¿Quién asesora la política de EEUU hacia Centroamérica?

Es para llorar o reír que EE.UU. se tome en serio cualquier promesa de Guatemala, El Salvador y Honduras respecto a mejorar las condiciones de la región para reducir la migración

Parece que en el diseño de la política exterior de Estados Unidos hacia Centroamérica no hay memoria histórica. Causa estupor escuchar al vicepresidente de EE.UU., Joseph Biden, anunciar que viajará a Centroamérica “para asegurar compromisos de los países del triángulo norte acerca del reforzamiento de sus fronteras, y la creación de condiciones socioeconómicas para reducir la migración”. Biden pretende tener esos “compromisos” bajo el brazo antes que la Casa Blanca pida al Congreso de EE.UU. $1 millardo para la región para 2016, para seguridad fronteriza, educación y generar prácticas de “buen gobierno”.

La Casa Blanca quiere ayudar a una región que percibe investida de buena voluntad luego que anunció en noviembre pasado la creación del programa “Alianza para la Prosperidad”, con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El objetivo del programa es mejorar las condiciones socioeconómicas en la región, de cinco a diez años plazo.

Desde Centroamérica, es difícil decidir si el anuncio de Biden provoca llanto o risa. Es para llorar o reir que EE.UU. se tome en serio cualquier promesa de Guatemala, El Salvador y Honduras de emprender acciones a largo plazo. Se brega con eso desde hace casi 20 años, y desde entonces la migración aumentó. Se trata de países donde cualquier magno pacto tiene el lapso de vida de una mosca. Y Biden puede dar por sentado que los mandatarios le dirán, hasta por escrito, lo que creen que él quiere escuchar.

Otra vez, “el papel aguanta con todo”. Si aguantó los acuerdos de paz en Guatemala y El Salvador, en los años 90, que planteaban escenarios a futuro que distan mucho de la realidad actual, y las reformas policiales en Honduras que no reducen la violencia ni la corrupción, aguanta un compromiso ante Biden para recibir más ayuda externa.

Es comprensible que EE.UU. quiera neutralizar las amenazas transnacionales de seguridad. Si no estaba claro que los problemas de inseguridad en el istmo hace años se rebalsaron hacia el norte del continente, la intercepción en la frontera sur de EE.UU. de 74 mil niños y adolescentes indocumentados, entre octubre 2013 y diciembre de 2014 (la mayoría, centroamericanos que huyen de la pobreza y la violencia), despejó dudas.

Pero EE.UU. le pide, otra vez, a Guatemala, Honduras y El Salvador que hagan su parte, cuando la historia muestra que a los gobernantes centroamericanos no les tiembla la voz para prometer algo que no van a cumplir. En Guatemala, nada le cuesta al mandatario Otto Pérez Molina comprometerse porque para el 14 de enero de 2016 dejará la presidencia. Les falta un poco más al presidente Salvador Sánchez Cerén, en El Salvador, y Juan Hernández, en Honduras.

En la cumbre de seguridad regional del Sistema de Integración de Centro América en junio de 2011, la entonces Secretaria de Estado de EE.UU., Hillary Clinton, habló de una “responsabilidad compartida” en la región. Clinton pretendía que Centroamérica asumiera su responsabilidad económica en reducir la inseguridad, y EE.UU. se encargaría de abordar su demanda de drogas y el tráfico de armas de fuego hacia la región. La reacción fue iracunda. Los centroamericanos devolvieron el concepto cual boomerang: si EE.UU. quería mejoras en la región, que diera más plata. De los compromisos asumidos en esa cumbre, también relegados al papel, nadie se acuerda. Por algo Manfredo Marroquín de Acción Ciudadana (capítulo guatemalteco de Transparencia Internacional) dijo esto: el plan de seguridad regional era un edificio con paredes y techo, pero sin suelo, porque cada país carecía de un plan nacional serio que sirviera de plataforma a un plan regional. Nada es más evidente en 2015.

En 2014, EE.UU. exigió a Guatemala agilizar el pago de resarcimiento que dictó la Corte Interamericana de Derechos Humanos para las víctimas de Chixoy, un mega proyecto hidroeléctico que dejó a miles de personas en condiciones de vida infrahumanas. EE.UU. condicionó parte de su ayuda militar al país al cumplimiento de Guatemala y a la resolución de casos de adopción (con padres adoptivos de EE.UU.) en impase por cambios en la ley guatemalteca. Eso enfureció a Pérez Molina, quien anunció que “el Gobierno de Guatemala no permitirá que otros países prioricen la agenda del país”.

En 2008, Guatemala también entró en sendos acuerdos con el BID y el Banco Mundial para créditos y programas sociales. Los programas se politizaron. El gobierno actual (enero 2012-enero 2016) los clausuró para luego relanzar algunos con otro nombre, aunque no sin fines políticos.

Entonces, ¿en cuánto tiempo piensa EE.UU. que Guatemala y el resto de la región cumplirán el compromiso ante Biden? Si bien se redujo la tasa de homicidios (según datos oficiales de Guatemala, Honduras y El Salvador), la migración de miles de centroamericanos no se detiene.

Esto también es un tema de capacidad. Guatemala tiene al menos 1,200 puntos de paso no autorizado en su frontera con México, Belice, Honduras y El Salvador, y estos dos últimos tienen otros tantos—aunque Honduras anunció en enero que ha interrumpido 24. Pero si apenas se rasca la superficie, y las fronteras son un colador, ¿con qué calidad moral pueden los presidentes centroamericanos prometerle a Biden que “ahora sí” van a reforzar las fronteras y reducir la migración? Y la pregunta del millón: ¿qué le hace creer a la Casa Blanca que los gobiernos centroamericanos “ahora sí” van a cumplir?

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