La fantasía de querer vivir en otra parte

Querer vivir en otra parte, y no poder, es una fantasía imposiblle

Un  campesino trabaja los  cultivos de maíz  en una finca en San Jose del Golfo, Guatemala.

Un campesino trabaja los cultivos de maíz en una finca en San Jose del Golfo, Guatemala. Crédito: EFE

En Guatemala (seguramente también en otras partes de la región), el simple hecho de leer el periódico o salir a la calle, bastan para querer vivir en otra parte. Otro barrio, otro municipio y, muchas veces, hasta otro país. Los más afortunados tienen barricadas entre ellos y la violencia y la miseria. Viven en exclusivas zonas con muros perimetrales donde sólo ingresan los residentes, sus huéspedes y empleados. Van a exclusivos centros comerciales, restaurantes y supermercados en cuyo perímetro los vagabundos, vendedores ambulantes y pide-limosnas no son bienvenidos.

De pronto, pueden evadir (toda una hazaña) las rutas donde en cada intersección de semáforo la muchedumbre de vendedores ambulantes de todas edades es cada vez mayor, y venden desde rosas y calcetines deportivos, hasta pastelillos y matamoscas que electrocutan al bicho al primer contacto.

También hay ancianos, con destartalados y ennegrecidos vasos de restaurante de comida rápida, pidiendo limosna. O miembros de compañías de bomberos, pidiendo colaboración porque cuanto les da el Estado no basta ni para salarios.

No. Los más afortunados—y eso incluye a los funcionarios públicos—viven en casas donde los muros de contención dejan afuera la pobreza y los separan, por muchos kilómetros, de la vecina de 60 años que, ya sin la mitad de sus dientes, y sin saber leer ni escribir, le pide lavar su ropa para poder pagar el alquiler de su habitación, o la otra vecina treintañera que hace rondas semanales en la vecindad pidiendo pan frío, porque no tienen nada que comer los cinco hijos que tuvo con el marido que la abandonó la semana pasada.

Quizá los más afortunados ni escuchan balazos en la noche. A veces, uno o dos solitarios. Otras veces, ráfagas continuas. Evaden las noticias, al menos las nacionales, y se evitan leer truculencias como los asesinatos de choferes de autobús de transporte colectivo a manos de extorsionistas, el niño que murió por una bala perdida, el marido que apuñaló a su mujer y escapó sin dejar rastro.

No se enteran de la madre que decidió emigrar a México con sus tres hijas, y a media noche abandonó su casa en un barrio marginal, porque los pandilleros pretendían raptar a su hija de 15 años.

De pronto sólo se enteran por escuetos mensajes de Twitter, que una red de corrupción fue desmantelada en las cárceles, y que involucraba al director del Sistema Penitenciario, el mismo por el cual el Ministro de Gobernación prácticamente había metido las manos al fuego—solo para quemarse de mala manera.

Tampoco se rifan el físico abordando el autobús hacia el trabajo o la casa, ni padecen ese doble asalto, porque los que asaltan los autobuses en la mañana, también lo hacen por la tarde o la noche. No padecen buscando un aventón todos los días desde la oficina, para evitar abordar el nefasto autobús. Y, como otros automovilistas menos afortunados, no circulan en zonas donde saltan del susto cada vez que un motociclista circula demasiado cerca de su vehículo, temiendo un asalto.

La realidad no los acorrala. Querer vivir en otra parte, y no poder, es una fantasía imposible que desconocen.

Los más desesperados emigran a Estados Unidos. Pero huyen, a veces, a una realidad peor tratando de llegar. El resto, aguanta como mejor puede, y malvive cansado. Cansado de saber que esta solo, sin gobierno que responda. Cada quien, abandonado a su suerte, a la barbarie. Y aprende a sobrevivir así, por inercia, porque—en todo esto—hasta le asfixiaron la indignación, a los que denuncian atropellos, o a quienes escriben acerca de ellos.

No es que se haya vuelto al pasado de represión militar (aunque se tiene un presidente ex militar, y el número de homicidios es comparable al del conflicto armado interno). Lo de hoy parece peor. Los malos no solo visten de uniforme. También, de particular. Y no responden a ideologías, sino al dinero fácil y sucio, y lo defienden con uñas y dientes, o a balazos. Los ataques y amenazas contra periodistas aumentaron. No estamos como Honduras o México, pero en ese camino vamos. Y no pasa nada.

Nadie mueve un dedo más allá de las denuncias que hace la Procuraduría de Derechos Humanos, que tiene buenas intenciones pero no despeina a nadie. Periodistas que denuncian agresiones de la policía, contra población indefensa, resultan amedrentados, o les dejan un mensaje con terceras personas: en un caso, un muchacho resultó vapuleado y vejado sexualmente por varios hombres, incluyendo un policía (reconocido por la víctima), que al final le exigieron “decirle” a su coinquilino periodista que dejara de publicar ciertas cosas.

¿Quién quiere vivir en un país así? ¿Alguien? Y, ¿quién resuelve esto? Nadie, obviamente, sino, tanta gente no huiría, o fantasearía con huir, con evadir esta realidad.

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