La abuela indígena que ganó batalla contra el machismo y el racismo en Canadá

"A medida que nos hicimos mayores y mi abuela ya no venía más, comenzaron a decirnos que no pertenecíamos allí, pero yo les decía que esa era mi tradición"

La abogada Sharon McIvor.

La abogada Sharon McIvor. Crédito: Twitter

Sharon McIvor presume de tener 45,000 “nietos”. Hace poco más de un mes, ella logró que el Gobierno canadiense les reconociera como indígenas de pleno derecho al acabar con una ley que impedía a las mujeres transmitir a sus descendientes su identidad.

McIvor logró modificar una ley que, durante 143 años, prohibió a las mujeres casadas con un no indígena otorgar a sus hijos su estatus legal. Los nietos también fueron condenados al ostracismo.

Pero, ahora eso ha cambiado. “Cuando voy a hablar a conferencias, los niños vienen hacia a mí y me dicen: yo soy de los tuyos. Y yo les abrazo y les digo que estoy feliz de que finalmente hayamos conseguido lo que es su derecho por nacimiento”, cuenta McIvor, en una entrevista en Washington a donde ha acudido para participar en las sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

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Mueve los brazos formando un círculo para explicar que “ser indígena” significa pertenecer a una comunidad con una identidad, un pasado y una fuerza común.

Cuando habla de los 45,000 pequeños que ahora son considerados indígenas de pleno derecho, dice que esos “son de los suyos”, son su comunidad, por los que ha luchado para que nunca fueran excluidos.

Ella sí sufrió esa discriminación. Su abuela era miembro de la tribu de baja Nicola, en la Columbia Británica de Canadá, y tuvo hijos con un hombre que no era de la comunidad, de forma que no pudo registrarse como “india”, el nombre con el que Canadá denomina a los indígenas.

“Cuando éramos jóvenes mi abuela sí estaba reconocida como india, así que íbamos a pescar a recoger la cosecha, todo sin ningún problema. Pero, a medida que nos hicimos mayores y mi abuela ya no venía más, entonces comenzaron a decirnos que no pertenecíamos allí, pero yo les decía que esa era mi tradición”, rememora McIvor.

Reconoce que lo más duro, lo que le hizo rebelarse contra el “estado colonial” de Canadá, fue que sus propios familiares le dijeran que ella ya no era “uno de ellos”.

Estudió derecho, se hizo abogada y, en julio de 1989, comenzó una batalla legal contra el Gobierno de Canadá: quería que las mujeres indígenas fueran reconocidas como iguales a los hombres, de manera que los hijos y los nietos de ellas pudieran reivindicar su identidad indígena, como ya hacía la descendencia de los varones.

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Recuerda perfectamente el día en que comenzó el juicio: estaba en Vancouver y, frente a la corte, se agarró las manos con un grupo de mujeres indígenas para formar un círculo.

Rezamos, cantamos, había mujeres de todo el país. Y comencé a llorar porque era la primera vez que me sentía incluida”, sonríe y vuelve a hacer un círculo con las manos.

McIvor quería ser aceptada por su comunidad, pero al mismo tiempo siempre ha buscado ser independiente: “nunca me ha gustado seguir al rebaño”.

La indígena, de 70 años, también reivindica esa identidad única con su cuerpo y apariencia: viste una blusa con colores y un pájaro negro que apunta al cielo, sus dedos están adornados con anillos dorados, las uñas son de color morado, igual que la parte de arriba de su pelo, que lleva corto.

Se tiñó el pelo de morado hace más de una década, cuando estaba intentando enseñar una lección a su nieto.

“Siempre he sido muy terca con el tema de la independencia y cuando él tenía 12 años le llevé a que se cortara el pelo, me dijo que quería ponerse algo de color y le dije, de acuerdo, ¿Qué color quieres?”.

“Azul”, le contestó el pequeño, que enseguida avisó a su abuela de que su madre, como efectivamente ocurrió luego, iba a enfadarse mucho si aparecía en casa con ese color. “Bueno, si no le va a gustar, entonces no le preguntamos”, contestó entonces la abuelita, convertida en cómplice.

“La lección para mi nieto era que solo porque a su madre no le gustaba, eso no significaba que él no pudiera hacer aquello que necesitaba”, explica McIvor.

En solidaridad y para hacer reír a su hija, la indígena se tiño el pelo de morado. Al final ese color le gustó y se quedó con el pelo morado, aunque su nieto nunca volvió a pintarse el cabello de azul.

Ahora, la abuelita disfruta de sus 45,000 “nietos” y de dos tataranietos de sangre, pero sigue empeñada en luchar por la igualdad de las mujeres indígenas. Quiere que su victoria legal se traduzca en la práctica y ha conseguido que el Ejecutivo canadiense se comprometa a implementar un “Plan de Acción Nacional”.

“Bueno, yo digo, que lo creeré cuando lo vea”, murmura McIvor con media sonrisa.

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