Los “ángeles” neoyorquinos de Acción de Gracias
Te presentamos a buenos samaritanos que hacen este día especial para los más necesitados

Ángela Centeno comparte su tiempo y alegría en un voluntariado de 365 días del año. Crédito: Mariela Lombard / EDLP
“Si das sin esperar a cambio, Dios te devuelve el favor con bendición”, destacó Centeno, quien es conocida en Hunts Point por su activa participación ciudadana. “Cuando eres parte de una comunidad que sufre no puedes dar la espalda y esperar que otros vengan a cambiar las cosas, tú debes actuar”.
La boricua colabora en la Junta Vecinal 2, en el Concilio Comunitario del Cuartel 41, es parte del coro de la Iglesia de San Roque y ofrece clases de catecismo a niños latinos. Además “Angie”, como la conocen amigos y familiares, acumula más de cinco décadas entregada a la colecta y donación de comida y ropa.
Su voluntariado empezó en 1960, cuando llegó de Puerto Rico al sur de El Bronx. Para entonces, Ángela tenía 21 años y enseguida vio la necesidad de revitalizar los vecindarios de Hunts Point y Longwood devastados por la miseria y el crimen.
“Las familias puertorriqueñas pasaban hambre. Era deprimente ver tanta pobreza, no había forma de quedarse de brazos cruzados”, dijo.
Su deseo de servir a otros creció al conocer a la Hermana Miriam Thomas Collins, una monja muy querida en el área y quien murió a los 80 años en marzo pasado. La religiosa sirvió 52 años en la Iglesia de San Atanasio, y un complejo de vivienda tiene su nombre en memoria de su labor humanitaria.
“Desde mi ventana yo la veía pasar todos los días empujando un carrito de compra con la comida que le donaban las bodegas”, recordó la mujer. “Iba sola por Southern Boulevard, sin nadie que le ayudara”.
Pese al trabajo duro en una fábrica de textiles, Angie guardaba energía para acompañar a la Hermana Thomas en su labor de proveer alimentos a los pobres.
“En los días de más frío regalábamos café y avena cliente en un pequeño garaje cerca de la iglesia de San Atanasio. La gente no sólo se llevaba un bocado a la boca, también se llenaba de esperanza”, describió. “Acostumbrados al abandono, tener ayuda desinteresada era una bendición. Se cambió Hunts Point con amor”.
Centeno comentó que muchos comerciantes eran renuentes en donar, pero siempre había negociantes de buen corazón que pese a las ventas bajas regalaban algunas latas de comida y otros alimentos.
Angie ve con agrado el vibrante vecindario de Hunts Point, que dista mucho de la decadencia más profunda en la década de los 60, pero asegura que aún hay mucho que hacer.
“Ahora las familias mexicanas y ecuatorianas tienen grandes necesidades y como latinos debemos unirnos. La ayuda debe continuar”.
Lucero (40), dueño de una tienda de autopartes en Far Rockaway, Queens, recuerda su infancia como un capítulo doloroso. Tenía menos de un año cuando su madre murió de cáncer, y fue criado por su hermana de 10 años. Su padre, dedicado al campo, vendió sus propiedades para pagar el tratamiento médico de su esposa, y luego de su muerte quedó en la ruina.
“Descalzo iba por las cantinas de mi pueblo vendiendo chicles para comer”, contó Lucero. “Con esfuerzo ahorré un poco de dinero y me compré un cajón para lustrar zapatos, fue mi primer pequeño negocio”.
Sus hermanos emigraron a Nueva York y en la década de los noventa pagaron su cruce por el inhóspito terreno de Tijuana.
“Me separé de mi papá en un barranco en medio de la oscuridad. Estaba solo, aterrado y lastimado con espinas de cactus. Encontré a otro grupo de inmigrantes, pero no quisieron ayudarme”, dijo. “Afortunadamente, di con un oficial de inmigración de buen corazón que me consoló y me reunió con mi papá”.
La experiencia lo motivó a ayudar a otros sin esperar más recompensa que la satisfacción de hacer el bien.
