Racismo como cómplice

Viajando por Centroamérica he escuchado a personas incultas, refiriéndose al nuevo amiguito de su hijo o hija: “Pero, está como negrito, ¿no?”

Al Grano

Es fastidioso leer las reflexiones por la muerte de Nelson Mandela, y no por el hecho en sí, porque se merece muchos homenajes y más, sino por los comentarios hipócritas de cierta gente.

Me molestan nuestros líderes latinoamericanos, casi al borde de verter lágrimas, elogiándolo y diciendo que él era un ejemplo a seguir, pero nunca lo han imitado. Se dan un baño de popularidad a costa del hombre que dicen admirar.

Son una camada de farsantes que sin dolerles el corazón y con el hígado bilioso le harían el quite, cambiándose de andén si es posible, si se lo hubiesen encontrado caminando en un mercado popular en Guatemala, Colombia, Honduras, El Salvador o cualquiera de nuestros países racistas. Si no fuera Mandela, lo despreciarían como lo hacen con sus paisanos morenos e indígenas.

Más que un luchador contra el apartheid y defensor de la libertad de su pueblo africano, Mandela fue un hombre bueno, sencillo y honesto. Una persona que por designios cósmicos se convirtió en lo que fue: la conciencia de la humanidad. Fue un espíritu enviado del cielo, aunque les duela a los racistas. Dios también es de los negros, los indígenas y los pobres.

Mandela fue la antítesis de lo que son los políticos del mundo y más nuestros dirigentes en Latinoamérica, donde la intransigencia y el clasismo son sentimientos que se heredan con odio de generación a generación. Están en la memoria genética como legado familiar, cultural y social. La discriminación se hace de manera cómplice y colectiva. Se cuentan chistes en contra de negros e indígenas, ignorando que todos, aunque seamos de piel blanca, tenemos en nuestra sangre la raza que repudiamos.

Hay discriminación en el hogar cuando contratan a la mujer indígena o negra y la tratan como animal. En ciertos casos cuidan más a las mascotas y se gastan más dinero en comida en los perros y gatos, que en compartir los alimentos con quien les sirve.

En los colegios de élite donde cualquiera no puede acceder a la educación, la segregación es descarada. Para obtener un cupo escolar, tiene que ser recomendado por alguien importante, y por lo general es blanco.

Viajando por Centroamérica he escuchado muchas veces a personas incultas, refiriéndose al nuevo amiguito de su hijo o hija: “Pero, está como negrito, ¿no?” “Es muy indio para que sea tu esposo”. Muchos padres le exigen a sus “hembritas” que se busquen novios blancos y de lo posible con ojos zarcos, porque no aceptarán un hijo de color en la familia. Lo irónico es que se ofenden a sí mismos. No vengan a llorar a Mandela, si no aplican sus ideales. No digan que es un ejemplo, si tratan mal al prójimo. Ni vayan a misa o al culto el domingo, para que el lunes desprecien a los demás por su color de piel o condición social.

Mandela, más allá de cambiar el rumbo de Sudáfrica, dejó un legado moral y ético. Fue un pacifista, uno de los humanistas de nuestros tiempos y era negro, como el vecino que seguramente no invitarán a sus fiestas o al que acusan abusivamente de que si no lo hace a la entrada, lo hará a la salida.

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