Inmigrantes requieren valor para cruzar a México
Por agua llegan a México miles de indocumentados desde Guatemala
Reportaje Especial
EL NARANJO, Guatemala.— De pie, a la orilla del manso río San Pedro Mártir, Walter, de 36 años, ve llegar uno a uno a compatriotas hondureños y varios salvadoreños con mochilas al hombro a quienes cobra 25 dólares por subirse a la lancha que conduce en una travesía de 60 kilómetros hasta suelo mexicano.
Cuenta 37 hombres y tres mujeres por quienes reza “gracias a ellos podré llevar comida a mis dos hijos y, gracias a Dios, ellos podrán llegar a Estados Unidos”, si logran sobrevivir.
El ruido del arranque del motor anuncia el inicio de un viaje cuyo buen fin dependerá de la astucia del conductor de la canoa de madera tan frágil que una vez en el agua se sumerge hasta casi el límite por el peso del pasaje. “Una mala maniobra y se va pa’abajo o se voltea”, advierte.
Cada año, hay en promedio tres volcaduras en las que mueren unas 10 personas, ahogadas al caer entre las verdosas aguas del San Pedro, esas que atravesó el Hernán Cortés en 1525 en busca de nuevas conquistas , flanqueadas por frondosos árboles donde se acurrucan por igual garzas, carroñeros y cocodrilos.
A la mitad del trayecto, los pasajeros se impacientan. “Apuráte, vos”, murmuran.
Quieren ir rápido para salir del torrente porque más de la mitad de los pasajeros no sabe nadar, aunque la impaciencia es un mal consejero, explica Walter: “si vas muy rápido, el agua se vuelve como un muro contra el que podemos chocar”.
Una tragedia similar es el único miedo que él enfrenta como transportista de “sin papeles”, actividad que realiza desde su deportación de Arizona. Por infringir la ley ni se inmuta, “lo que hago es un trabajo social: ayudo a los míos”.
Acorralados por el hambre, por la desigualdad, la violencia de unos países que dejaron en las pandillas la suerte de sus ciudadanos, unos 20,000 inmigrantes –la mayoría centroamericanos menores de 30 años- ven cada año en estas embarcaciones el primer paso hacia un mundo mejor.
Son jóvenes de nombres cada vez más ingleses. Alexanders, Bryans, Catherines con el asegún del apellidos hispano. Así Walter Arenas se siente identificado bajo el nombre ficticio que usa para proteger su trabajo clandestino aunque igual cruza a personas de todo el planeta.
Rusos, iraquíes, afganos, etíopes, somalíes, cameruneses. Los más, indios y chinos que ven a la región un trampolín hacia EEUU y llegan a través de redes de tráfico con capacidad de sobornar a funcionarios centroamericanos para luego entrar a México por este inhóspito rincón.
“Cuando los pasajeros son de más lejos pagan más, pero hay más riesgos porque a los asiáticos y africanos les gusta viajar de noche para que su aspecto no los delate”, detalla Walter. “De noche, la policía guatemalteca vigila el tráfico de combustible y de paso agarra a los lancheros”.
De día es más tranquilo. El mexicano Instituto Nacional de Migración (INM) “ni se asoma” y los militares guatemaltecos plantados en la rivera del San Pedro sólo miran con parsimonia a las embarcaciones que parten repletas de viajeros osados que dejan atrás a los perros callejeros, el olor a pollo frito y el cambio de divisas.
María Rivera, de 23 años, una de las tres muchachas de la canoa de Walter, les dice adiós con un vaivén de la mano y después toca sus pechos.
El choque de la lancha contra el agua le provoca un agudo dolor. “Es la leche materna que ya no puedo dar a mi bebé y no puede salir”.
Tiene fiebre y se siente culpable porque a ratos se olvida de los tres hijos que dejó encargados a la abuela en Honduras y sólo piensa en llegar a la orilla extrema para calmar este primer calvario con medicamento.
Después vendrán otros sufrimientos. No sabe cuáles. Unas amigas le advirtieron que podrían “hacerle muchas cosas”. “Nada que un inmigrante no pueda soportar”, si sale con vida como ahora salió de la lancha a la que de espaldas envía una bendición antes de echar a andar en La Palma, una pueblito del estado de Tabasco, ya en México.