La niña que combatió el odio con su Diario
La lección profunda que nos deja Ana Frank
Entre la literatura del Holocausto sobresalen obras tan punzantes y bellas como las de Primo Levi, Elie Wiesel, Imre Kertész, Jorge Semprún o Paul Celan. Ninguna de ellas, sin embargo, ha alcanzado tantos lectores como el Diario de Ana Frank. Ana, una adolescente alemana de origen judío, lo escribió entre 1942 y 1944, mientras se escondía en una casa de Ámsterdam, junto a su familia, de las garras de la Gestapo. Su destino sería trágico: serán delatados en 1944 y conducidos a campos de concentración y exterminio nazis. Todos morirán allí, salvo el padre de Ana, Otto, que sobrevivirá a Auschwitz y dedicará el resto su vida a la difusión del diario de su hija.
Lo más excepcional del diario es la clarividencia, la sensibilidad literaria y la riquísima vida interior que despliega su autora. Son muchos los temas que desfilan en sus páginas. Es constante el “miedo atroz” a los bombarderos, los proyectiles, las metralletas; el pánico a los robos, las inspecciones y la posibilidad de ser descubiertos. Lamenta Ana, ya en 1942, el destino que sufren los judíos en Holanda: “Todos sin excepción marchan camino de la muerte. […] Como si fueran ganado enfermo y abandonado, se llevan a esa pobre gente a sus inmundos mataderos”.
El diario muestra el viaje de la infancia a la madurez (acelerado por las circunstancias), a través de las aguas procelosas de la adolescencia. Ana cuenta, de modo inusual para su tiempo, el despertar de su sexualidad: la llegada de la regla, el interés por conocer su propio cuerpo y el de los demás. Como tantas adolescentes, se siente incomprendida, tiene conflictos con sus padres y fluctúa en un mar de contradicciones: “Tengo unos enormes deseos de… ¡de todo! Deseos de hablar, de ser libre, de ver a mis amigos, de estar sola. Tengo tantos deseos de… ¡de llorar!”. Se enamora de Peter, el chico de la otra familia que comparte con ellos escondrijo. Y reconoce, con perspicacia, que “mis opiniones, mis pareceres, mi visión crítica, mi aspecto, mi carácter: todo ha cambiado”.
Ana reitera su deseo de ser periodista, su amor por la literatura y su conciencia de tener talento para el oficio. En este sentido, alaba a la mujer que trabaja fuera de casa, como forma para “conseguir la valoración de la mujer”, “la igualdad de derechos” y “la independencia total”. Y, frente a la exaltación de los héroes masculinos, pregunta: “¿Qué parte de la humanidad en su conjunto también considera soldados a las mujeres?”.
De hecho, fue ella misma, como Juana de Arco, ejemplo de mujer soldado. Aunque no combatió con la espada, sino con su pluma; oponiendo al racismo y el odio su confianza “en la bondad interna de los hombres”. Por eso J. F. Kennedy afirmaría de ella: “De entre los muchos que, a lo largo de la historia, han hablado en nombre de la dignidad humana en tiempos de sufrimiento y muerte, no hay ninguna voz que tenga más peso que la de Ana Frank”.
Enrique Sánchez Costa es Doctor en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra (UPF, Barcelona). Profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Piura (UDEP, Lima). Autor de un libro (traducido al inglés) y de una docena de artículos académicos de literatura comparada y crítica literaria.