Emigrantes de Michoacán se defienden contra Templarios

"Tomamos las armas porque no teníamos opción: allá no nos quieren y aquí no se puede vivir", dice uno de los michoacanos que han regresado de EEUU a su patria

Hipólito Mora (en la foto al centro, de sombrero) encabeza  uno de los grupos de autodefensas que ha chocado con los Caballeros Templarios en Michoacán.

Hipólito Mora (en la foto al centro, de sombrero) encabeza uno de los grupos de autodefensas que ha chocado con los Caballeros Templarios en Michoacán. Crédito: Gardenia Mendoza Aguilar / Enviada especial

FELIPE CARRILLO PUERTO, México.— María del Carmen Álvarez se fue a Arizona para construir una casa a su familia y prometió que no regresaría hasta terminarla, pero la llamada de uno de sus cinco hijos que dejó en Michoacán, México echó por tierra sus aspiraciones.

“Secuestraron a mi hermano y quieren que paguemos un rescate o me pase a su bando”, dijo el muchacho de 16 años que advertía a la madre sobre la inseguridad de este poblado de unos 10 mil habitantes al que se conoce extraoficialmente como “La Ruana”.

Ella regresó para pagar el rescate. Poco después se convirtió en la cocinera de los “Autodefensas” que se levantaron en armas el 24 de febrero pasado con campesinos y ex emigrantes que heredaron la tradición de ir y venir de Estados Unidos desde el programa Bracero del siglo pasado.

Hipólito Mora, de 58 años, el artífice del movimiento en La Ruana dice que esta cultura binacional es además de un origen, una base de apoyo económico y moral. Ahora mismo su esposa y tres hijos están refugiados en un sitio anónimo de Estados Unidos para esconderse del peligro que acecha: Servando Gómez “La Tuta”, líder de los Caballeros Templarios, ofrece $1.5 millones por su cabeza.

“Todos aquí tenemos familiares en Estados Unidos que se solidarizan con el movimiento”, señala Mora. El 24 de mayo, un grupo de paisanos protestaron frente al Capitolio en Washington D. C. para exigir seguridad para sus pueblos de la Tierra Caliente, conformada por 21 municipios.

Los michoacanos aún conservan la alegría del campo y, cuando pueden, se lucen con la exportación del limón, el aguacate y fuerza de trabajo emigrante. Pero el prototipo del hombre tesonero se astilló por un puñado de holgazanes que comenzó a atacar a su propia gente con armas de alto calibre.

Los Caballeros Templarios, una escisión del cártel La Familia, engrosaron sus filas con jóvenes veinteañeros a los que dieron lujosas camionetas sin placas ?o con chapa estadounidense- y fusiles para extorsionar, secuestrar, traficar droga y sumar cada año más de 2,500 homicidios; siete al día.

Aunque el Ejército montó un operativo permanente después del levantamiento armado de la población, los malandrines aún siguen operando en escondrijos de los municipios vecinos de Guanajuatillo, Acatlán, El Alcalde y Apatzingán, mientras las “autodefensas” deben manejar las armas con discreción, a petición del gobierno. La Procuraduría General de la República (PGR) acusó a los policías comunitarios de comprar los fusiles y pistolas de uso exclusivo del Ejército al cártel de Jalisco Nueva Generación, una incriminación que los rebeldes rechazan.

“Aquí se puede comprar un arma fácilmente, a cualquier persona”, dice Ubicio Godínez, de 46 años, un autodefensa que vivió 20 años en EEUU.

Godínez se quejó siempre de los límites de movilidad que tenía como indocumentado en Los Ángeles, sin embargo, hoy está peor en su país: no puede salir más allá de 100 kilómetros a la redonda porque los Templarios controlan la mayoría de las carreteras del estado: ellos deciden quién entra y quién sale.

Un taxista de Colima, por ejemplo, tiene estrictamente prohibido ingresar a Michoacán, salvo riesgo de perder el vehículo, como ocurrió a varios choferes de la Alianza de Permisionarios de Taxis de Tecomán.

Los Templarios tienen tanto poder en la región que, además de extorsionar, adueñarse de propiedades por la fuerza y descuartizar a sus oponentes, tomaron el papel de guardianes de la moral, de abogados y vengadores. Así, si un marido golpeaba a la esposa en una riña doméstica, ellos entraban a la casa por él para caerle a chicotazos o desaparecerlo. Igual suerte corrían los borrachos y fanfarrones con una “multa” extra de 250 dólares.

Por un lío de ese tipo sigue desaparecido un hermano de José Luis Anaya, quien regresó de Palo Alto, California, hace 13 años, también deportado desde hace cinco. “Tomamos las armas porque no teníamos opción: allá no nos quieren y aquí no se puede vivir”.

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