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Teatro Popular, Genio y Resistencia de un Pueblo: La Voz de Tite Curet Alonso en Nueva York

Una crónica íntima sobre el legado de Tite Curet Alonso y su reaparición en escena gracias al teatro popular puertorriqueño en Spanish Harlem.

Josean Ortiz en la obra sobre Tite Curet Alonso.

Josean Ortiz en la obra sobre Tite Curet Alonso. Crédito: Ramiro Antonio Sandoval | Cortesía

Hasta hace poco, Tite Curet Alonso era para mí solo un nombre al pie de canciones que alegraron los bares de mi Candelaria, los rincones rumberos de la Macarena —como El Goce Pagano y La Teja Corrida—, o las fiestas calientes del norte en Salsa Camará, Café Libro y la Salomé Pagana.

Canciones bailadas también en salones culturales, discotecas, calles del Barrio y fiestas familiares neoyorquinas. No imaginaba que detrás de esas letras habitaba un poeta profundo, un cronista del alma de su pueblo, cuyo legado trasciende la música y se adentra en la memoria y la resistencia cultural de todo un pueblo.

La revelación me llegó gracias a una invitación al Tato Laviera Theater del Spanish Harlem, a ver una obra teatral modesta, dirigida y actuada por el puertorriqueño —hijo de Loíza—, Josean Ortiz. Basada en el libro “Tite Curet Alonso: Lírica y Canción” de Norma Salazar, la puesta en escena era sencilla, casi austera: una banca de parque, la estatua viviente de un hombre vestido con ropa de guajiro, sombrero incluido, y un pájaro posado detrás. Una imagen simple pero contundente, que evocaba de inmediato las estatuas humanas que pueblan parques urbanos, esas que cobran vida a cambio de una moneda.

De un momento a otro, la estatua fue tomando vida poco a poco y con gestos suaves empezó a contarnos historias. Ya no era de bronce, ni de piedra, tampoco persona inmóvil esperando monedas.

Era Tite Curet Alonso en carne viva, recordándonos dulcemente que detrás de sus letras estaban las voces de millones de Negros y Taínos enfrentados al racismo, al clasismo, y al olvido. Durante hora y media, Josean Ortiz nos guió amorosamente por la vida artística del Tite, mezclando anécdotas, canciones y momentos de dolor y victoria con la naturalidad, cercanía y verdad escénica, que raramente se encuentran en teatros más “sofisticados”.

Fue una buena decisión la puesta en escena limpia, austera, casi pobre —en un sentido Grotowskiano— la que dejó mostrar la sensible desnudez actoral que no se valía de subterfugios ni distracciones formalistas para que fluyera la magia; atribuible quizás, a su propia herencia loiceña.

Entre Puerto Rico y Nueva York

Hijo adoptivo de Loíza, el Tite Curet nació en Guayama, al sur de Puerto Rico, en 1926, región que marcó su destino tanto como su piel oscura. A pesar del desprecio social y racial que sufrió desde niño, o quizá gracias a él, sus letras se convirtieron en testimonios poderosos contra la injusticia, alcanzando gran popularidad.

Fue un hombre dividido entre dos orillas: profundamente ligado a su tierra, Puerto Rico, vivió varios años en Nueva York, incluso trabajó en los años sesenta para este periódico, el mismo que hoy publica estas líneas, entonces conocido como “El Diario – La Prensa”.

Amigo de grandes como Ismael Rivera, Daniel Santos, Tito Rodríguez, entre tantos otros, sus canciones, pese a que fueron prohibidas en algún momento por disputas legales sobre derechos de autor, continuaron sonando en todos los rincones de la América Latina y las comunidades migrantes latinas en Estados Unidos.

Ortiz, al estilo del teatro chicano de Luis Valdez, usó la sencillez como su mayor recurso, demostrando que el teatro popular puede ser profundamente educativo, político y humano.

Esa austeridad escénica, lejos de empobrecer la obra, la enriquecía, permitiéndonos centrar la atención en lo esencial: las historias, los sentimientos, la lucha de un todo-hombre/pueblo por conservar su identidad.

A través de canciones icónicas como “Periódico de Ayer”, “Las Caras Lindas”, “La Tirana”, “La Perla”, “Juanito Alimaña” y “La Abolición”, la obra nos recordó que cada canción, más que un simple éxito musical, era un sentido himno de emancipación, de dignidad y memoria, de memoria histórica, herramientas para combatir la marginación y preservar la identidad colectiva frente al olvido y la discriminación.

Aquella noche, la estatua viviente del Tite Curet Alonso, oscura y patinada, se convirtió en un lienzo en blanco sobre el cual cada espectador pintó sus propios recuerdos, sus arraigos y sus luchas. Su vida y obra son testimonio vivo de rebeldía serena, de cómo la cultura popular puede —y debe— sostenerse como refugio y dar voz a un pueblo en medio de las adversidades. Especialmente ahora, en este momento histórico donde tantas voces son silenciadas, borradas o desplazadas, su ejemplo nos recuerda que la memoria cultural también es una forma de lucha.

La obra teatral, producida por la Fundación Nacional para la Cultura Popular de Puerto Rico, con el apoyo del Thespis Theater de Yonkers y el Tato Laviera Theater, demostró que, en la ciudad del Broadway, de los grandes presupuestos y la ostentación, existe también un espacio digno y necesario para un teatro popular que habla directo al corazón, sin intermediarios, sin adornos.

Salí del teatro sintiendo que había recuperado algo esencial, algo que no daba por perdido hasta ese momento: la voz poderosa y humilde de Tite Curet Alonso, un hombre que desde la sencillez de su banca y la nobleza de sus letras sigue latiendo con fuerza popular, casi 100 años después de su nacimiento, sigue cantando y sigue hablándonos de nosotros mismos.

Como tal vez diría el Tite: mi brother, “Lo tuyo es puro teatro”.

Sobre el autor

Ramiro Antonio Sandoval Marín es dramaturgo, ensayista y director de teatro. Escribe sobre arte, memoria e identidad desde Nueva York, donde integra colectivos culturales y lidera proyectos escénicos y periodísticos con perspectiva latinoamericana.

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