En inmigración: una fantasía

Había sólo una respuesta aceptable para presidente Obama, cuando Jorge Ramos y María Elena Salinas, de Univisión, lo acribillaron a preguntas relacionadas con su política de inmigración: “Lo siento”.

En lugar de ponerse a la defensiva y recrear su habitual fantasía, según la cual su gobierno no hizo nada malo y fueron esos malditos republicanos los que le impidieron mantener su promesa de convertir la reforma migratoria en prioridad máxima, Obama debería haber ofrecido un mea culpa.

El presidente ha hecho un pésimo trabajo. Quebró sus promesas de la campaña y, lo que es más importante, separó a cientos de miles de familias al deportar a padres y colocar a los hijos nacidos en Estados Unidos en hogares de acogida, para que otra gente pueda criarlos.

Hizo todo ello no -como sostienen sus defensores- para establecer los cimientos de una reforma migratoria integral. Los hizo para apuntarse tantos con los conservadores y recuperar a los independientes, tratando de demostrar que ha escuchado sus quejas sobre la inmigración ilegal, y que ha sido suficientemente duro para encararlas. Y lo hizo para complacer a dos elementos esenciales de la base del Partido Demócrata: los afroamericanos y los sindicatos, quienes sostienen que la inmigración ilegal se lleva puestos de trabajo que irían a los trabajadores estadounidenses y que, además, mantiene los jornales bajos.

Pero sus políticas migratorias se le escaparon de las manos. Dejó salir al geniecillo de la botella al hacer, en el ámbito federal, lo que hizo Arizona en el ámbito estatal -a saber, obligar a la policía local a imponer la ley de inmigración federal. El programa, Comunidades Seguras -que se inició bajo el gobierno de George W. Bush- fue acelerado por Obama con el objetivo de expandirlo en toda la nación para 2014. Al obligar a la policía local a actuar como sustitutos de los agentes de inmigración, el gobierno pudo deportar a más de 1.5 millones de personas. Pero también eliminó la discrecionalidad para encausar y la discrecionalidad policial y aseguró que individuos a quienes años atrás tal vez hubieran dejado en paz -por ejemplo, las víctimas de violencia doméstica- fueran arrestados y deportados.

Obama no es una mala persona. Pero cuando se trata de inmigración, y el dolor que infligió a la comunidad inmigrante latina en este país, ha sido un mal presidente.

Cuando Ramos y Salinas lo presionaron sobre los fracasos de la inmigración, Obama sacó a relucir todas las viejas y conocidas excusas, justificaciones y medias-verdades que él y sus sustitutos han utilizado, durante los últimos dos años, para explicar su política de “promesas quebradas, familias quebradas”. Entre ellas, aseveraciones que ya han sido desacreditadas, como la afirmación de que la mayoría de los deportados tenían condenas penales. No es cierto.

Pero lo que realmente fue indignante fue que Obama acusara a los republicanos -entre ellos, al senador John McCain, que tuvo que pelearse con miembros de ambos partidos a fin de obtener una audiencia para la propuesta de ley que presentó junto con el difunto senador Edward Kennedy- por el hecho de que como presidente, ni siquiera propuso al Congreso una reforma migratoria. Estos son los mismos republicanos que estuvieron en minoría durante los dos primeros años de su presidencia y quienes no hubieran podido detener la reforma migratoria ni si lo hubieran querido.

Cuando el Congreso debatió la reforma migratoria durante el gobierno de Bush, 20 republicanos del Senado votaron a favor de la propuesta de legalizar a los indocumentados. ¿Por qué? Porque las empresas están encantadas con los trabajadores migrantes y los republicanos adoran complacer a las empresas. El obstáculo real para la reforma migratoria siempre han sido los demócratas, cuyo principal objetivo es complacer a los sindicatos.

Ha llegado la hora de salir de esa fantasía. Éstas son las realidades subyacentes al debate migratorio, aunque el presidente Obama no las admita jamás.

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