La historia del Padre Chinchachoma

Por varias semanas durante mi adolescencia, a principios de la década del ochenta, le seguí la pista a un sacerdote escolapio que pasaba sus días soñando con ayudar a los niños callejeros de Ciudad de México.

Oriundo de España, su nombre completo era Alejandro García Durán de Lara y su objetivo era “convivir con sus ovejas descarriadas, comiendo sus pecados, vistiendo al harapiento, visitando al encarcelado mientras buscaba su liberación, dando de comer austeramente al harapiento advenedizo, hospedando con pobreza y tibio corazón a la grey que su Señor le confió”. Es decir, el padre Chinchachoma, que era como lo apodaban sus feligreses y el resto de nosotros los mortales, convivía con los angelitos dándoles del amor que según él había sido privados desde sus primeros días con la esperanza de redimirlos a través de ese amor.

Por supuesto que admiraba a Jesús; de hecho, se veía a sí mismo como uno de los instrumentos evangélicos del Nuevo Testamento. A decir verdad, tenía pinta de truhán: era calvo y regordete y de carácter juguetón. Destilaba un aura de santidad a la vez inquietante y peligrosa, como si escondiera un lado oscuro, la parte peligrosa de su bondad. A la fecha, es ese lado oscuro el que mejor recuerdo. ¿Qué secretos escondía? ¿Tenía límites su caridad? ¿Es a través del amor y únicamente el amor que los irredentos pueden salvarse? Su cara aparecía en los periódicos.

Ciertas figuras políticas metropolitanas creían que el padre tenía un dejo criminal y no escondían esas sospechas en pronunciamientos públicos.

Chinchachoma aprovechaba esa celebridad para llamar la atención al dolor de sus pequeños. Yo cursaba mi bachillerato. Alguien me había regalado su libro La porción olvidada de la niñez mexicana. Algo en ella me había llamado la atención de tal manera que convencí a un maestro a que auspiciara un proyecto en el cual analizaría las vertientes activista, religiosa y pedagógica del clérigo. Para hacerlo me comprometía a estar con el padre y sus seguidores por varias horas diarias durante un par de meses.

Tomé muchas notas de mis aventuras. Recuerdo que en esa época vi la película Los olvidados de Luis Buñuel, que me impresionó mucho. Buñuel vivía a unas cuadras de la escuela a la que yo asistí en mi época preparatoriana. Yo lo veía caminar en las mañanas. Cuando me enteré quién era ese viejo con bastón, sentía una inmediata afinidad. Me obligué a ver todas sus películas pero tardé en hallar un cine que mostrara Los olvidados. Trata precisamente el tema que me concernía -los niños callejeros de la capital donde pasé tanto tiempo. Por esa razón mis recuerdos de Chinchachoma y la película se entremezclan hasta formar una unidad.

El padre había comenzado sus esfuerzos en Bogotá y se había mudado a México en 1969, a la edad de treinta y cinco años. Allí dedicó tres décadas a su labor humanitaria. Estuvo en la cárcel varias veces. Pero eso es lo de menos. Convivir con él en muladares me marcó para siempre. Jamás he visto la pobreza -su dignidad, su fatalismo- de manera más cruel. Mucho más tarde leí sobre lo que los sociólogos llamaban “la cultura de la pobreza”. El argumento que ofrecían era que la pobreza económica es un estado mental y que hasta que no la entendamos “desde adentro” careceremos de las herramientas necesarias para transformarla.

Yo odié esa manera de pensar, que a la fecha me parece paternalista. Podría decirse que Chinchachoma, de manera superficial, apoyaba tal premisa. En realidad, su actitud era opuesta: para él la pobreza es una proyección de la pobreza espiritual y hay que sumergirse en la segunda, entender su metabolismo, para reconfigurar la primera.

Mi presencia al lado del séquito era francamente incómoda, igual a la de un antropólogo que estudia una tribu aborigen en el Amazonas. El investigador afecta el quehacer de la tribu, a grado tal que un análisis objetivo e imparcial es imposible. Me di cuenta con el pasar de los días que lo que hacía no se limitaba a seguir los pasos de Chinchachoma sino a seguir mis pasos en pos de los suyos. Luego de varias semanas me senté a escribir y presenté mi investigación pero quedé insatisfecho porque entendía que lo que se necesitaba no era un estudio académico sino una novela que se atreviera a disertar acerca de las incógnitas que la conducta del padre despertaba en los demás. ¿Golpeaba a los escuincles? No lo sé a ciencia cierta. Sé, eso sí, que al verlo rodeado de ellos mientras todos comían junto a una fogata que surgía de un tambo de basura o cuando los escuincles lloraban en sus brazos porque la policía había abusado sexualmente de ellos la sospecha también se gestaba en mi interior.

A pesar de que él siempre sintió que mi presencia era intrusiva, dejó que cumpliera mi tarea. Creo que se veía a sí mismo como mi mentor y asimismo creía que a través de mi trabajo el suyo adquiriría un contexto histórico ausente en los perfiles que hacían de él los medios de comunicación. No recuerdo si logré mandarle lo que escribí. Cuando lo tenía listo, leí en un periódico que Chinchachoma había desaparecido, o al menos que no estaba en las barriadas que acostumbraba y que sus niños lo buscaban con ansia.

Hace poco tuve un sueño con él. Busqué noticias suyas en el internet. Me enteré que en algún momento había regresado a Bogotá, donde un paro cardíaco había terminado con él en 1999. Supe, por último, que yo tenía que completar esa novela que había empezado a prefigurar en mi adolescencia.

No sé si verse como personaje de ficción hubiera satisfecho a aquel padre que generosamente me dio permiso de indagar sus motivos. Pero el escritor no escribe para satisfacer a los demás, ni siquiera a aquellos que son sus amigos. Escribe para deshilvanar y reconfigurar nuestra miserable condición humana.

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