La niña alemana: entre la inocencia y el horror

“Voy a cumplir 12 años y ya lo he decidido: mataré a mis padres”, escribe la protagonista de la historia que tiene a muchos en vilo este otoño. Aquí conversamos con su autor.

Lin-Manuel Miranda, Maite Perroni, Boris Izaguirre, Carlos Ponce, Jorge Ramos, Rodner Figueroa, Maritza Rodríguez, María Celeste Arrarás… Ellos —y muchos otros— se llevarán esta noche a la cama una novela que se ha convertido en la revelación del año y libro de cabecera de las celebridades. Comparten imágenes en Instagram, los vemos en las presentaciones de su autor…

“Tendría unos diez años la primera vez que escuché sobre el Saint Louis. Mi abuela, hija de españoles que llegaron en barco a Cuba al comienzo del siglo XX, estaba embarazada de mi mamá cuando el trasatlántico alemán, con más de 900 refugiados judíos, llegó al puerto de La Habana. La recuerdo discutiendo con mi abuelo. Diciendo que Cuba iba a pagar por los próximos cien años haberle negado la entrada a esos refugiados”, cuenta el escritor cubanoamericano Armando Lucas Correa, director de People en Español, sobre su motivación para escribir La niña alemana (The German Girl), publicada esta semana en tirada bilingüe por Atria Books/Simon & Schuster, y cuya versión en español ocupa la primera posición de la lista de bestsellers de Amazon.

Elogiada por Thomas Keneally, autor de La Lista de Schindler y considerada por Zoe Valdés, autora de La nada cotidiana y La mujer que llora, “uno de los más fascinantes y extraordinarios acontecimientos literarios de los últimos tiempos”, la historia de Hanna Rosenthal, una niña que intenta escapar junto a sus padres y Leo, su mejor amigo  —casi su primer y único amor—, de un reino de terror y muerte lanzándose a lo desconocido, ha atrapado a miles de lectores en tres continentes.

“Esta novela se fue gestando desde hace más de una década”, confiesa su autor. “Tenía la historia, la idea de pérdida, de desarraigo, la intolerancia del ser humano, el miedo al diferente, eran ideas recurrentes. Pero hasta que no tuve la estructura no escribía a tiempo completo”.

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Después presentó un manuscrito a Johanna Castillo, su editora en Atria/Simon&Schuster “y al otro día me estaba obligando a firmar un contrato”. A partir de entonces escribió intensamente todo un año, sin abandonar su trabajo ni la atención de sus tres hijos pequeños. “Escribía de 9 pm (cuando los niños estaban dormidos) hasta las 2:30 am. Me despertaba a las 6:45 am para preparar a mi hija a la escuela. Editaba lo que había escrito la noche anterior en mi oficina, entre 8:30 a 10:30 am. Los fines de semana me ponía audífonos para bloquear el sonido y no paraba de escribir. Para comunicarse conmigo, los niños tenían que tocarme. Nunca tuve un día de calma para escribir”.

Narrada en dos tiempos: por Hannah, una niña alemana bajo el nazismo y Anna, una cubanoamericana de Nueva York que perdió a su padre en los atentados del 911; Correa usa un registro narrativo que le permite moverse entre géneros, cautivando a un público juvenil, como su propia hija mayor Emma, de 11 años, —“quien le dio voz a Hannah y a Anna, de alguna manera”, nos dice—, sin perder la condición de ficción histórica dirigida al lector general.

Uno de los aspectos más notables es la recreación de época. “Intenté reproducir lo mejor que pude la travesía del Saint Louis”, cuenta. “Fui fiel a las comidas, a la música que se escuchaba en el barco, a los cables, a los titulares de la prensa. Cuando viajé a Berlín caminé hasta el agotamiento, pero quería que los carreras de Leo y Hannah tuvieran una lógica. Una amiga berlinesa hizo parte del recorrido conmigo. Cuando llegamos al barrio de Leo, le dije que quería buscar un cementerio que estaba al final de la cuadra. Ella me aseguraba que nunca hubo un cementerio judío en ese barrio, pero me vio tan testarudo que terminamos preguntándole a un custodio de una escuela. El hombre, sonriente, nos dijo que camináramos hasta un pequeño parque en la esquina y ahí íbamos a encontrar varias lápidas. Mi amiga no podía creerlo”.

