El impacto que me causó ver tantas personas sin techo en Los Ángeles
En su despedida de Los Ángeles la periodista de BBC News Mundo Beatriz Díez comenta qué es lo que más le ha impresionado
“¡Saluda a Angelina Jolie de mi parte!”.
Más de una persona hizo un comentario de este estilo cuando anuncié que me trasladaba de Miami a Los Ángeles para ser corresponsal de BBC Mundo durante dos años.
La asociación directa que se hace entre Los Ángeles y el glamour de Hollywood es prácticamente inevitable.
Y no es una visión errónea. Es verdad que la industria del cine y el entretenimiento tiene aquí su principal núcleo.
Pero se queda corta.
Ahora que llega el final de mi estancia en esta enorme ciudad, les quiero compartir cómo he vivido el fenómeno que más me ha impresionado en estos dos años y algunos meses: la cantidad de personas sin techo que habitan sus calles y el contraste tan fuerte con el lujo que se ve aquí.
Presencia constante
No es que fuera una sorpresa.
Antes de aterrizar en Los Ángeles ya era consciente de que había mucha gente sin hogar. Con más de 55,000 personas sin techo, es la segunda ciudad de Estados Unidos con más población en esta situación, por detrás de Nueva York.
Además, las impactantes imágenes de Skid Row, el barrio marginal que abarca varias cuadras del centro-sur de la ciudad llenas de tiendas de campaña, llevan circulando mucho tiempo como para ignorarlas.
Pero confieso que no sabía cuál era la magnitud del problema. Lo extendido que está. No distingue entre sexos, grupos raciales o edades. No se limita a un barrio o zonas determinadas. Se ve prácticamente en cada calle.
A lo largo del paseo de las estrellas en Hollywood Boulevard. En el paseo de Santa Mónica. En el barrio de moda, entre hipsters y tiendas dedicadas exclusivamente al cuidado de animales de compañía.
El contraste es muy llamativo, a veces rozando el esperpento, y te pone ante un espejo en el que no te quieres mirar.
Sabes que tú sola no puedes arreglar las cosas, que no puedes ayudarlos a todos -¡menuda arrogancia sería creerlo!-, pero ¿justifica eso no hacer nada y pasar de largo?
Algunos dicen: “Cuidado, están locos, están drogados”; otros señalan: “mira, es joven, tiene brazos y piernas, podría estar trabajando”.
Y no falta la consabida frase: “Ellos quieren estar en la calle, les ofreces plaza en un albergue y te dicen que no”.
Consciente de que es una realidad muy anterior a ti y que seguirá cuando te marches, no sabes bien cómo actuar.
Willy
“Con que me preguntes cómo estoy, me habrás alegrado el día”, me dice Willy, un hombre afroestadounidense que aparenta algo más de 50 años aunque asegura que tiene cuarenta y pocos.
Nos conocemos en el parque McArthur, en el downtown angelino.
El día es soleado y hace calor primaveral, pero él lleva mucha ropa. También una manta y un sombrero. Por los rasgos de la cara intuyo que está bastante delgado.
“Llevo tres años en la calle. Antes trabajaba en un motel en la playa, cerca de San Diego (sur de California)”, cuenta.
“Tuve problemas con el alcohol. Desde joven me ha gustado beber, pero lo solía controlar. Supongo que me hice viejo y mi afición se convirtió en un problema. El cuerpo ya no daba para más”.
Willy me mira con ojos brillantes, habla pausadamente, sin dramas.
Su familia está dispersa, su mamá vive en California pero en el norte. Tiene una hermana en Las Vegas y dos hermanos en la costa este.
Él no quiere preocuparles, no les dice que vive en la calle y por eso no quiere que le tome fotos, aunque en un gesto de confianza promete que me enseñará su tienda de campaña.
La tiene cerca de uno de los puentes que cruza la 101, una de las autopistas más características de Los Ángeles.
“Una mujer blanca”
Antes de coincidir con Willy, estuve caminando por las calles del centro hasta llegar a Skid Row y me detuve frente a Los Angeles Mission, una de las múltiples organizaciones que ofrece refugio, comida y asistencia médica a los sin casa.
A pocos metros, tres hombres hablaban animadamente.
Cuando retomé el rumbo y pasé a su lado, oí que comentaban: “Ya te dije que no iba a entrar, es una mujer blanca”.
No lo tomé como algo ofensivo, el tono no era insultante, pero se me quedó grabado porque me hizo sentir diferente, privilegiada, fuera de lugar… una vez más me vi ante ese maldito espejo.
“Nadie está libre”
Con Willy sin embargo me siento tranquila. Confía en que su situación mejorará pronto, que esto es solo una fase. Me explica que tiene una tarjeta EBT, como de cajero automático, en la que recibe una cantidad mensual con la que compra lo que puede.
Pero añade que tiene que andar con mucho cuidado, porque si se despista se la roban y tiene que pedir dinero, algo que desprecia profundamente.
En estos tres años ha visto de todo, cuenta mientras caminamos hacia su tienda de campaña.
“Sé bien de quién me tengo que cuidar, los identifico solo con verlos caminar o hacer gestos. Pero la mayoría de los que estamos aquí somos buena gente.
“Es la vida la que se nos ha puesto del revés. Nadie está libre de terminar en la calle… tú tampoco“.
Al rato me despido y me voy dándole vueltas a ese pensamiento.
No quiero que se me malinterprete. La ciudad de Los Ángeles no es solo esta problemática y ha sido generosa y muy hospitalaria conmigo.
Me ha enseñado sus avenidas y sus callejones, sus montañas, sus atascos, sus playas y su acento mexicano.
Me ha proporcionado momentos de mucha alegría, me ha permitido conocer sus distintos matices y ahora sé que es un lugar más complejo, menos facilón y con más aristas de las que a veces se presentan.
Y, por supuesto, un lugar al que siempre volveré.
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