Famosos nos muestran su casa

Los famosos odian a los paparazis de dientes para afuera.

Los famosos odian a los paparazis de dientes para afuera. Crédito: Morguefile

Papeles

Cuando abren las puertas de sus mansiones para que los profanos conozcamos su intimidad a través de los medios, los famosos propician una extraña forma de voyerismo.

Así como hay gente que solo muere oficialmente cuando su obituario aparece en el periódico local, si los exitosos no exhiben su jaula de oro consideran que algo les quedó faltando en esta encarnación.

Tienen el ego por cárcel. De las paredes de sus mansiones cuelgan espejos amaestrados que les ocultan las arrugas y les repiten quién es el más bello de la especie. Sus básculas están hechas para que mientan y sólo muestren el peso soñado.

Exhibir sus aposentos es su forma de contar plata delante de los pobres. Muchos tuvieron el almuerzo embolatado. La ostentación es su venganza contra ese pasado incómodo desde el cual iniciaron la larga marcha de trepadores.

Si los medios los ignoran y no muestran su intimidad, les exigen a sus manejadores que se despabilen. O que empiecen a pasar hojas de vida.

Tienen aduladores a sueldo que les levanten la moral en épocas de vacas flacas anímicas. Contratan mayordomos egresados de Harvard que apuntan en un papelito las aberraciones de sus amos que después volverán libro. Y plata. Nada de raro tiene que vivan algún día al lado de sus expatronos.

Sus ascensores los llevan en segundos al penthouse de su vanidad. Madrugan a darse besitos de felicitación por ser tan exitosos. El cajero automático jamás les dice no en ningún idioma.

Se complacen en pregonar su prosperidad usando ropa íntima que apenas dio una batalla sobre el catre, paseó su arrogancia por algún matrimonio o coctel de celebridades, y luego pasó al rubro de desechables. O fue a dar el ropero del pariente pobre. Su batería de zapatos haría rabiar a los ciempiés habidos y por haber. O a las mujeres de los dictadores.

De dientes para afuera detestan a los paparazis. Pero se asustan cuando no aparecen. Cuando salen a la calle, miran por el rabillo del ojo y si no hay moros (cámaras) en la costa, sienten que empezó el ocaso. Enseguida les pasan furiosos tuits a sus asesores por dejarlos a merced del cochino azar.

Sus almohadas de plumas de ave virgen fueron hechas por especialistas que han analizado sus sueños eróticos. También tuvieron en cuenta el signo zodiacal, el número de divorcios, el estado del tiempo y el grosor de la prosaica nuca.

Es factible encontrar en el baño de los famosos papel higiénico con el rostro de sus mejores enemigos.

En sus clósets solo aceptan el último berrido de la moda. Para estos exhibicionistas repetir traje equivale a una derrota social.

Bailan en una sola pata cuando cuentan que viven en el mismo exclusivo sector que fulano y mengano, sus colegas de estrepitosos saldos bancarios.

Cuando despiertan con el ego alborotado, protestan por saberse excluidos de la lista Forbes de adinerados.

Les gustaría caminar siempre sobre la alfombra roja. O dejar sus huellas digitales y/o plantares en cualquier salón de la fama. Creen que deberían haber nacido en dichos escenarios. Es lo que se merecen, inmodestia aparte.

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