Miacatlán de luto por la ejecución de Edgar Tamayo
Familiares, vecinos y amigos rezaron durante horas en espera de un milagro que no llegó
MIACATLÁN, México.- A las 6.00 de la tarde en punto, la casa de los Tamayo Arias, convertida ayer en un templo de oración abierta al público, se quedó en silencio.
Los rezanderos callaron Padres Nuestros y Aves Marías; cantos y salmos, sollozos y súplicas a Dios.
Se escuchaba sólo la respiración agitada de ancianos, jóvenes y niños acalorados por los rayos del sol que se colaron hasta la sala sumergida en una tensa calma que viró el timbre del teléfono que trajo las noticias desde el corredor de la muerte donde estaba uno de los suyos: Edgar Tamayo Arias.
El hermano menor, Omar, quien viajó a Texas para verlo por última vez, llamó para dar el reporte a través de su hija Erika, quien tomó la llamada.
“Sí, aquí estamos todos. ¿Todavía no pasa nada?”, preguntó la chica. “Ajá, sí pa’… nos avisas cualquier cosa”.
Erika soltó el teléfono y anunció a los presentes: “Que aún están en espera de una última respuesta, que no lo van a ejecutar todavía”.
Las mujeres gritaron, los hombres saltaron de alegría. Unos se abrazaron a otros.
Quienes permanecían en la calle prendieron veladoras.
Minutos antes frente a la casa morada de los Tamayo se detuvo una procesión con la imagen de una virgen que aquí llaman “El alma de María”. La cargaban cuatro mujeres fornidas seguidas por monjas y muchachos que lanzaban cohetes al aire.
Ahí rezaron un rosario paralelo al del interior de la sala. Por momentos los ruegos de adentro se confundían con los de afuera. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, coincidían en algún momento.
Unas cuadras más abajo, los hermanos Francisco y Arcadio Tamayo también rezaban en el portal de su casa, en compañía de hijos y vecinos del pequeño poblado ubicado a 180 kilómetros al sur de la Ciudad de México del que emigró Edgar en 1986 junto con cuatro amigos.
Jesús Martínez “La Churra”, uno de los dos mejores amigos de Tamayo que regresó al pueblo, optó por no ser parte de la agonía y corrió con su yunta a trabajar a una población vecina. “Se me parte el corazón, no puedo con esto”, dijo al partir poco antes de la hora en que todos esperaban lo peor.
Pero a las 6.00 de la tarde no pasó nada. La Corte Suprema de Estados Unidos no se pronunció y la ejecución se volvió un misterio durante horas en la sala de los Tamayo. “Sálvalo, señor, sálvalo”, se escuchó una y otra vez durante casi cuatro horas más hasta que el mexicano perdió la batalla con un fallo en su contra.
Para ese momento, los rezos y plegarias ya se habían dispersado. En la calle quedaba un grupo más compacto, quizá una tercera parte de los dos centenares de miacatlenses que iban y venían durante la tarde.
El teléfono finalmente dio la mala nueva que doblegó a la familia. La esperanza terminó y llegó el llanto. También la interminable espera de 20 años.
“Dios lo recibirá en su Santa Gloria porque, si no era inocente, ya lo perdonó”, dijo Emeteria Arias, prima hermana del séptimo hombre ejecutado en Texas, el octavo en la Unión Americana.