Zelia Nuttall, la arqueóloga que desafió la creencia de que los aztecas eran “salvajes sedientos de sangre”
Nuttall luchó con la imagen negativa que se tenía de los aztecas, demostrando que no eran ni físicamente feos, ni incivilizados y que habían dejado de existir.
“La señora Norris era una anciana, más bien como una conquistadora con su vestido de seda negro y su pequeño y negro chal de hombros de fina cachemira, con un flequillo de seda y adornos de esmalte negro“.
La verdadera señora Norris, la persona que inspiró al autor británico D.H. Lawrence a crear el personaje para su novela “La serpiente emplumada”, fue una mujer que gracias a un libro se enamoró de la antigua cultura mexicana a los 8 años e hizo de ese amor su profesión: Zelia María Magdalena Nuttall.
“Era arqueóloga, y había estudiado los restos aztecas durante tanto tiempo, que ahora algunos de los aspectos de color gris y negro de la roca de lava y algo de la experiencia de los ídolos aztecas, con nariz afilada y ojos ligeramente prominentes y una expresión de burla de tumba, había pasado a su cara“.
Nació en San Francisco en 1857 y estudió en Francia, Alemania, Italia e Inglaterra. A los 23 años se casó, a los 25 años tuvo a su hija Nadine, a los 27 se separó de su marido y a los 31, recibió el divorcio, la custodia de su hija y el derecho a que ambas usaran el apellido de soltera de Zelia.
Para entonces ya había visitado el país que la había cautivado desde que su madre le regalara una copia de “Antigüedades de México”, de Lord Kingsborough.
Había pasado 5 meses trabajando en el Museo Nacional y coleccionando pequeñas cabezas en terracota de San Juan Teotihuacán, sobre las que escribiría el primero de los más de 40 artículos académicos que publicó en las revistas más prestigiosas en el contexto de la emergente profesionalización de la arqueología.
Artículos cuyo tono a veces es distinto al que esperamos de escritos científicos.
En algunos es claro que la dueña de la pluma estaba inmersa en un mundo repleto de viles cazadores de tesoros, y se está defendiendo.
En otros, sientes su determinación de asegurarse de que su historia no terminara siendo la de una mujer brillante pero sumisa que contribuyó enormemente al avance de la ciencia pero nunca fue reconocida.
Y no es raro encontrar su erudición apuntalando su pasión, como en el artículo como el que desafió la creencia popular dominante en su época sobre los antiguos mexicanos, publicado por “The Journal of American Folklore” en 1897.
Extintos y feos
“En la mente del público general existen dos impresiones dominantes sobre la raza azteca“, empezó.
La primera, señala, “es resultado de la exhibición inescrupulosa” de ciertos “idiotas microcéfalos” que se habían prestado para que los mostraran como los “últimos representantes vivos de la raza azteca, ahora extinta”.
Esa idea de que los aztecas eran físicamente horrendos y que ya no existen, denuncia, se diseminó, sembró raíces y floreció “con esa notable persistencia característica de los errores científicos“.
Paso seguido, llama a la cordura diciendo que, dada la cercanía de México, sería raro que los estadounidenses no supieran “que 0,57 de su población son indígenas puros y que la raza azteca está representada por miles de individuos inteligentes y físicamente bellos, que hablan (…) el lenguaje de Moctezuma”.
“Salvajes sedientos de sangre”
La otra impresión de la gente sobre las antiguas civilizaciones mexicanas era producto del “horror natural que despierta el modo repulsivo de sacrificio humano que practicaba el sacerdocio azteca”.
Por eso eran considerados como “salvajes sedientos de sangre, que no tenían nada en común con la humanidad civilizada”.
La arqueóloga apunta que se trataba de una “ceremonia religiosa, considerada tan solemne y sagrada que sólo podía llevarla a cabo el sumo sacerdote”.
Respecto a lo que se sabía de la práctica, recuerda que “desde hace tiempo se reconoce que la información que tenemos, basada en los reportes de escritores españoles, es extremadamente exagerada, para justificar la cruel exterminación de la civilización nativa frente al mundo civilizado”.
“Una cosa es cierta”, continúa: “la manera mexicana de cumplir lo que se creía era una obligación religiosa (…) es la única mancha o defecto que los españoles pudieron detectar en una civilización que era tan admirablemente organizada en todo lo demás”.
Y -antes de pasar a presentar los datos científicos recolectados para su estudio- declara que es una injusticia condenar a toda una raza por lo que sus sacerdotes habían hecho hacía siglos.
Salvando del olvido
Nuttall no sólo defendió a las antiguas civilizaciones mexicanas con palabras sino también con su trabajo.
Con sus conocimientos y dominio de varias lenguas tenía una gran habilidad para encontrar manuscritos perdidos u olvidados y sacarlos a la luz.
El Codex Zouche-Nuttall es un documento de pictografía mixteca precolombino del siglo XIV doblado en acordeón. El códice deriva su nombre de Zelia Nuttall, quien lo publicó por primera vez en 1902, y de la baronesa Zouche, su donante.
El caso más famoso fue el del Códice Nuttall (conocido también como Códice Tonindeye o Zouche-Nuttall), un manuscrito pictórico prehispánico de la cultura mixteca, uno de los 6 códices que sobrevivieron la Conquista de México.
Nuttall siguió su rastro desde el Monasterio de San Marco de Florencia, donde fue identificado por primera vez en 1854, hasta que lo encontró en posesión de Robert Curzon 14.º Barón Zouche, quien lo había recibido como regalo.
Antes de eso, en 1890, había encontrado en la Biblioteca Nacional Central de Florencia, el Códice Magliabecchiano, un texto religioso creado durante el siglo XVI, escrito por mexicas en papel europeo.
En 1903 fue publicado por la Universidad de California con el título “El libro de la vida de los antiguos mexicanos”.
Trabajo doméstico
En 1905, Nuttall decidió mudarse definitivamente a su casa en México, una mansión del siglo XVI llamada “Casa Alvarado”, en cuyos bellos jardines no sólo encontró y estudió fragmentos de cerámica azteca, sino que recolectó semillas de antiguas plantas alimenticias mexicanas y plantó una gran colección de hierbas medicinales nativas de ese país.
Fue en ese histórico y hermoso lugar donde se dedicó a lo que algunos consideran como uno de los aspectos más importantes de su labor: ser la perfecta anfitriona de arqueólogos y personalidades locales y visitantes.
En medio de charlas y sonrisas, pudo avanzar en su compromiso con el tipo de arqueología que hablara sobre y para la gente, que pudiera cambiar el presente con una mejor comprensión del pasado.
Desde la intimidad de su hogar, contribuyó a cambiar la imagen negativa de los aztecas que se tenía dentro y fuera del país para que los mexicanos acogieran su herencia con orgullo.
Fue “una hija solitaria de la cultura, con una mente fuerte y una voluntad densa, que había explorado toda su vida en las duras piedras de los restos arqueológicos, y al mismo tiempo había conservado un fuerte sentido de la humanidad y una visión humorística ligeramente fantástica de sus semejantes“, como su alter ego ficticio, la señora Norris de D.H. Lawrence, quien visitó Casa Alvarado.