Prince, a un año de su partida
A un año de su muerte, el artista de Minneapolis sigue conmoviendo
La información dura dice que Prince Rogers Nelson nació el 7 de junio de 1958 en Minneapolis, murió el 21 de abril de 2016 en Chanhassen, y que entre 1983 y 2015 publicó la nada envidiable cantidad de treinta y nueve álbumes, con quince singles que fueron número uno en todo el mundo. Otros ocho discos alcanzaron la cima de los charts al unísono en todas las latitudes del globo. Pero quien quiera ir un poco más allá y no aferrarse a la data rígida, encontrará que la cultura moderna tuvo entre sus filas a lo largo de 57 años a uno de los artistas más completos, rigurosos, exigentes e inconformistas con su propia obra y con la música popular moderna.
Es difícil, cuando no imposible, pensar a Prince en relación a otros artistas de su misma camada o estilo, básicamente porque no existe un solo punto de comparación al cual aferrarse para abarcar a su figura. En su diminuta figura era posible encontrar el funk más lascivo de James Brown, un guitar hero que nada tenía que envidiarle a Jimi Hendrix, y también un rupturista dispuesto a quebrar fronteras y estructuras de la misma manera en que Miles Davis lo hizo con el jazz. Todo esto, enmarcado en un viaje que partió desde la nada hacia la cima de la cultura pop y, una vez allí, decidió crear su universo propio en donde el rock, el funk, el soul y el R&B eran capaces de tutearse sin pedirse demasiadas explicaciones.
A lo largo de una discografía amplia y variopinta (y, vale aclararlo, con resultados tan brillantes como erráticos), Prince convirtió a la pulsión sexual en el motor creativo de su carrera. Si en los comienzos del rock, el desenfreno hormonal era visto por algunos detractores como el camino hacia el infierno, el músico de Minneapolis se encargó de pavimentar esa ruta, ampliar su cantidad de carriles y convertirla en una autopista. Lo que en un comienzo fue una fijación y un objetivo irresistible, con el pasar de los años terminó tornándose un tópico recurrente y abordable desde cualquier ángulo (el placer y el deseo, pero también la culpa) en todo formato que le sentase cómodo.
A pesar de que su carrera comenzó a fines de los años 70, Prince encontró su apogeo en la década siguiente de la mano de una serie de álbumes incuestionables, (1999, Purple Rain, Around the World in a Day, Sign O’ the Times, Lovesexy) que lo llevaron a integrar una Santísima Trinidad junto a Madonna y Michael Jackson. Pero si hay que aferrarse a los tìtulos monárquicos, mientras sus dos colegas hacìan esfuerzos por renovar las credenciales de Reina y Rey del Pop respectivamente, él optó por quedar un escalón por fuera de esa contienda, fiel a su mote de príncipe. Mientras ellos iban por la perfección de una fórmula, Prince construyó una carrera en torno al ensayo y error, con el estudio de grabación como escenario principal.
Si bien sus presentaciones en vivo eran calculadas al milímetro, Prince entendió con el pasar de los años que eran sus álbumes los que podían dar una visión más completa de todo lo que tenía en mente. Si al momento de presentarse ante miles de espectadores podía dar gala de sus dotes como guitarrista, cantante y entertainer, dentro el estudio podía permitirse demostrar todas sus aptitudes como multiinstrumentista, compositor, arreglador y productor. Tal era su catarsis compositiva que tuvo que crear varios alias y bandas ficticias para poder sortear los límites de los contratos discográficos a los que se sentía atado y poder publicar todos los álbumes que sintiese necesarios, aun si no llevasen su nombre en la portada. Su relación con la industria fue tan tirante que, al menos mientras estuvo vivo, entabló más de una guerra contra los cambios de tecnologías y formatos que él consideraba pasajeros y poco redituables.
Esa mentalidad de pionero que lo llevó a ser uno de los primeros artistas en comerciar discos exclusivamente a través de su página web en los 90 fue la misma que lo llevó a perseguir y eliminar todo contenido que llevase su nombre y/o su figura cuando el streaming comenzó a pisarle los talones al formato físico. A pesar de que las tendencias parecían indicar una migración en el consumo de bienes culturales, Prince decidió mantener la misma política durante toda su carrera, lo que en algunos casos llegó a traducirse en dos o tres álbumes por año con las cifras de ventas repartidas y, vale decir, también algo ralas. Los resultados en los charts parecían no importarle: sobre todo en los últimos finales de su carrera, Prince estaba más concentrado en hacer que en vender.
Esa misma fijación en no detener su motor creativo fue la que, según sus allegados, se cobró su vida. En la mañana del 21 de abril del 2016, una llamada hecha desde Paisley Park, su mansión-estudio (el Xanadu del músico moderno), solicitó una ambulancia después de que se encontrase al músico desvanecido en uno de los ascensores del lugar. Una autopsia posterior encontró en su cuerpo varios rastros de fentanilo, un narcótico opioide de efectos superiores a la morfina, en un incidente en el que todavía sigue siendo un misterio si se trató solo de la adicción a una droga poderosa, o una sobredosis no intencional de un analgésico diseñado para mitigar dolores de padecimiento extremo.
En los casi cuarenta años en los que estuvo activo en la industria, Prince cosechó un séquito de seguidores y artistas que construyeron su propia carrera tomándolo como punto de partida y referencia innegable. Su influencia está presente en un abanico que va desde Beyoncé, Lenny Kravitz y Justin Timberlake a D’Angelo, Frank Ocean y Rihanna, pasando por Beck, The Weeknd, Pharrell Williams y Janelle Monáe. Todos ellos mantienen, en menor o mayor medida, una serie de reminiscencias que hacen saber que su legado sigue siendo vigente, aunque ninguno de ellos pudo estar jamás de alcanzar su nivel de exigencia. Se suele utilizar el lugar común de hablar de la pérdida de “un grande” cada vez que muere una figura de peso en la industria. En algunas excepciones, el mote se queda corto. Esta sería una de ellas.