“Dar la mano a otros es una forma de agradecer a la vida por los retos que me hicieron una mejor persona”, apuntó. “Tal vez sin estas experiencias no sería un feliz padre, esposo y negociante”.
Lucero es cofundador y presidente de la Organización Empresarial Latina (OLE), integrada por un comité de mujeres emprendedoras, pero una buena parte de las actividades del grupo son auspiciadas por su tienda de autopartes.
Alberto busca que su noble acción se convierta en una cadena de ayuda, al colaborar con comerciantes y organizadores comunitarios que comparten su interés.
“Al aportar espero que otros se motiven a dar la mano a nuestra comunidad, necesitamos unirnos”, sostuvo.
El comerciante destacó que su segunda esposa, una enfermera coreana, lo animó a ahorrar y emprender hace 15 años su propio negocio. “Doy gracias por mi familia todos los días, no sólo el último jueves de noviembre”, aseguró.
El mexicano Roberto Meneses, organizador de los jornaleros que se agrupan esperando contratistas en la esquina de la calle 69 y la Avenida 63, le pregunta cuándo fue la última vez que comió y su compañero responde un “ya ni me acuerdo” con un sonrisa burlona.
“Las bromas son la ventana de la verdad. Muchos no han comido nada y su preocupación ahora es saber si conseguirán algo para un café”, señaló Meneses. “Suerte que tenemos a ‘El Picosito’. Nadie sabe cómo se llama, pero es bueno como pan”.
A eso de las 7:30 a.m. llega El Picosito con varios recipientes de aromática comida caliente condimentada a la manera hindú. Él se llama San Sharma (62), y no sabe que los jornaleros lo apodaron así. Debe el mote a los platos picantes que cada mañana les obsequia a los trabajadores inmigrantes.
Los jornaleros latinos no hablan con Sharma, contó Meneses. “Es que ninguno habla inglés y ni saben cómo preguntarle su nombre”, apuntó. “Pero en el corazón le damos las gracias. Con señas le hacemos entender que no sólo nos trae comida, también esperanza”.
Sharma, residente de Queens, apenas sonríe y saluda a los jornaleros asintiendo con la cabeza. Haciendo señas con las manos les pide que se acerquen y les indica que hay más comida si desean.
“Madrugo para cocinar, incluso hay mañanas que horneo pan”, contó el hombre de aspecto severo, pero cuando hablas con él es amigable y sonríe sin dejar de servir la comida. “Todo es fresco, hasta las tortillas de trigo están hechas a mano”.
El hombre prefiere el anonimato. No revela su nacionalidad o a qué se dedica, pero dijo que emigró hace 40 años.
“Mi historia es muy similar a la de estos hombres, que son padres o esposos”, dijo. “Ellos son valientes al cruzar fronteras por amor a sus familias”.
El buen samaritano es parroquiano del vecino templo indio Ravidas, pero asegura que su labor no es la de acercar a los trabajadores a su religión, sino la de practicar la generosidad.
“Creo en la unidad de los pueblos sin importar cultura, color de piel o creencias religiosas. Somos una nación de inmigrantes y necesitamos unos de otros”, argumentó.
Juan Méndez (44), explicó que Sharma llegó una fría mañana sin aviso y repitió su visita todos los días hasta ahora.
“En un principio, pensamos que era un contratista y corrimos donde él para pedir trabajo, pero luego sacó ollas de sopa y café y todos nos quedamos confundidos”, recordó el ecuatoriano. “Creí que venía a vender y de la nada nos regaló comida caliente, para muchos la única del día”.
Méndez, padre de dos niños que están en su país al cuidado de su esposa, admitió que en un principio se sintió desconfiado de que alguien le diera ayuda desinteresada.
“Lo que pasa es que en esta ciudad nadie te da la mano, no es como en el Ecuador”, manifestó.
Según cuentan los jornaleros, tienen otra samaritana que acude regularmente a la parada: una mujer coreana que ofrece pan y café con un “Dios te cuide” en español, y a quien apodan “La Madrina”.
“Son los ángeles guardianes de los jornaleros. Mientras algunos vecinos nos rechazan, otros nos dan la mano”, indicó Meneses.