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Desayuno con Gabo

La verdad nunca le llame Gabo. Nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se reunían frecuentemente con el novelista más importante de nuestros tiempos. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.

Crecí, como millones, con él. Leyéndolo, analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases perfectas. En mi época universitaria García Márquez ya era García Márquez, el genio de Cien Años de Soledad y el mejor exponente del realismo mágico —esa manera tan nuestra de ver el mundo. Macondo es América Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible —dictadores que no mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más vivos que los vivos— García Márquez fue el primero en darle voz y legitimidad.

Así que cuando un colega periodista, Elías Freig, me invitó en el 2004 a un evento en Los Cabos, México, donde García Márquez iba a dar un discurso, acepté con una condición: preséntamelo. Ese día me levanté emocionado, me encontré con Elías dispuesto, como siempre, a cumplir su promesa y, de pronto, ahí estaba el escritor: desayunando con su esposa Mercedes en la esquina del restaurante de un enorme hotel y saludando a tanta gente con la mano que parecía que espantaba moscas.

Me mordí la vergüenza de molestarlo y me acerqué mientras él le metía el tenedor, creo, a unos huevos estrellados. Me presenté y, para mi sorpresa, me dijo: “Ven, siéntate aquí, a ver si así dejan de molestar”. Y me apartó una silla junto a él. Elías se sentó a mi lado y durante años guardó celosamente el contenido de esa conversación.

Lo que unos días antes hubiera sido absoluta ficción, estaba ocurriendo, desayunaba con García Márquez. Para Mercedes, sospecho, yo era una peste más y me lo hizo saber con su mirada de aguijón. Pero aguanté los picotazos y me quedé a conversar. Había que matar dos horas y tenía a García Márquez a mi lado. No lo iba a desaprovechar.

Pero el primero en preguntar fue él. Quería saberlo todo sobre Univision, la cadena de televisión donde trabajo, y sobre los cubanos en Miami. Le conté, pero yo lo que quería era oírlo a él. Busqué la pausa y le dije: no entiendo su amistad y apoyo a Fidel Castro. Y ahí brincó Mercedes, como hablando por los dos.

“Lo conocemos hace mucho tiempo, es nuestro amigo y ya es muy tarde para cambiar”, me dijo ella. El asintió. Para él la amistad y la lealtad iban antes que la política. “Los que hablan de política son Mercedes y Fidel”, apuntó él.

Nuestro desayuno lidió más con literatura y periodismo que con política. García Márquez, en ese momento, estaba concentrado en la creación de una nueva generación de reporteros a través de la Fundación Nuevo Periodismo.

Le pude decir, casi como confesión, que para mí su mejor novela era El otoño del patriarca y, como respuesta, su bigote espumoso subió como ola. Y no, él nunca había dicho que Cien años de soledad no podría haberse escrito en ese momento en que los lectores buscaban novelas más cortas.

El desayuno concluyó cuando nos llamaron al evento. Me tomó del brazo, caminamos juntos y luego lo perdí en un mar de alabanzas y seguidores. Nunca nos dijimos adiós. Así fue mejor.

Para mí, por mucho tiempo, ese fue el realismo mágico: sentarme a desayunar con Gabriel García Márquez. Imposible, impensable y sin embargo ahí estuvimos.

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