Puentes y no murallas

En Carolina del Sur, estado donde nací, se estableció una nueva ley muy estricta para atender la situación de la inmigración “ilegal”. Al igual que muchas leyes de inmigración estatales ya promulgadas, las que curiosamente comparten grandes similitudes entre uno y otro estado, Carolina del Sur ahora exige que los agentes del orden público realicen un control de los antecedentes de las personas bajo sospecha de encontrarse en el país en forma ilegal. Además, considera un delito dar refugio o transportar inmigrantes ilegales, exige a los inmigrantes llevar documentos de registro federal en todo momento e insta a los empleadores verificar la situación legal de todos los empleados nuevos. Sin embargo, la ley de inmigración de Carolina del Sur, ofrece exoneraciones a la situación legal de los trabajadores agrícolas, las empleadas domésticas en residencias privadas, los pastores religiosos y los pescadores en cuadrillas de 10 o más empleados.

Dichas exoneraciones, con la excepción de las otorgadas a los pastores religiosos, las comprendo totalmente. He residido durante todo mi vida en el estado que comenzó la Guerra de Secesión para defender un sistema económico basado en la esclavitud, que diseñó sistemas de transporte público urbano para que las empleadas domésticas pudieran llegar a los hogares de sus empleadores, que exige por mandato de la Constitución un nivel de educación pública “mínimamente adecuado” y que recientemente promulgó la ley de Identificación de Votantes para combatir “los casos de fraude entre los votantes”, aunque hay escasa evidencia de la existencia de este tipo de fraude en nuestro estado.

Dichas exoneraciones logran dos propósitos para aquellos familiarizados con la historia de Carolina del Sur. Por un lado, alimentan a aquellos que puedan ser influenciados fácilmente por la política del miedo y la división, y por otro lado garantizan que las personas acomodadas que necesitan mano de obra barata y de inmediato no tengan que lidiar con demasiados infortunios. Lo que es realmente aterrador es que los demás estados se han puesto en sintonía con Carolina del Sur, que no es exactamente un modelo ejemplar en lo que se refiere al progreso educativo o económico.

Las leyes de inmigración promulgadas en varios estados, como la ley SB1070 de Arizona que en este momento se encuentra bajo consideración de la Suprema Corte de Estados Unidos, son herramientas útiles para el control social. Al igual que las leyes de segregación racial “Jim Crow”, las nuevas leyes de inmigración permiten a algunos ciudadanos que hoy atraviesan dificultades a culpar “a esas personas” por sus fracasos en vez de cuestionarse seriamente las desigualdades del sistema, tanto económicas como sociales. También permiten a las autoridades electas que optan por no hacer campaña sobre sus antecedentes o ideas para alimentar la división y así obtener una ventaja política, e impiden que hagamos el ejercicio sano y honesto sobre lo que es mejor para todos los estadounidenses.

Algunas de estas leyes están siendo “retocadas”, de maneras que reflejan su verdadera intención. En Alabama, los legisladores se enfrentan a las protestas por parte del sector empresarial que ha visto a miles de sus trabajadores de bajos salarios abandonar el estado y ha sufrido la publicidad negativa por el arresto del ejecutivo alemán de Mercedes Benz, por no poder mostrar sus “papeles”. En Arizona, se revisó la ley para hacer que su necesidad inherente de sesgo racial fuera menos marcada y más aceptable. Sin embargo, intentar encubrir la verdadera intención de esas leyes, es como intentar esconder un zorrillo en una fábrica de perfumes: las cosas continuarán oliendo mal.

La cambiante historia legal de la inmigración en los Estados Unidos resulta instructiva a la hora de considerar la nueva ola de leyes estatales sobre la inmigración. La Ley de Naturalización de 1790 otorgó ciudadanía solamente a las “personas blancas libres”. La Ley de Inmigración de 1924 buscaba cortar la ola de inmigrantes de países del sur y del este de Europa. Los cupos por país de origen no se abolieron hasta la promulgación de la Ley de Inmigración y Nacionalidad de 1965.

Sin importar si nuestros antecesores llegaron en el barco Mayflower, en los buques de tráfico de esclavos como el Amistad o en las bodegas de algún buque transatlántico a comienzos del siglo XX, la mayoría de los estadounidenses de la actualidad son descendientes de inmigrantes. Lo triste es que aquellos cuyas familias han vivido en este país durante una o dos generaciones se muestren hostiles hacia aquellos que buscan una nueva oportunidad en nuestro país.

Si realmente queremos ser el “crisol de culturas” que decimos ser, no podemos excluir a aquellos que no se parecen a nosotros, no profesan nuestra fe o no piensan en formas aceptables para nosotros. Espero que la Suprema Corte recuerde esto al evaluar la constitucionalidad de la última ola de leyes de inmigración, para poder atender las realidades inmigratorias del siglo XXI y preparar el camino para que nuevos estadounidenses alcancen el Sueño Americano y nos concentremos en crear nuevos puentes para todos en vez de murallas.

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