La niña alemana es la primera novela de una trilogía sobre la intolerancia, la pérdida y la diáspora, nos revela su autor. “La segunda, que tiene como título provisional El silencio entre nosotros, es sobre los que pasajeros del Saint Louis que desembarcaron en Francia; y el tercero, Los olvidados, sobre los que no les permitieron comprar pasajes: los negros, los mischlinge (mestizos)”.

¿Cómo surge la idea de contar esta historia? O para decirlo de otro modo, ¿por qué crees que esta historia te escogió a ti para contarla?

Cuando comencé mis estudios secundarios, mi mamá me envió a una escuela donde en vez de inglés, se estudiaba ruso. Entonces mi abuela decidió enviarme a clases particulares de inglés porque, según ella, “el ruso no me iba a servir para nada”. En nuestra cuadra, en el Vedado, vivía un viejo alemán —alto, blanco en canas, con los ojos azules—, a quienes los niños llamábamos “el nazi”. Mi abuela, que lo ayudaba con los mandados en la bodega, le pagaba 25 pesos por clase, lo que era una pequeña fortuna en la época. “El nazi”, terminó siendo un judío alemán que había llegado a La Habana en 1939.

Siento que todos los cubanos tenemos una deuda, al menos como nación, con los refugiados judíos del Saint Louis.

¿Cuánto te tomó escribir la novela? ¿Y cómo haces para hallar tiempo, teniendo una demandante vida profesional como director editorial de People en Español, padre de tres lindos niños, personalidad pública…?

La niña alemana tuvo varias etapas. Por ejemplo, el capítulo del día en que el padre de Anna, en Nueva York, salió un martes de septiembre al Downtown y nunca regresó, lo escribí un par de años después de la caída de las torres gemelas.

El último capítulo, de Hannah anciana caminano para Paseo, en La Habana, también tiene varios años.

Esta novela se fue gestando desde hace más de una década. Ya tenía la historia, la idea de pérdida, de desarraigo, la intolerancia innata en el ser humano, el miedo al que es diferente, la necesidad o la obligación social de que todos debemos pensar igual, eran ideas recurrentes de las que escribía. Hasta que no tuve la estructura bien concebida, que eso fue un trabajo de meses, no puedo decir que escribía a tiempo completo.

Así que con la estructura bien sólida, le presenté un manuscrito de menos de cien páginas a Johanna Castillo, mi editora en Atria/Simon&Schuster y al otro día me estaba obligando a firmar un contrato. Con el deadline en mano —y yo soy periodista, jamás he incumplido un deadline— escribí incansablemente por todo un año. La niña alemana tuvo cerca de 18 drafts. Y te digo, si no es que me la quitan de la mano y se va a imprenta, aún estuviera añadiendo o quitando algo a la historia.

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Escogiste una voz narrativa que te permite moverte con comodidad entre los géneros. Puede ser una novela juvenil, sin dejar de ser primordialmente una novela para adultos, e incluso inscribirse tangencialmente dentro de la nueva novela histórica. ¿Fue esa afortunada ambigüedad premeditada?

Desde que comencé a escribir La niña alemana, tenía muy bien definida la voz de la novela. Quería que se enmarcara en el ámbito del género histórico —soy fan de las novelas históricas—, pero tengo una hija que va a cumplir 11 años y ella fue una gran influencia. Emma, mi hija, le dio voz a Hannah y a Anna, de alguna manera, creo yo. Muchas de las salidas de los dos personajes son de mis tres hijos. Recuerdo que cuando empecé a escribir, Hannah iba a cumplir 8 años. La edad del personaje iba creciendo mientras escribía, a la par que mi hija crecía. Por eso terminó con 11 que va a cumplir 12. Cuando la novela fue traducida al inglés, mi hija Emma la leyó en tres días. Ella puede explicar los detalles, la leyó con profundidad. Hay escenas de cierta violencia, que son intensas, dramáticas, a las que uno no debe exponer un niño. Pero con mis tres hijos yo hablo del holocausto, de lo que sucede en Siria, de las tragedias de la sobredosis de drogas, tal vez sin entrar en muchos detalles. No quiero que mis hijos vivan en una urna de cristal. Sé que la editorial no está promocionando el libro como una novela juvenil, pero creo que los jóvenes pueden leerla perfectamente.

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Cubierta de ‘La Niña Alemana’, del escritor cubanoamericano Armando Lucas Correa.

“La niña alemana” está basada en sucesos reales, pero ¿es la trama fiel a ciertos testimonios biográficos, o se desarrolla fundamentalmente dentro del territorio de la ficción?

