La triste historia de Ignaz Semmelweis, el médico que descubrió que los cirujanos mataban a sus pacientes porque no se lavaban las manos
Históricamente, lavarse las manos es un hábito que ha salvado vidas
Entre otras cosas, gracias a la pandemia de coronavirus hemos redescubierto la importancia de un buen lavado de manos para conservar la salud, pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que ni siquiera los doctores eran cuidadosos con la higiene de sus manos antes de intervenir a sus pacientes.
En esos lejanos tiempos de la década de los 40 del siglo XIX, el médico húngaro Ignaz Semmelweis descubrió que los cirujanos mataban a sus pacientes porque no se lavaban las manos. Y a pesar de salvar centenares de vidas, su biografía es más bien una triste historia.
Cerca de 1840, Semmelweis notó un fenómeno interesante en el Hospital General de Viena, donde trabajaba. La instalación contaba con dos salas obstétricas, una atendida por médicos y estudiantes, y otra atendida por parteras. La primera tenía una tasa de mortalidad materna tres veces más alta que la segunda. Los doctores de la época atribuían el hecho a que los varones eran más “rudos” en su trato que las mujeres.
Pero Semmelweis observó que muchos de los médicos encargados de la sala obstétrica hacían algo que las parteras no: atendían a las mujeres en labor de parto justo después de haber hecho autopsias, con restos de carne, vísceras y tejidos de cadáveres en sus manos. En ese entonces no se usaban guantes ni ningún tipo de equipo de protección y tampoco se sabía sobre la existencia de gérmenes y bacterias. Así que el doctor Semmelweis dispuso una tina con solución de cal clorada y pidió a sus colegas que se lavaran las manos.
Los resultados fueron sorprendentes: en apenas un mes, de abril a mayo de 1847, la tasa de mortalidad se redujo del 18.3 por ciento en la sala de los médicos al 2 por ciento. A pesar de que su observación había sido todo un éxito y había salvado la vida de decenas de mujeres, la nueva medida del húngaro no fue vista con buenos ojos por sus colegas de entonces, que no aceptaron fácilmente que ellos y sus estudiantes habían sido responsables de la muerte de cientos de personas.
Semmelweis fue despedido del Hospital General de Viena y regresó a Hungría donde participó como médico honorario, sin remuneración, en la sala obstétrica del Hospital Szent Rókus del condado de Pest, en Budapest.
Para 1861 la depresión hizo mella en el ánimo y el comportamiento de Semmelweis, quien fue llevado con engaños por un colega suyo al asilo psiquiátrico de Viena. Al intentar escapar, los guardias golpearon al doctor, le pusieron una camisa de fuerza y lo encerraron en una celda.
Paradójicamente, producto de la riña, una herida en su mano derecha que no fue atendida se infectó hasta que se gangrenó. Semmelweis murió dos semanas después de haber sido encerrado a la fuerza, a los 47 años de edad, incapaz de ver los avances que la ciencia médica logró en años posteriores gracias a la higiene y al descubrimiento de las bacterias.
Quizá hoy estaría muy orgulloso de saber que prácticamente toda la población mundial está, más que nunca, pendiente de realizar un buen lavado de manos tantas veces como sea posible para mantenerse a salvo del coronavirus COVID-19, que ya ha infectado a más de cinco millones de personas en el orbe y ha cobrado la vida de casi 340,000.
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