Ahora yo también voy a twittear

Finalmente, la semana pasada abrí mi propia cuenta de Twitter (@IlanStavans) y me sumé a más de 200 millones de usuarios que nos comunicamos -impersonalmente y en persona”, para parafrasear a Cantinflas- a través de este servicio de microblogging. Micro porque cada tweet (que, en español, significa pío-pío) tiene una extensión máxima de 140 caracteres. ¿Qué puede decirse en tan poco espacio? (Este párrafo, por ejemplo, tiene 463 caracteres sin contar espacios en blanco e incluyendo esta frase parentética. Equivale, pues, de más de tres tweets).

Según Wikipedia, cada día se escriben unos 65 millones de tweets. La mayor parte de los usuarios son adultos. Sólo el 12% son jóvenes entre 12 y los 17 años de edad. El país con mayor número de usuarios es los Estados Unidos (107,7 millones), seguido de Brasil (33,3) y Japón (29,9). No muy lejos están México (10,5) y España (7,9). Muchos twitteadores no usan Facebook, es decir, éste es su medio de comunicación social prevalente.

Hay que distinguir entre twitteadores y twitteratti. Estos últimos son individuos famosos (yo sigo a Paul Krugman y Steve Martin) cuyos tweets llegan a millones de usuarios.

Mis propios tweets son aforísticos. Al escribirlos, pienso en Ambrose Bierce, cuyo lexicón The Devil’s Dictionary, publicado originalmente (bajo el título The Cynic’s Word Book) en 1906. Porque para mí lo que vale la pena termina en un libro. Escribo mis tweets de manera declarativa, como si escribiera apotegmas, adagios o máximas, como si alguien me hubiese encomendado la tarea de compilar mi propio refranero.

En su mayoría, los efectos de Twitter son favorables. Pero los percances son obvios también. La nuestra, como se le vea, es una civilización neurótica. La normalidad está definida como un tránsito constante entre lo que ocurre en nuestro interior y la realidad. Por tránsito, me refiero al puente comunicativo. Vivir incomunicado es ser anormal.

Hay otro efecto: el Twitter nos fuerza a pensar de manera sucinta, lacónica, sentenciosa, como si de pronto todos fuésemos escritores de esas insípidas galletitas de la suerte que regalan en los restaurantes chinos al final de la cena. Muchas veces los mensajes en esas galletitas son incoherentes y lo mismo los tweets. Los escribimos sin pensarlos lo suficiente. La cultura del tweet es la cultura de la bobería.

Lo que más me entusiasma de Twitter es la libertad intelectual que representa, la difusión contra-institucional de las ideas políticas y su transgresión de las fronteras lingüísticas. Cada tweet lanzado al ciberespacio es parte de un proyecto democratizador. Hay, por supuesto, gobiernos más o menos censores. Entre los más asiduos al silencio twitteador son Irán, China y Corea del Norte. Por el contrario, en los países pro-Tweeter el valor de un tweet individual es igual o mayor a uno que proviene del estado. La primavera del mundo árabe (así como el caos en Siria) no habrían sido factibles sin el espíritu twittteador. Igual podría decirse de la campaña presidencial de Barack Obama de 2008.

Me pregunto si un nigromante en algún sitio del planeta twittée con los muertos. Quizás esa es una de las dos únicas fronteras insorteables. La otra es la frontera de los sueños. Ayer intenté sin éxito twittear mientras dormía. Al despertar, lo único que hallé fueron mis anteojos rotos.

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