y poco a poco, fue convertido en insignificante barrio de esa bella pero monstruosa metrópoli.

Mi padre, alemán de Berlín, murió en forma trágica cuando yo tenía dos años de edad. No recuerdo nada de él y solo conozco detalles aislados por habérmelos contado mi madre.

No sé como, ni porque, pero creo que estafaron a mi madre, y nos cambiamos en los “veintes” a un amplio departamento en la avenida Jalisco de la Colonia Roma, entonces de última moda. Esa ancha avenida tenía (tiene) un gran camellón en el centro, que era nuestro terreno de juego. A sus lados estaban las paradas del tranvía.

No había tránsito, casi no había automóviles y de tiempo en tiempo pasaba un camión destartalado de la línea “Roma-Mérida-Chapultepec”. Abundaban los pregones de los vendedores, lo mismo el del afilador, como el “mercaraaaan patos”o “Chichicuilotitos vivos” y el cilindrero que tocaba en las esquinas…En esa época la vida de la ciudad de México estaba estrechamente ligada al lago de Texcoco y lo que de allí se explotaba.

Enfrente de donde vivíamos estaba una de las casas que frecuentaba el General Obregón que había sido presidente de México —me enteré años después— y buscaba la reelección.

Llegaba el general en un enorme y ruidoso automóvil con toldo de lona, manejado por un soldado y acompañado por dos oficiales. En cada lado, en los enormes estribos, un soldado deteniéndose de las nervaduras metálicas del toldo…

Al acercarse a esa casa se abría el portón y dos soldados estaban firmes, uno a cada lado, hasta que el auto del general había entrado al patio y cerraban el zaguán. Esos soldados quedaban de guardia en la banqueta.

Como yo jugaba con mis amigos en el camellón, cuando veía que llegaba el general corría y me paraba junto a los soldados, hacia el saludo militar a su paso y tras eso volvía a mis juegos.

Un día al volverlo a hacer me empujo un militar gritando: sácate de aquí mocoso…

Al oírlo, el general Obregón lo llamo y delante de toda la guardia dijo y ordenó: “Este niño es uno de los pocos amigos sinceros que tengo; él puede venir, entrar y salir de esta casa a la hora que quiera”.

Al volver les dije a mis compañeros: el general dice que es mi amigo… nos dio mucha risa… porque no podía ser cierto.

Unos días más tarde volvió el general y mis amigos me picaron: ve a ver si te dejan entrar… con cierto temor atravesé la calle y me acerque al portón y el soldado me abrió con una sonrisa. Entré al patio donde estaba el gran automóvil y de ahí todo cortado pasé a la casa. Allí estaba el general hablando con mucha gente. Desde lejos me sonrió y me di cuenta de que le faltaba un brazo.

Esta fue la primera de las muchas visitas que hice a la casa, la de mi amigo el general Álvaro Obregón… yo tendría cerca de 8 años de edad.

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