El forense también llora

Sin recursos adicionales, la SEMEFO en Acapulco atiende a una mayor demanda

Empleados de la Oficina del Forense recogen los cuerpos de individuos acribillados.

Empleados de la Oficina del Forense recogen los cuerpos de individuos acribillados. Crédito: <copyrite>Especial para La Opinión - </copyrite><person>Bernardino Hernández< / person>

“No se puede acostumbrar uno a ver el dolor diario, no somos insensibles”, dice un empleado de la Oficina Forense (SEMEFO) de Acapulco, uno de los pocos recolectores de cadáveres en esta guerra sin cuartel que ya lleva ocho años. En otras palabras, es alguien que tiene trabajo de sobra.

“Hemos llegado hasta las lágrimas por gente que no conocemos, porque estás viendo a sus familiares que le están llorando, aunque después sale en los periódicos que les dejan leyendas del crimen organizado, de todas maneras, sus familiares lloran y eso te conmueve”, comenta este joven.

Él es chofer, camillero y lo que haga falta hacer en el SEMEFO de Acapulco, una agencia del Gobierno del estado de Guerrero que en cinco años ha visto un incremento laboral del 500%, pero que no contrata a más personal desde entonces. Su plantilla sigue siendo de menos de 40 empleados.

Tan precaria es la situación en esa oficina que muchas veces un solo chofer/camillero debe recoger varios asesinados por las bandas de criminales. “Buscamos ayuda de los policías, que a veces no le quieren entrar por el asco, por el temor, y a veces nos ayudan los periodistas”, cuenta.

No han sido pocas las ocasiones en que los guantes se han terminado en la bodega. “Andamos utilizando bolsas de plástico y hay evidencia de eso porque hay fotos de los periodistas”, menciona el camillero, que —a pesar de que el Gobierno estatal no le ofrece cobertura médica— asegura que “respeta” el oficio y que le gustaría quedarse a seguir escalando puestos en la dependencia.

En una ciudad donde la tasa de homicidios es de 143 por cada 100 mil habitantes (la población total es de casi 700 mil), el aviso en las frecuencias de radio de la Policía de que hay un 11 (un muerto, según la clave policiaca) es constante. “Si bajó ha sido muy poco”, afirma el empleado.

Afuera de la morgue de Acapulco el olor a sangre podrida es penetrante. Ese día, uno de 26 cadáveres fue identificado por sus familiares basados en un tatuaje: el cuerpo no tenía cabeza. A la espera de la siguiente diligencia, los empleados del SEMEFO se reúnen a conversar y cuentan lo difícil que es bajar de los cerros con los cadáveres en estado de putrefacción. “Hasta calentura me dio ese día”, platica uno.

Nadie habla del peligro de la profesión, de las ocasiones en que policías y militares los han dejado solos —con los muertos— en las escenas del crimen, ni de que regresan sin escolta a la morgue. “Hasta el momento, gracias a Dios, no nos han amenazado”, celebra un trabajador del organismo.

Casi a las seis de la tarde la radio reporta un ahogado cerca del hotel El Presidente. “Están las olas altas”, explica un chofer. Nadie se apresura, es uno de los muertos “más ligeros” en esta ciudad.

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