La región de los Izalcos

El país sufrió una verdadera cirugía plástica pues se le arrojó al rostro el ácido de una brutal represión para borrar todo vestigio indígena de sus señas de identidad

Representantes indígenas de El Salvador en una marcha el 11 de abril de 2013, para que se ratifique una reforma constitucional que reconoce la existencia de los pueblos autóctonos de El Salvador.

Representantes indígenas de El Salvador en una marcha el 11 de abril de 2013, para que se ratifique una reforma constitucional que reconoce la existencia de los pueblos autóctonos de El Salvador. Crédito: Archivo / EFE

El Salvador

Hace 82 años hubo un levantamiento indígena campesino focalizado en la zona oriental de El Salvador, conocida como la región de los Izalcos, y que abarcó los poblados indígenas de Izalco, Nahuizalco, Tacuba, Sonsonate, Sonzacate y Colón, entre otros.

Luego del crash de la Bolsa de Nueva York de 1929 que lanzó por los suelos los precios internacionales del café, una catástrofe se cernió sobre este país que tenía una economía basada en la monoexportación. Una espantosa crisis económica en el campo y la ciudad obligó a los campesinos a soportar hambrunas tras haberse comido las últimas raíces y hierbas que aún quedaban.

En su desesperación por el hambre y el desempleo, los indígenas se lanzaron contra el Gobierno de facto del general Maximiliano Hernández Martínez.

A ello su sumó esa madrugada del 22 de enero de 1932 la erupción del volcán Izalco, conocido como el “Faro del Pacífico”, que terminó de crear un sentimiento milenarista en las cofradías de indios jefeadas por sus caciques Feliciano Ama y Chico Sánchez, que lograron sostener por tres días algunas localidades importantes.

La represión fue cruel y cargada de un odio visceral comprensible por el profundo miedo que sentían las llamadas “14 Familias” de oligarcas que dominaban el país. No era para menos. Durante la Reforma Liberal de 1881, esas familias plutócratas se habían apropiado de hecho de las tierras comunales y ejidos de las comunidades indígenas, y en el subconsciente colectivo de ellos aún brillaba el recuerdo del robo de lo más sagrado de la familia indígena: su madre tierra.

El plan de la oligarquía consistía en homogenizar a sangre y fuego el país, produciendo una sangrienta entrada en la modernidad en base al lema una nación, un idioma, una raza y una religión, es decir, país mestizo hispanoparlante de religión católica, respectivamente.

Por ello la masacre que se llevó entre 10 mil y 30 mil vidas de inocentes campesinos indígenas, según diferentes fuentes, reviste la característica de un genocidio, pues se diezmó fundamentalmente a las poblaciones indígenas, y se intentó borrar del mapa salvadoreño todo lo que transpirara olor a indígena, desde el idioma nahuat, pasando por sus vestimentas, su cultura, sus bailes, su música.

El Salvador sufrió una verdadera cirugía plástica pues se le arrojó al rostro el ácido de una brutal represión para borrar todo vestigio indígena de sus señas de identidad.

Para la ultraderecha que consolidó de esta forma su poderío político y militar, se trató de una insurrección comunista organizada por la Internacional Comunista y llevada a cabo por su filial salvadoreña. Nada más alejado de la realidad. Ahora sabemos, de acuerdo a las mismas fuentes de la Comintern (La internacional Comunista) de los Archivos de Moscú, que dicha insurrección no contó ni siquiera con el conocimiento y el respaldo del movimiento comunista internacional.

Por supuesto que el Martinato aprovechó la coyuntura para deshacerse de los grupos de oposición incómodos, entre ellos el Partido Comunista Salvadoreño, y muchos de sus dirigentes fueron asesinados. Entre ellos su líder emblemático Agustín Farabundo Martí, junto a sus lugartenientes Alfonso Luna y Mario Zapata, fusilados el 1 de febrero de ese año en el Cementerio de Los Ilustres.

Martí, un agitador comunista que pertenecía al Socorro Rojo Internacional, y que profesaba una admiración muy fuerte hacia León Trosky, intentó dar un golpe de Estado para detener dicha masacre, pero fue capturado pocos días antes de la insurrección incautándosele sus contactos militares en cuarteles y policía que apoyarían el golpe de Estado, y que fueron de esta forma neutralizados, es decir, fusilados en el interior mismo de sus cuarteles, por las fuerzas del régimen militar del General Martínez.

Dicha masacre originó sesenta años de dictaduras y tiranías militares, que solo serían depuestas luego de una guerra civil encabezada por el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional finalizada mediante los Acuerdos de Paz de 1992.

Aún está pendiente por parte del estado salvadoreño la reparación de daños a las víctimas de este genocidio así como la rehabilitación de sus líderes.

Algo no muy lejano de suceder, pues en este país con gran tradición cainita, primero asesinan a sus prohombres y luego los declaran héroes nacionales. Tal ha sido el caso del General Gerardo Barrios, de Agustín Farabundo Martí, de Roque Dalton o de Monseñor Oscar Arnulfo Romero.

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