La niña alemana es una novela histórica. El eje es el Saint Louis, pero es una novela de ficción. Intenté reproducir lo mejor que pude la travesía del barco. Fui fiel a las comidas, a la música que se escuchaba en el barco, a los cables, a los titulares de la prensa, a las resoluciones de la Gaceta de Cuba.  No quiero revelar la historia, pero en en realidad, en el barco, solo hubo un intento de suicidio. El hombre se cortó las venas, se lanzó al mar y terminó en el hospital Calixto García. Cuando se curó lo devolvieron a Europa, con su familia. Esa anécdota yo no la uso. Los dos suicidios que ocurren en el barco son invención mía.

Durante el proceso de documentación te entrevistaste con varios sobrevivientes. ¿Cuál de estas historias es la que más te conmovió? ¿Quieres compartir alguna anécdota?

Mi proceso de investigación fue un poco diferente. Decidí viajar, visitar los lugares donde se desarrolla la historia cuando terminé y entregué el manuscrito a mi editora. Por supuesto que leí miles de documentos relacionados con el Saint Louis, muchos de ellos conservados en el Memorial Holocaust Museum de Washington, D.C., adquirí y leí todos los libros escritos sobre el Saint Louis. Compré postales originales, las monedas y billetes de la época, las revistas, incluso el diario del capitán publicado en 1949 y firmado por él. No o fue hasta que terminé el libro que entrevisté a los niños sobrevivientes. Quería que La niña alemana fuera mi visión de la historia. Sabía que cuando conversara con los sobrevivientes, mi mente no iba a parar e iba a querer cambiar la trama, darle vuelas por caminos diferentes.

Cuando fui a casa de Judith Steel —su apellido de niña es Koepple—, en Kew Gardens, Nueva York, el mundo se me vino abajo. Quería hacer otra novela. Ella tenía catorce meses cuando viajó con sus padres y abuelo en el Saint Louis. Fue de los que reubicaron, en Francia. Cuando Alemania invadió el país galo, fueron trasladados a un campo de concentración provisional, hasta que fueron enviados a Auschwitz. Antes de ir a Auschwitz, el padre logró salir del campo y en medio del bosque, se la entregó a un francés para salvarla. Sus padres murieron en la cámara de gas. Creció con la familia francesa, su madre ahora era la francesa y después de la liberación, apareció un tío en Nueva York que la reclamó. Judith volvió a sufrir la pérdida. Hasta el día de hoy, ella vive con ese sentimiento de abandono.

Luego, en el último aniversario del Saint Louis, se me ocurre publicar una foto del barco en Facebook. Una amiga, que vive en México y que conocí en Cuba en la década del 80, me dice que sus padres iban en ese barco y que creía que sus abuelos y tíos también. Me comuniqué con ella, le pedí los apellidos y encontré a cada uno de sus familiares en el manifiesto del barco. Su madre, Ana María Gordon —Karman era su apellido de niña—, vive ahora en Toronto, Canadá. Tomé un vuelo la semana siguiente y allí estaba en la sala de la casa de Ana María, revisando los documentos que su padre conservó: el permiso de entrada en Cuba, la visa, los pasajes e incluso, el ticket de las maletas. Los Karmans, cuando Cuba les negó la entrada, fueron ubicados en Holanda. De ahí fueron enviados a los campos de concentración y después de la liberación Ana María y su familia terminaron en México. Por eso le digo, que ella es la mexicana del Saint Louis.

Hace poco la secretaria de Goebbels explicaba que “todo el país parecía estar bajo un hechizo” durante el nazismo, lo que Hanna Arendt llamo “banalidad del mal” y que en tu novela captas bien; pero más interesante aún, y menos trillado, es el desconcierto de muchos, que se sentían más alemanes que judíos, como la familia Strauss Rosenthal. ¿Qué proceso seguiste para la reconstrucción de época?

La novela está conectada todo el tiempo con la “banalidad del mal”, a la que se refería Hannah Arendt. Es banal decir, también, que Alemania estaba bajo el hechizo de los nazis como recientemente aseguró la secretaria de Goebbles. Para los alemanes, durante el nazismo, los judíos, los gitanos, los “mischlinge”, no eran seres humanos. Frente a sus ojos, les destruyeron los negocios, les quemaron las sinagogas, hicieron el famoso camino de la muerte y a nadie le importó porque los veían inferiores. ¿Qué se dejaron lavar el cerebro? Puede ser. Es el miedo al otro, el miedo al diferente. Los alemanes fueron víctimas de la obsesión prusiana por la unidad, por la perfección.

