Hemos avanzado mucho y poco desde los disturbios de 1992

Una mirada personal a esos días de tensión y violencia tras el veredicto en el caso de Rodney King.

El 29 de abril de 1992, a la hora en que se iniciaron los disturbios que devastarían a Los Angeles durante cinco días, yo estaba cubriendo para La Opinión una protesta frente al edificio de Parker Center, cuartel general del Departamento de Policía de Los Angeles (LAPD) en el centro de la ciudad.

Cuando los manifestantes tiraron la caseta del guardia, le prendieron fuego y se lanzaron contra una pared de policías anti motines, supe que esta no iba a ser una protesta cualquiera.

Los antimotines emergieron del interior del viejo Parker Center, en momentos en que el controvertido jefe de policía Daryl Gates no estaba precisamente en su centro de operaciones dirigiendo la situación, sino en a muchas millas de distancia en un evento de ricachones, recabando fondos en Brentwood. No era la primera, pero sí sería una de las últimas veces que la arrogancia de Gates estuviera en primer plano.

Gates era un jefe al estilo Trump: populista, reaccionario, crudo y sin preocupaciones de “corrección política”. Más de una vez fui a cubrir alguna de sus ruedas de prensa y salía en shock, sin palabras, por su estilo abrasivo que pretendía culpar a todo el mundo -especialmente a los medios- por los problemas de la ciudad y los que sus propios agentes, dados a la violencia excesiva, terminaban creando.

Unas horas antes de ese incidente en Parker Center, un jurado en Simi Valley había exonerado a cuatro policías de LAPD que apenas un año antes habían dado más de 50 macanazos al conductor Rodney King. Todo esto ocurrió antes del internet, los teléfonos celulares y las grabaciones en todos lados, pero un videógrafo aficionado había tomado imágenes de la golpiza y la había entregado a KTLA Canal 5.

Después de filtradas esas imágenes, la ira reprimida por años de parte de las comunidades pobres y afroamericanas de la ciudad comenzaron a hervir por debajo de la superficie. Hacía también un año, una joven negra, Latasha Harlins, había sido asesinada de un tiro en la cabeza por una comerciante coreana que creyó que le estaba robando.

Las oficinas de La Opinion estaban en la calle 5ta en frente a Pershing Square, pero yo cubría el cabildo de la ciudad y allí estaba mi carro, en el garage subterráneo, a dos cuadras de Parker Center.

Cuando la manifestación frente al departamento policial comenzó a calentarse, y los anti motines avanzaron hacia nosotros,  retrocedí tomando algunas notas grabadas de lo que veía, y finalmente corrí a rescatar mi vehículo, ante el inminente cierre de todos los edificios públicos que rodeaban la protesta.

En el otro extremo de la ciudad, en el Centro sur de Los Angeles, se estaban desarrollando los acontecimientos -cubiertos por otros reporteros y fotoreporteros de La Opinion- que darían paso a disturbios generalizados.

Esa ciudad de Los Angeles, tan dividida en líneas raciales, sacudida por la delincuencia y la guerra entre pandillas (Bloods, Crips)  pero también llena de piscinas, palmeras transplantadas y promesas fue a la que yo llegué unos pocos años antes en 1986 proveniente de Venezuela.

Cuando inmigré, noté que muy poco de lo que veía en la realidad se parecía a la imagen que teníamos en América Latina de Los Angeles. Todo lo que sabíamos los que nunca habíamos venido al norte, era lo que nos llegaba a las pantallas grandes y chicas por medio del cine y la televisión.

Nos parecía que esta era, a diferencia de Nueva York, una ciudad de Los Angeles homogénea, donde todo el mundo se parecía a las chicas de “Three´s Company” o a los guapos de “Melrose Place”, donde todo el mundo andaba en bicicleta por la playa y lo pasaba bien.

Pero en realidad, Los Angeles era una olla de presión que poco a poco se llenaba más de aire y terminaría por explotar.

La pobreza y el racismo de ciertas partes y sectores humanos de la ciudad eran la razón de fondo y a pesar de que un negro, Tom Bradley, era el alcalde de la ciudad, los gobiernos a diversos niveles seguían siendo dominados por conservadores anglos, muchos de los cuales tenían poco uso para los afroamericanos y pocas ganas de dar paso a los ciudadanos mexicoamericanos y a los nuevos inmigrantes hispanos que llegaron en esos años.

Pete Wilson era gobernador de California, aunque aún no había desatado la furia anti inmigrante que catalizaría tantas cosas apenas dos años después de los disturbios. Era apenas un republicano moderado, en aquel entonces. California era también un estado políticamente republicano, de arriba a abajo.

Volviendo a los disturbios que comenzaron ese 29 de abril, la mecha se regó por todas partes los saqueos ocurrieron mucho más allá del centro sur. Recuerdo una tienda Radio Shack en Silverlake -que entonces era mucho menos pudiente que ahora- donde un grupo de jóvenes arrancó la reja y se llevó televisores, radios, equipos de sonido y todo lo que pudieron encontrar.

En esos días, varios reporteros y fotógrafos de La Opinion recorrimos la ciudad haciendo crónicas y, en algunos casos, escapando de los golpes. Mi entonces compañera reportera Maribel Hastings y yo eramos vecinas y una noche escapamos por un pelo de que destruyeran nuestros vehículos a batazos, simplemente porque pasábamos por una calle donde el ánimo estaba muy caldeado, camino a casa.

En Pico Union, el concejal Mike Hernandez pidió ayuda para proteger a la comunidad, mucha de la cual estaba formada por recién llegados refugiados centroamericanos de las guerras de El Salvador y Guatemala. Terminaron mandándole a “la migra” y muchos inmigrantes inocentes fueron entregados a las autoridades.

A raíz de los “riots”, las cosas comenzaron a cambiar en Los Angeles. Daryl Gates renunció, hubo otro juicio -federal- y dos de los cuatro agentes del caso Rodney King fueron encarcelados.

Me tocó cubrir ese juicio durante cuatro largos meses. El día de ese segundo veredicto la ciudad estaba en alerta, pero a pesar de que dos de los policías fueron exonerados de cargos por violacion a los derechos civiles, Los Angeles se mantuvo en tensa calma. King recibió luego una compensación económica en un juicio civil.

La tremenda inmigración latina de los años ochenta y noventa a LA y otros rincones de California, así como la arenga anti inmigrante del gobernador Wilson en 1994 para ganar la reelección, hizo que los cambios políticos se profundizaran y California llegara a ser lo que es hoy: un estado progresista, dominado por políticos latinos, pero las desigualdades y los abusos policiales persisten, aunque el LAPD de hoy dista mucho de ser el que fue.

Veinticinco años después, Estados Unidos está de nuevo viviendo momentos tensos entre grupos raciales y nacionales y es gobernada por un nacionalista que ha hecho de los inmigrantes latinos los enemigos principales de este país.

No es fácil mirar atrás y ver que, a pesar de California, hemos progresado tan poco.

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