Crítica música: Charles Aznavour, formidable

El cantautor francés presentó su show de despedida

Charles Aznavour ya ha tenido, probablemente, todas las ovaciones, todo el honor y los aplausos que cualquier artista, en cualquier tiempo, pudiera soñar.

Charles Aznavour ya ha tenido, probablemente, todas las ovaciones, todo el honor y los aplausos que cualquier artista, en cualquier tiempo, pudiera soñar. Crédito: Archivo / EFE

Las luces del Anfiteatro Gibson se apagaron para dar comienzo a la función con casi 20 minutos de retraso. Una mujer de la audiencia gritó “J’taime [te amo]”, rompiendo el silencio, y la figura de negro salió al escenario a saludar a su público, que le regaló la primera ovación de pie de la noche, sin que el cantante diera aún la primera nota.

Charles Aznavour ya ha tenido, probablemente, todas las ovaciones, todo el honor y los aplausos que cualquier artista, en cualquier tiempo, pudiera soñar. Son 76 años sobre el escenario, casi 88 de vida para este cantante, compositor, artista, filántropo y diplomático francés de origen armenio que lleva cinco años en un tour de despedida que nunca termina.

Si fuera por su público, así seguiría siendo. En la audiencia del Gibson en Los Ángeles había cuatro generaciones de seguidores, en su mayoría armenios, pero también franceses, iraníes y latinos. Todos, probablemente, crecieron escuchando a Aznavour, se enamoraron con alguna de sus canciones y ahora evocan sentimientos que creían olvidados, escuchando los temas que bailaron sus padres, sus abuelos, a cada quien en su idioma.

Porque esa es la magia de Aznavour: lo que hace sentir al que le escucha.

No es sólo su voz de extraordinario rango tonal que pasa con facilidad de los altos de tenor a los bajos de un barítono, sus expresiones y gestos que tanto actúan como cantan, como cuentan las canciones. Son sus letras, a las que Aznavour afirma da la máxima importancia por encima de todo lo demás. “La canción es, primero que nada, una letra. Viniendo de una familia de actores siempre di la mayor importancia a la historia que se cuenta”, explica el autor de más de 1,000 canciones que ha editado 100 discos en su larga carrera.

El a veces llamado “Sinatra” francés -más comparable por su longevidad con Tony Bennett- cantó en francés, inglés y español durante dos horas ininterrumpidas, casi sin tomar agua, sin pausa, moviéndose menos sobre el escenario que en otras épocas, pero gesticulando, actuando, como siempre lo hizo para proyectar las emociones de cada canción.

A Aznavour le acompaña un formidable sexteto de músicos, con la especial presencia de Erik Berchot, uno de los pianistas más galardonados del mundo, que ha sido su solista intermitentemente durante casi dos décadas.

Su voz está intacta, quizá con un poco menos de fuerza, pero igualmente dulce y evocadora.

Las historias se suceden. Je Voyage, a dúo con su nieta Katia Aznavour, que también hace coros, habla de un hombre que va de salida, y una joven que comienza su vida. Sa Jeunesse, evoca la juventud y sus promesas. A ma fille, es un canto escrito cuando iba a hacer su primera hija. I Didn’t See the Time Go By (No vi pasar el tiempo) podría hablar por el artista, o por cualquiera. What Makes a Man, a Man, la historia de un hombre gay de otra época y sus soledades. Y, finalmente, She, uno de sus más grandes éxitos.

Con Les plaisirs démodés (Los placeres antiguos o “the old fashion way”) volvió el Aznavour romántico y a pesar de que su paso ya es más lento se levanta de la silla y se rodea con su propio brazo, simulando un baile íntimo en el que le habla al oído a su compañera. Efectos especiales de luces envuelven al público en el baile amoroso y llueven los aplausos, los gritos en varios idiomas y las ovaciones.

En un momento dado Aznavour le canta a su patria ancestral, Armenia, a su exilio y al genocidio que impulsó a este pueblo, incluyendo a sus padres, a regarse por el mundo.

Después entona, en español, Dime que me amas y el Ave María, guardando para el final dos de sus más grandes éxitos en varios idiomas: Venecia sin ti (Que C’est Triste Venice) y finalmente La bohemia (La Bohéme) en la que evoca un vecindario de París donde vivían los artistas incipientes de una época pasada.

La larga ovación final sonó, agradecida.

Fue el Aznavour de siempre, quizá un poco más pausado en su andar, pero demostrando todas las cualidades que lo convirtieron, en una encuesta de la revistaTime realizada en 1998, en el artista del siglo.

Larga vida a Aznavour, el formidable.

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