Días de matar en El Salvador

El Estado luce desamparado, desvalido e incompetente ante la violencia

Ese día 32 personas murieron en distintas partes de El Salvador a manos de supuestos sicarios de las pandillas..

Ese día 32 personas murieron en distintas partes de El Salvador a manos de supuestos sicarios de las pandillas.. Crédito: Archivo / EFE

El Salvador

Viernes. Conduzco solo por la carretera rumbo al Aeropuerto Internacional de Comalapa, a 40 kilómetros de la capital. Una oportunidad, me digo, de huir de la ciudad y abandonarse a las delicias de un invierno prematuro.

A diez kilómetros de la terminal nos sale al paso un policía motorizado. Con señas nos ordena dejar libre el segundo carril de la autopista para los carros que vienen en dirección contraria. Unos kilómetros adelante descubro la razón de que desvíen el tráfico. Un autobús de la ruta 302, que corre entre Usulutan y la capital, yace abandonado, con orificios de bala en la carrocería.

Hace media hora varios pistoleros han asesinado a seis personas y herido a otras siete.

Ese día 32 personas murieron en distintas partes de El Salvador a manos de supuestos sicarios de las pandillas —aquí llamadas “maras”— después que estas declararon un “viernes negro” en todo el territorio. Día de matar. Los blancos aparentes en el ataque a la unidad 302 eran dos custodios de un penal de máxima seguridad —en el que guardan prisión muchos pandilleros— y un agente de policía. Pero los atacantes también querían causar terror, y descargaron sus pistolas a diestra y siniestra.

Las cosas no pararon ahí. Entre el viernes y el domingo la cuota de asesinados subió a 80. El viernes negro se produjo precisamente una semana antes de que asumiera la presidencia Salvador Sánchez Cerén, el excomandante guerrillero que ganó la votación presidencial en abril, como si esas 80 muertes fueran un mensaje de advertencia clavado en las puertas de Casa Presidencial. Aún en un país que ha visto pasar ríos de sangre, ese fin de semana marcó un nuevo escalón en carnicería. Los pandilleros, a los que se atribuye las acciones, ahora usan fusiles de combate, idénticos calibres a los empleados durante la guerra que terminó hace más de 20 años.

Cantidad de factores confluyen en este paisaje. El descarrilamiento de un plan de tregua entre las dos principales pandillas, las inconsistencias de la política de Seguridad de la administración Funes, la votación presidencial reciente, áspera y polarizada, la lucha fratricida tras el fraccionamiento de la pandilla de la calle 18 en dos grupos, los “revolucionarios” y los “sureños”, enfrascados por el control de la banda, una PNC exhausta, cuyo rol parece limitarse a hacer desplantes de fuerza en las escenas de crimen, y la capitulación de la sociedad civil. Frente a esta arremetida, el Estado luce desamparado, desvalido, incompetente.

Según la embajada estadounidense, hay alrededor de 50 mil miembros de maras en El Salvador. Ya no son jovencitos que pelean por una cuadra o un vecindario a puño limpio o puñaladas. Ahora son clanes enteros, con extenso control territorial, en los que participan padres, esposas, hijos, abuelas, nietos, y que cuentan con sicarios adolescentes que matan a sangre fría. Casi no existe comunidad, colonia, escuela, centro de producción o municipio que esté libre de su presencia, o que escape a sus redes de extorsión y sus vendettas. Sus cabecillas comandan seguros desde los penales, en los que tienen fácil acceso a drogas, armas, mujeres, y abundantes medios para comunicarse e impartir instrucciones a sus huestes. Desde la cárcel dirigen las extorsiones, y deciden quién muere.

Hace un par de años, el expresidente Mauricio Funes dio carta blanca para que algunos personajes dentro y fuera del Gobierno fraguaran la arriba aludida tregua entre la MS y la pandilla de la calle 18, las dominantes en el universo binacional salvadoreño. Los dos grupos entendieron que ese arreglo les convenía, y las estadísticas de homicidios cayeron por unas semanas, lo cual estuvo bien, pues, por primera vez en muchos años, los asesinatos cayeron de un pico de casi 20 diarios, a cuatro o cinco en los días más propicios. Pero los beneficios para la población fueron exiguos, intrascendentes si acaso. La tregua, ya sea porque fuese estrecha o unilateral o incomprendida o saboteada, ha sido un fiasco. A pesar de la tregua, las extorsiones y otros negocios sucios han continuado, así como la intimidación, el acoso y el reclutamiento forzoso de adolescentes y niños. Los asesinatos obviamente tampoco se detuvieron y a la larga, como lo prueba su renovada capacidad de fuego y su osadía en retar al Estado y darle jaque, las maras salieron fortalecidas.

El actual presidente, Sánchez Cerén, prometió hacerle frente a la delincuencia con una mano dura y una mano inteligente, y sin duda esto es lo más acertado que se puede decir y pretender. Pero aun si El Salvador asume una estrategia integral y resuelta, y pone en juego la combinación correcta y oportuna de mentes y recursos para lanzarse contra un cuarto de siglo de poder marero, la verdad es que el proceso marchará lenta y penosamente, y que habrá reveses. Pero por algún lado hay que empezar, a menos que concluyamos que el país es inviable y que su juventud ya puede darse por perdida.

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