A quién engañas abuelo, yo sé que tú estás llorando

Columna de opinión del dramaturgo Ramiro Antonio Sandoval, consejero de paz por la Nación en el exterior— Américas, ante el Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia de Colombia

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Crédito: Francesco Corbeletta | Cortesía

Daniela entró y cerró la puerta de un nalgazo. Dejó sobre la mesa algo envuelto que traía en una chompa deportiva y subió corriendo ala segunda planta de la casita. El ruido de motocicletas, y de radioteléfonos en la calle, se disipaba entre explosiones, gritos de auxilio y llantos producidos por los gases lacrimógenos.

El viejo estaba sentado al lado de la ventana observando impotente a través de una cortinilla de encaje, sintió vivir de nuevo la tarde en que su hija, María Daniela, había llegado de la universidad, llorando y con su cara tapada con un pañuelo empapado en vinagre. Llegó arrastrando a su “mejor amigo”, herido en una protesta por una bala de la policía en una protesta. Chepe, le decían sus compañeros, porque les recordaba a la figura del Che Guevara que él mismo se había tatuado en un brazo. Así como María Daniela y Chepe subieron a la segunda planta de la casita modesta, o lo que, en esa época, era una casita de un barrio popular; así mismo, hoy subió Daniela frente a los ojos del viejo. Era una de las familias que en los años noventa, se dieron el lujo de enviar a sus hijos a la universidad pública, puesta la esperanza tal vez, en que un día, llegarían a ser profesionales y salvar al resto de la estirpe.

Era la época en que aún se podía llegar a ser profesionales; antes del tiempo de concebir el conocimiento como mercancía con los pre-grados, peri-grados, magister, post-grados, y ultra-grados. Antes, cuando el mercantilismo de la educación no había aparecido y se podía hacer una carrera. Antes, cuando el refrigerador de la casita se llenaba con la compra del mercado que se hacía cada quince días. Después pasó a hacerse cada tres semanas… cada cuatro… cada cinco… y posteriormente cada vez que San Juan agachara el dedo.

Ese refrigerador blanco, de ocho pies, ahora no funciona –por falta de uso– aunque el viejo se niega a deshacerse de él, usándolo para guardar su ropa y zapatos, y así salvarlos de ser festín de polillas y roedores.

La tarde en que María Daniela y Chepe llegaron a la casita, María Daniela cerró la puerta de un nalgazo y juntos subieron las escaleras directos al baño de arriba. Entre llantos de dolor, gemidos y putazos, sacaron el poco de leche que quedaba en la caja de cartón, para enjuagar sus ojos rojos e inflamados por los gases. Se oían los ruidos de motocicletas y de botas en la calle. Esa noche fue concebida Daniela Rosa.

Daniela buscaba con desesperación el enchufe que colgaba de un cable pelado y amarrado con cinta quirúrgica de una viga de la casa. La toma de corriente tenía que ser movida cada vez que llovía para evitar que las goteras dentro del rancho, volvieran a crear un corto eléctrico y hasta un incendio. Los incendios estaban reservados para el combustible de la estufa de la cocina con la que preparaban el chocolate o el agua-de panela para comer con pan o arepa. Esta era la dieta de Daniela, de ella y de su abuelo, un viejo arrugado, que trabajó toda su vida en una compañía de comunicaciones, que vio su jubilación desaparecer entre sus dedos, por iniciativa de políticas del nuevo gobierno. Por esas mismas políticas, perdió a su esposa, Libia Daniela, en la sala de urgencias de un hospital y a su hija María Daniela, la madre de Daniela Rosa, asesinada de un tiro por las fuerzas del estado. Semanas antes, a Chepe, lo habían desaparecido del colegio donde enseñaba, lo vieron salir atado de manos y arrastrado hasta un camión sin marcas lleno de hombres encapuchados.

Daniela Rosa creció con su abuelo, llena por dentro del espíritu rebelde de sus padres. Por fuera, siempre tuvo la fama de ser muy dulce, inteligente, solidaria y emprendedora. En su infancia, después de la muerte de sus padres, vendía en su escuela, bolsitas de azúcar agria de sabores, aquellos que teñían de colores la lengua y casi te hacían llorar por la dulce acidez de la golosina. Al crecer, Daniela vendió jugos y limonadas, diseñó pañuelos y accesorios, pulseras de colores, manillas tejidas con la bandera de Colombia y una frase que leía “Colombia, patria querida, himno de fe y alegría”, hasta llegaron a ponerse de moda, pero que jamás logró despegar sus empresas por falta de créditos.
El cuidado del viejo y el mantenimiento del rancho decretaron el sentido de la vida de Daniela, igual, el viejo había asumido la carga de levantar a esta criatura por sus propios y limitados medios, haciendo lo mejor con lo poco que le iba quedando a su alcance.