Muchos judíos en alemania podían pasar por arios. Ahí comenzaron las denuncias de los vecinos. Algunos, por parecer arios y tener grandes fortunas, se sintieron intocables, esperaron hasta el último momento para conseguir visas hasta que, para muchos, fue realmente tarde. Esa es en parte, la esencia de la familia Rosenthal, en particular, la rama de los Strauss.

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Durante el proceso de escribir, me convierto en un lector voraz. Lo peor es que todo lo que leo, debo adquirirlo. Muchos de estos libros son a veces difíciles de conseguir, pero eso es parte del reto. Había visitado Berlín en 1988 y recorrí entonces las calles del otrora barrio judío. Leí libros sobre la época dorada de Berlín, busqué mapas antiguos, reconstruí caminos, medí el tiempo de una calle a otra. En fin, la primera parte de la novela fue una de las que más disfruté.

Muchos lectores se quedarán con deseos de leer la historia de Louis, el padre de Anna, un personaje misterioso, que pasa como una sombra por sobre toda la novela. ¿Tienes planes de continuar la saga?

Los hombres de mi novela son como fantasmas. Eres el primero que me menciona a Louis, el padre de Anna, pero para mí es uno de mis favoritos. Su perfil es diferente según quién lo cuente. Para Anna, una niña de 11 años, el recuerdo que tiene de su padre, es la imagen borrosa de una foto que conserva en su mesita de noche. Para ella, es un héroe, es Robinson Crusoe. Para la tía Hannah, anciana, Louis es aún un niño, al que le canta una canción de cuna entre los escombros de las torres gemelas. Para Ida, su esposa, es un galán, tímido, callado, que se emociona en el cine ante una imagen de El jardín de los Finzi-Continis.

Sí, viene una saga, pero no creo que Louis reaparezca.

Estamos en las oficinas de People En Español conversando con su director Armando Lucas Correa sobre su novela 'La Niña…

Posted by El Diario Nueva York on Wednesday, October 19, 2016

En la primera novela de ficción siempre los autores necesitan tener algunos referentes a mano: ¿Qué autores están en tu horizonte como escritor y de cuales te sientes estéticamente cercano o en deuda cuando escribes?

Soy muy selectivo en mis lecturas, pero cuando estoy escribiendo leo desaforadamente. Primero, lo relacionado con la investigación, luego, novelas de ficción que no tienen nada que ver con lo que estoy trabajando. Recuerdo que cuando estaba escribiendo En busca de Emma, me obsesioné con Joan Didion, principalmente con la que es su obra maestra para mí: The Year of the Magical Thinking. Leía un libro sobre la muerte, para escribir el de Emma, que es sobre la vida, cómo crear una familia.

Tuve, como disciplina, mientras escribía La niña alemana, de leer solo en español, mientras pudiera. Por lo menos los libros que no tenían que ver con la investigación. Intentaba mantener mi lenguaje lo más limpio y pulcro posible, sin las influencias cotidianas del inglés. Mi obsesión entonces fue el escritor noruego Karl Ove Knausgard y sus varios tomos de My Struggle. Como quería leerlo en español, era más lento el proceso de salida de los libros. A mí me gusta leer en paralelo con alguien. En este caso lo hice con Néstor Díaz de Villegas. Recuerdo que los dos leímos La muerte del padre, Un hombre enamorado y La isla de la infancia con una casi obsesión enfermiza. Kanausgard dice que escribir My Struggler fue terapéutico para él. Para mí, leerlo, fue una terapia.

Ya se me pasó la obesión. Ahora lo veo con otros ojos, pero esa es otra historia.

Mientras escribía retomé Dubliners, de James Joyce —había cierta cadencia que necesitaba—, Robinson Crusoe, por la conexión con Anna; El libro de un hombre solo, de Gao Xingjian, por la Revolución Cultural… También leí El último encuentro, de Sándor Márai. Esto es por placer y en español. Como parte de la investigación leí todo lo que se ha escrito sobre el Saint Louis. Todo.

¿Cuál es el elogio más grande que has recibido sobre La Niña Alemana?

El elogio más grande lo he recibido de los sobrevivientes del Saint Louis. Lloré con cada uno de ellos: Eva, una de las “niñas” me dijo que leer el libro le permitió imaginarse cómo hubiera sido su vida si la hubiesen dejado desembarcar; o Judith, que se identificaba con Hannah, y que la relación de Hannah y Leo la dejó con el corazón roto o Ana María que señaló que mi libro hace revivir la compasión con los refugiados.

