El faro de Dolores Prida

Se que no soy la única que quiere escribir hoy en honor a Dolores Prida. Darle al teclado para exorcizar el sentimiento de pérdida que deja la noticia de su partida. Tipeo con la incómoda emoción de no merecerlo, pero con el deseo profundo de dejarle saber la amplia influencia de su trabajo.

Dolores apenas me conocía. Pero yo sabía mucho de ella, o al menos lo suficiente. Ella se encontró conmigo hace un par de años cuando era editor de esta página y bregábamos cada semana con la publicación de su columna. Se que a veces se preocupaba por quienes o cuantos la leían.

Yo la encontré a ella hace unos 11 años. Estaba recién llegada de Venezuela y no tenía nada, excepto la aspiración de escribir y un título de periodista, cuyo valor aquí en Estados Unidos resultaba bastante incierto. No sabía que hacer, para dónde mirar, a quien seguir.

Por buena fortuna llegué directo de Caracas a East Harlem. Allí pronto, por curiosas conexiones del destino que no caben en esta columna, tuve la suerte de que alguien me invitara a la casa de Prida para participar en un club de lectoras. Hoy no podría nombrar con certeza quienes estaban allí, aunque quisiera.

Recuerdo que escogieron un libro de Amy Tang, The Bonesetter’s Daughter. Creo que hablaron de que el siguiente autor seria Jhumpa Lahiri.

Habían escogido a Tang y Lahiri porque las dos eran mujeres que en su ficción documentaban, defendían y dignificaban la experiencia inmigrante. A mi el tema me fascinaba, por razones obvias: 27 años, sola en Nueva York, estudiada pero con un inglés bastante chucuto y sin memoria local, tenía la identidad confundida hasta la médula.

Más que los libros, yo estaba interesada en las mujeres que formaban ese club. En el uso de sus palabras, en sus intereses que en ese momento yo poco entendía, pero que a algún nivel yo ya reconocía como los mios: la situación de la comunidad latina en Nueva York, los derechos de la mujer, la defensa del español, la latinidad en los Estados Unidos, la nueva y vieja literatura.

Ese día la imagen y voz de Prida se quedaron conmigo. Luego me mudé de El Barrio y la vida irrumpió con sus miles de cosas. Pero busqué y seguí el nombre de Prida en Latina Magazine, en el Daily News, en El Diario y –llegado su tiempo— también en Twitter. Lo hubiese hecho también en Facebook, pero milito en la resistencia. Prida entendía bien el poder de los nuevos medios.

La profunda sensibilidad de Prida por la justicia sin etiquetas, aguda capacidad de síntesis e interpretación, refrescante elocuencia y divertido sentido del humor me sirvieron de guía por años.

En mi experiencia inmigrante, Prida fue como el buen maestro que dejó una gran impresión. Un maestro en una escuela virtual que ella formó quizás sin darse cuenta. O quizás con total deliberación, no me extrañaría. Alguien que me enseñó del orgullo de ser latina sin disculpas pero tampoco sin merecimientos, el valor de escribir en español, de adoptar el inglés y usarlo con elocuencia, de escribir por aquellos que no pueden o quieren. Prida fue como un faro que indica hacia donde ir.

El día de su muerte el sol brilló sobre una Nueva York que en enero se resigna a estar helada y gris. Supongo que fue su forma poética de decir que ella ahora alumbra con más fuerza desde arriba.

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