No es mala hierba la rúcula

La rúcula es idónea para platos como el carpaccio

Carpaccio de salmón con rúcula.

Carpaccio de salmón con rúcula. Crédito: Suministrada

MADRID, España.- Todo el que conozca siquiera someramente el refranero español sabe bien que “la mala hierba nunca muere”; lo que no parece tan probable es que nadie estuviera preparado no ya para afrontar la inmortalidad de las malas hierbas, sino la conversión de algunas en apreciados ingredientes de la cocina.

¿Cuántos de ustedes habían oído hablar, hace veinte años, de una cosa que se llamaba rúcula? ¿Quiénes, no militando en las filas de los naturistas más extremos, se habían inclinado a recolectar en una cuneta o un solar hojas de jaramago, al fin y al cabo una hierba?

Hierba, sí… pero una hierba que se ha puesto de moda y es protagonista de deliciosas ensaladas y otras combinaciones variadas.

La rúcula es una planta de la numerosa familia de las crucíferas. Lo que pasa es que no hay una sola rúcula: hay, por lo menos, tres. Están la Diplotaxis tenuifolia y la Diplotaxis muralis, que, como sus nombres indican, poseen las primeras hojas delgadas y crecen las segundas en las paredes.

Ambas tienen las hojas lanceoladas, y son lo que solemos llamar rúcula… aunque en realidad se trataría de ruqueta, del italiano “rughetta”; pero si la gente ha decidido llamarla rúcula, rúcula será.

Porque la rúcula propiamente dicha, la italiana rucola es otra planta, la Eruca sativa, de hojas ovaladas. A diferencia del jaramago, esta sí que ha sido cultivada desde hace muchísimo tiempo; de hecho, la voz latina sativa nos indica que se trata de una planta de cultivo.

Antes de llamarse rúcula se llamó, en español… oruga.

Y es vieja conocida: el viejo Apicio da en su libro algunas recetas en las que esta hierba figura como ingrediente en platos de caza de pelo y pluma. Y, por otro lado, la oruga figura en la relación de “bastimentos” (provisiones) que iban a bordo de alguna de las naves de Colón en sus viajes a las que el creía Indias.

Con historia antigua o reciente, el hecho es que la rúcula (¿debería decir “las rúculas”?) se ha hecho sitio en las mesas elegantes, cuando antes, en su forma normal de jaramago de cunetas y solares, apenas aparecía a veces en los menús de naturistas recalcitrantes.

La verdad es que resulta una verdura muy agradable. Tiene un puntito amargo, elegante, algo picante, y aporta un inconfundible sabor almendrado, algo así como un recuerdo bastante nítido de un buen amaretto.

Combina muy bien con la carne, por ejemplo.

No creo que Cipriani, el fundador del afamado Harry’s Bar veneciano e inventor del carpaccio se acordase ni poco ni mucho de esta hierba cuando condimentó unas fina láminas de solomillo crudo con una salsa de las que, en sus propias palabras, servía lo mismo para un pescado que para una carne (una mahonesa con algo de mostaza y un poco de salsa Lea&Perrins).

Hoy, sin embargo, la rúcula se ha hecho con un puesto en el carpaccio más usual, y la verdad es que además de un toque de color aporta al plato un sabor que se complementa muy bien con el de la carne y su aliño.

A mí me gusta mucho una sencilla ensalada en la que entran tres elementos dispares: la base es naranja, cortada en medias lunas, mejor que en gajos, mezclada con una generosa dosis de rúcula, aliñada con un buen aceite virgen de oliva y una pizca de sal, con la que hay que ser prudente porque el tercer ingrediente, parmesano en lascas finas, ya aporta la suya.

Una ensalada bonita a la vista, en la que colores, sabores y texturas forman un contraste de lo más agradable. La verdad es que la rúcula y su suave amargor se entiende perfectamente con muchas frutas, como las peras.

Y pensar que nos hemos pasado siglos sin prestar la menor atención a esAs hierbas que surgían por las buenas en todo terreno inculto, rústico o urbano…

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