En boca cerrada no entran balas

En la entrada de este fraccionamiento de Acapulco, a sólo dos millas de los hoteles más lujosos del puerto, un rayo ha caído dos veces: sicarios han venido a fusilar a los vigilantes en dos ocasiones. Cuatro guardias han sido acribillados y otros seis han resultado heridos en un período de veinte días.

“No tenemos armas”, dice uno de los custodios del complejo “Las Gaviotas”, en la zona de Llano Largo, que parece seguir en el trabajo más por necesidad que por valentía. Él salvo la vida de milagro, yéndose a casa poco antes del segundo ataque, el 6 de julio. Sabe que no la ha librado del todo, porque sigue ahí sin más defensa que un teléfono celular para pedir auxilio a la Policía Federal.

“Uno trabaja con temor, pero tenemos que seguir aquí porque necesitamos el trabajo”, comenta este muchacho, delgado y de tez morena, que acompaña a otros cuatro jóvenes en las labores de vigilancia de un lugar habitado principalmente por residentes del Distrito Federal y el estado de México.

Dos semanas después me ha llegado el aviso de que los criminales regresaron a “Las Gaviotas” y he pensado mal, que el guardia que entrevisté quizás no llegó a la siguiente quincena. Pero su rostro no estuvo en la ‘nota roja’, sino el de un herrero y su cliente que murieron a tiros; también el de un joven baleado un día anterior. Ambos incidentes ocurrieron a unos pasos de la entrada del complejo.

En Acapulco se vive en el sobresalto, con la única certeza de que más allá de la zona turística “blindada”, la Costera Miguel Alemán, la avenida Escénica y la zona Diamante (donde, no obstante, fueron violadas seis turistas españolas y asesinado un turista de Bélgica este año), se camina sobre una navaja muy delgada.

Ese rostro de pánico que he visto en el guardia de “Las Gaviotas” lo tienen los niños que observan a su vecino con un tiro en la sien, el taxista que te lleva a las colonias populares, el profesor que teme que la mafia le arrebate el sueldo y las familias que quieren huir, pero el dinero se los impide.

Hace once años, cuando cubría la fuente policiaca en el diario Milenio Guerrero, no había más asesinatos que muertos en accidentes, suicidios y ahogados. Hoy, en cambio, la sangre no deja de correr por los vecindarios de Acapulco.

“Esto es pan de todos los días”, lamenta Martín Basurto, un veterano reportero policiaco al regresar de una asignación en la zona conurbada del puerto, a donde ha entrado con cautela para fotografiar al muerto y ha salido a toda prisa.

Así entran los foráneos aquí, porque en éste y otros lugares del puerto abundan los “halcones”, personas que se dedican a vigilar y dar parte al crimen organizado de quienes entran y quienes salen.

Esos espías son tan temidos que los acapulqueños hablan en voz baja al referirse a los narcos o prefieren no tocar el tema en público. Dicen que en boca cerrada no entran balas.

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