Por supuesto que estoy más que agradecido con la acogida que el libro ha tenido con escritores que admiro como Thomas Keneally, el autor de La lista de Shindler, o con Adriana Trigiani, o Zoé Valdés, o Isabel Allende. A todos ellos mis respetos. Mi editora va a publicar, en la contraportada del libro, algunas de esas citas.

¿Y la crítica más severa?

La crítica más severa la recibí de un lector en Goodreads. Algunos reciben copias del libro, antes de que se publiquen. La mayoría fueron favorables, pero uno escribió que comenzó a leerlo, pero se dio cuenta que ese libro no era para él. Me rompió el corazón. Aún no estoy preparado para las críticas. Pero ya me iré acostumbrado.

Y alguien publicó en Publishers Weekly que en el libro era notable la falta de detalles concernientes a la cultura judía. Fue como me tiraran un jarro de agua fría.  No es por justificarme, pero la novela está narrada en primera persona. Es la voz de una niña de 11 años a punto de cumplir 12. Ella se niega a decir “la palabra que empieza con J”, llama a los nazi Ogros, tienen que esconder, durante sus días en Berlín, todo lo que tenga que ver con la cultura judía para sobrevivir y cuando llegan a Cuba, tratan de borrar cualquier tradición que los identifique con su cultura. Incluso, Alma, la madre, escoge como cementerio de los Rosenthals, el Cristobal Colón, en el centro de La Habana y no el de los judíos, en Guanabacoa. Lo hice con toda intención. Pero bueno, La niña alemana no es para todos.

 ¿Hubo alguna crítica al manuscrito que te haya obligado a reescribir o modificarla?

Cuando iba como por la versión 15 del manuscrito, lo di a leer a algunos en mi familia y a varios amigos. No quería críticos, ni expertos, ni nadie con bagaje cultural. Ese fue una especie de focus group. Quería lectoras, en específico. Recuerdo que una amiga, María, que me dijo que leyó todo el libro entre lágrimas, no podía entender porque había sido tan cruel con Hannah y no le había permitido enamorarse en sus años de estudiante en La Habana. Que ella tenía el derecho, me insistía. Y al final mi amiga tenía razón. Yo ya tenía un personaje que quería que entrara en la historia, para darle un poco más de color a la época de las manifestaciones en la Univiersidad de La Habana. Pensé que lo iba a atar a Gustav, pero terminó enlazado con Hannah para beneplácito de mi amiga.

La segunda, fue Mirta, la mamá de otra amiga, que es una lectora voraz. Ella me dijo que se leyó todo el libro con la ilusión de que, al final, Hannah se iba a reencontrar con Leo. Que ella se daba cuenta que en mi novela todo el mundo perdía a alguien, pero que si Leo hubiese aparecido al final, los lectores me lo iban a agradecer. Mirta fue muy sutil con su comentario.

Lo que hice fue retomar unas escenas que había cortado donde Hannah —y aquí estoy revelando parte de la historia—, en sus momentos finales, abre la pequeña caja azul añil junto a Leo, el amor de su niñez, aunque esa escena dure unos segundos y es solo parte de su imaginación.

¿Qué historia estás cocinando en estos momentos?

Desde el principio yo sabía que La niña alemana iba a ser parte de una trilogía. Cuando entregué el manuscrito viajé a Berlín, me monté en un barco a la misma hora y el mismo mes en que el Saint Louis zarpó, 75 años más tarde, desde Hamburgo; visité Auschwitz y entrevisté a los niños reales del Saint Louis, hoy con más de 80 y 90 años; entonces mi cerebro comenzó a trabajar las dos próximas novelas.

Ya las tengo más claras en mi mente. La niña alemana es sobre los refugiados que les permitieron desembarcar en La Habana. El segundo libro, que tiene como título provisional El silencio entre nosotros (The Silence Between Us) y debe salir en el otoño del 2018, es sobre los que desembarcaron en Francia y el tercero, Los olvidados (The Forgotten) y que saldrá en el otoño del 2020, sobre los que no les permitieron comprar pasajes en el Saint Louis: los negros, los mischilings.

El Saint Louis en los siguientes libros es una simple referencia. El segundo se desarrolla entre un pueblo al sur de Francia, Berlín y Nueva York. El tercero es en Berlín, Nueva York y aquí regreso a La Habana.

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