Daniela nunca calificó para estudiar en la universidad. Terminó la secundaria en la escuela nocturna donde sobresalió en humanidades, como su madre. Obtuvo allí, la conciencia política que no se aprende en el aula sino en el paradero del bus, donde se decide si las pocas monedas se convertirán en un pan o en la tarifa del busque la llevaría a la casita temprano, para hacer las tareas. Ella supo desde muy temprano que sus padres, por ejemplo, habían sido víctimas de uno de los genocidios más repugnantes de la historia contemporánea de Colombia, junto a más de seis mil personas. Entre ellas el asesinato de cuatro candidatos presidenciales habían marcado la tradición sanguinaria del país en el que había crecido. Ya estaba harta de las puertas cerradas, de la imposibilidad de tener ayuda para proyectar su reconocida creatividad y emprendimiento. Estaba harta de lanzar la moneda al aire para decidir: pan o bus. Triste de ver al viejo esconder los zapatos de los ratones, harta de los cortes de energía eléctrica cuando no podía pagar. Indignada de ser llamada vándala por reclamar lo que por décadas le había sido expropiado a sus abuelos, a sus padres y a ella misma, convirtiéndola en víctima de un estado injusto, violento, indolente, y sádico.

Daniela no tardó más de tres minutos en subir y bajar; en lavarse la cara con agua fría desde una manguera plástica, en cambiarse la ropa por algo más liviano y oscuro que le cubriera el rostro, luego bajar las viejas escaleras y decirle al viejo, que aun miraba con curiosidad el envuelto sobre la mesa, “les faltan güevas para negociar, y a la vez nos mandan la policía para que nos maten sin respetarnos el derecho a protestar. Dicen que somos los malos, y hasta terroristas nos llaman, pero ellos fueron quienes le sacaron los ojos a mis dos compañeros. ¡Qué va! Abuelo, más nos faltaba cuando empezamos”.

En el momento en que Daniela cerraba la puerta, el viejo, que no había perdido de vista el envuelto en la mesa, se dispuso a deshacer el amarre y abrió una pequeña caja de cartón de donde salió un dulce olor a cominos, cebolla y ajo, que hasta las tripas del viejo celebraron. Hizo el inventario: arroz, papa cocida, fríjoles blancos y un trozo de carne en su hueso. El viejo lo hizo a un lado y lo envolvió en un papel;—para la sustancia de la sopa— pensó. Probó discretamente la comida con una cuchara, el cocido le pareció desabrido. Pero las lágrimas que iba derramando, sin quitar sus ojos de la puerta, por donde había salido Daniela, poco a poco le fueron condimentando el banquete. De repente, la puerta se abrió y Daniela apareció cerrándola de un nalgazo, miró al viejo quien, sorprendido con la caja en la mano, intentó hacerse a un lado con pudor. Lo observó durante unos segundos en silencio antes de sonreírle con ternura y decirle firmemente: “Hoy estamos de buenas otra vez, hágale tranquilo que yo como en la olla comunal. No será lo mejor, pero, como usted dice, al menos somos más libres. ¡Hágale abuelo!”. Le lanzó un beso y se fue.

Daniela salió en compañía de un torrente mezclado de indignación y de coraje ancestrales a exigir —bandera y celular en mano— la reconstrucción inmediata de un mejor país, para ella, para sus viejos y para todas y cada una de nosotras.

PD. Celebro y apoyo las movilizaciones pacíficas en el marco del paro nacional en Colombia que han llevado a indiscutibles logros. A la vez denuncio la instrumentalización que ciertas personas han intentado hacer de las movilizaciones para provecho personal, ya que estas sólo pertenecen al pueblo auto-convocado, con memoria, a quienes aportaron en luchas pasadas, a las nuevas ciudadanías, y las juventudes.

Sobre el autor

Ramiro Antonio Sandoval es dramaturgo y director teatral. También es consejero de paz por la Nación en el exterior— Américas, ante el Consejo Nacional de Paz, Reconciliación y Convivencia de Colombia.

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