De mi divorcio, mi dolor y mi arrepentimiento

Volvió a mirar el nombre de su esposa grabado en la cara interna. Se le iluminó la cara al recordarla. Nuevamente se puso a llorar como un niño

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Salió a caminar con la esperanza de despejarse. Sentía una opresión en el pecho que le dificultaba respirar. Estaba en carne viva, apenas capaz de contener las lágrimas. Era tal la angustia reprimida y apretujada que Damián ni podía identificar bien a qué se debía. Tantos problemas juntos y todos tan grandes. No podía más.

Cinco meses atrás se había ido de su casa con un bolso. Atrás quedaban su esposa, sus hijos y su lujoso apartamento. Solo un bolso con su ropa, su Ipod con bocinas y tres libros. Como si con eso bastara para sobrevivir emocionalmente. ¿Servirían su música y esos tres textos favoritos para tener alguna sensación de continuidad en su vida? ¿O era su desesperación por agarrar algo de valor en medio del naufragio? El tsunami parecía haberse llevado todo lo importante.

El catalizador de la catástrofe no había sido otra cosa que un amor prohibido. En su rigidez, Damián nunca imaginó que algo así podía pasarle; eso le pasaba a los débiles, los sentimentales, los inmorales. Y resultaba que ahora él tenía que atravesar su propia Troya. La devastación desencadenada por un romance.

Bastaron pocos mensajes de texto para que Damián tuviera la íntima convicción de que con esa mujer se le quemarían todos los papeles. ¿Qué pretende la vida cuando nos parte con un rayo de ese tipo?

Pese a todo, decidió defender su matrimonio y familia con dientes y uñas. Terapia solo, de pareja, retiros, viajes a solas con su mujer, conversaciones con amigos, y todas esas cosas que se hacen para torcer un destino grabado a fuego.

Las personas intentan todo sintiendo que no podrán cambiar nada. La voluntad queda relegada al triste papel de un acting. Una simulación de que se está haciendo lo que hay que hacer, pero sabiendo que el corazón ya decidió. Después de dos años de pelearla y al igual que Troya, su vida fue arrasada y no tuvo más remedio que armar su bolsito.

Como otra jugada macabra del destino, a los dos meses de haberse ido de su casa, a su hermana le encontraron un cáncer con metástasis por todos lados. Damián que no podía con su propia vida, tuvo que sostener al resto de su familia. ¿Por qué la vida se podía ensañar tanto con una persona?

Ni siquiera se permitía hacerse esa pregunta, porque al ver el drama de su hermana con dos hijos chicos y pocos meses de vida por delante, se sentía un frívolo al quejarse por una simple separación. ¿Pero acaso el gran dolor de los demás tornaba menos dolorosa su propia realidad?

Cuando cruzó la puerta de su casa no tenía ni idea de cómo seguiría su vida. No se estaba yendo para convivir con su amor platónico sino por la simple razón que la convivencia con su esposa ya no era posible. Inundado por emociones de todo tipo, no sabía si volvería. El horizonte de visibilidad de su vida era de apenas un día. Anheló poder conducir sus emociones, para que su vida recuperara un cauce normal.

En su contradicción, Damián decidió no sacarse el anillo de casado, como una forma de resistencia. Aunque se hubiera ido de su casa, sentía que el anillo lo mantenía unido a su mujer. ¿El peso del sacramento? ¿La tradición? Fuera por lo que fuese, era el último bastión y él no estaba dispuesto a cederlo así porque sí.

Se moría de ganas de estar con su nuevo amor y gritarlo a los cuatro vientos. Paralelamente, sufría por haber abandonado a su mujer y sentir que se autoexpulsaba del paraíso de su hogar, en donde estaban sus cuatro angelitos. ¿Por qué la vida hacía estas cosas?

No había mucho lugar para esta pregunta porque todo el escenario lo ocupaba la situación de su hermana. Damián, que no podía consigo mismo, decidió traer a sus dos sobrinos al pequeño departamento que alquilaba. Nadie los podía cuidar, por lo que aún sintiéndose morir, se hizo cargo de los pequeños.

Los meses pasaban y él dudaba entre sacarse el anillo o no hacerlo. Por un lado percibía que no había vuelta atrás. Por el otro, se negaba a entregarse. Algunos amigos se reían. No entendían que no se lo hubiera sacado el primer día habilitando nuevamente el permiso de caza. Nada más lejano a él, que no deseaba salir con otras mujeres, sino que se dirimía entre entregarse o seguir peleando.

Después de caminar dos horas, vislumbró una iglesia. Atraído por algo inexplicable, decidió entrar. Sonaba el Ave Maria, y pese al frío y a la poca luz, se sintió contenido.

Intentó rezar un Padrenuestro, pero no estaba para eso. Como pudo, le pidió ayuda a Dios para que si existía, le trajera un poco de paz. Sin ninguna intencionalidad, se sacó el anillo para observarlo. En la cara interna estaba grabado el nombre de su esposa y la fecha del casamiento. La emoción empezaba a crecer y se dio cuenta que estaba caminando por una cornisa.

Recordó su boda y las lágrimas brotaron como un manantial. Raudas imágenes pasaban por su mente. Cuando se había enamorado de ella, la primera vez que se amaron, el primer viaje juntos, cuando se fueron a convivir, la fiesta de casamiento que había sido el día más feliz de sus vidas. Llorando a mares, se preguntó a dónde había ido a parar todo eso. ¿Por qué justo a él le ocurría algo así?

Sentado en un banco de aquella iglesia, era incapaz de comprender que lo que le pasaba no era una tragedia. Solo algo bastante común que tenían que atravesar más de la mitad de los seres humanos.

Miraba el anillo, recordaba imágenes y lloraba. La angustia que le oprimía el pecho y su respiración entrecortada parecían no terminar nunca, ni drenar con litros de lágrimas.

El llanto fue disminuyendo aunque no se detuvo. Damián recuperó algo de paz. Las lágrimas seguían deslizándose por sus mejillas, pero la angustia apretaba menos. La conciencia de que no podría volver a ponerse el anillo, le erizó todos los pelos de su piel. Registró que aquello más que una decisión era aceptar la realidad. La sagrada verdad interior.

Volvió a mirar el nombre de su esposa grabado en la cara interna. Se le iluminó la cara al recordarla. Nuevamente se puso a llorar como un niño. Se quedó unos minutos más sosteniendo el anillo con sus dedos. Como si se negara a rendirse. Como si velara a aquél gran amor de su vida. Después de un largo suspiro no tuvo más remedio que aceptar la pérdida.

Se lo acercó a la boca y le dio un beso. Luego varios, y de nuevo se le nubló la vista. ¿No se terminarían nunca las lágrimas?

Después de unos minutos atemporales, le dio un largo beso final, lo guardó en su bolsillo, se paró y salió caminando despacio.

Mientras regresaba a su casa para cuidar a sus sobrinos, estaba en paz. Más que enojarse con la realidad porque su matrimonio se hubiera terminado, agradeció que hubiera ocurrido.

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