Los 3,800 asesinatos que tienen en alerta a El Salvador

De 2,500 homicidios en 2013 se pasará a más de 3,800, un aumento sin precedentes en la historia reciente del país

“No se hizo ningún esfuerzo para aprovechar la distensión entre las pandillas y reprimir las otras formas de violencia”, le dice a BBC Mundo Mario Vega, pastor general de la Iglesia Elim y uno de los líderes religiosos que mejor conoce el fenómeno de las maras salvadoreñas.

La distensión a la que se refiere es la tregua, iniciada en marzo de 2012, y que permitió que durante dos años El Salvador desapareciera del podio de los países más violentos del mundo, “honor” al que parecía abonado desde el final de la guerra civil (1980-1992).

En pocas palabras, la tregua es un pacto a tres bandas entre la Mara Salvatrucha, el Barrio 18 y el gobierno, por el que las pandillas se comprometían a reducir los homicidios y, a cambio, el Estado trasladaba a los líderes pandilleros de la cárcel de máxima seguridad a otras con condiciones más laxas, amén de otras medidas como sacar a la Fuerza Armada de los penales o mejorar el régimen de visitas.

Conviene recordar que, por la dinámica propia de las maras, las estructuras de mando más influyentes están encarceladas; prácticamente todo lo que los pandilleros hacen en libertad necesita del consentimiento expreso del líder que está preso.

Entre abril de 2012 y junio de 2013, los meses de mayor apogeo, la tregua obtuvo el respaldo expreso de la Organización de Estados Americanos (OEA) y de la Iglesia católica, y el interés explícito de organizaciones como el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD) y la Unión Europea.

Tanto el Barrio 18 como la MS-13 surgieron en la segunda mitad del siglo pasado en Los Ángeles y se implantaron en Centroamérica a inicios de los 90, cuando Estados Unidos inició una política de deportaciones que provocó que miles de salvadoreños regresaran, convertidos en pandilleros, al país del que habían escapado durante la guerra.

En dos décadas el fenómeno de las maras ha evolucionado: de un problema de violencia juvenil pasó a ser uno de seguridad pública, y hoy se considera un problema de seguridad nacional.

Y aunque la tregua con estas organizaciones no tiene aún acta de defunción oficial –y quizá nunca la tenga, porque el gobierno del expresidente Funes quiso poner tierra de por medio desde junio de 2013–, distintos funcionarios y analistas consultados por BBC Mundo creen que hay que hablar de ella en pasado.

“Ha finalizado”, dice Howard Cotto, actual subdirector de la Policía Nacional Civil (PNC). “En lo fundamental ha terminado”, dice Francisco Bertrand Galindo, exministro de Seguridad Pública. “La tregua terminó y la fuerza potencial de generar violencia y muerte de parte de las pandillas, lejos de disminuir, aumentó”, dice Rodrigo Ávila, exdirector de la PNC.

Aunque no todos están de acuerdo.

“El proceso de pacificación no ha finalizado aún”, discrepa el pastor Mario Vega. “Si se diera por concluido, alcanzaríamos niveles de muertes parecidos a los de Honduras”.

El punto débil de su argumentación es que, a tenor de las proyecciones basadas en los datos oficiales, las tasas de homicidios en 2014 serán muy parecidas en El Salvador y su vecino país.

El final de la tregua, eso sí, no está siendo homogéneo: hay zonas del país (incluidas ciudades importantes como Soyapango, Ilopango, Santa Ana, Sonsonate o San Vicente) en las que las cifras de homicidios están aún muy por debajo de las que presentaban en 2011.

Por lo general, son lugares en los que autoridades locales, organizaciones no gubernamentales, iglesias y grupos religiosos sí aprovecharon de alguna manera la distensión entre las pandillas y emprendieron procesos propios basados en el diálogo directo con los pandilleros.

Estas iniciativas, sin embargo, también están siendo cuestionadas con dureza desde algunos sectores porque, si bien los homicidios se mantienen relativamente bajos, al mismo tiempo se está legitimando a los pandilleros como actores sociales.

“El objetivo primario y medular del Estado debe ser el desmantelamiento de las pandillas”, dice Ávila, la persona que más años ha dirigido la PNC desde su creación, en 1992.

El subdirector Cotto tiene una visión en apariencia más integral de cómo abordar el fenómeno de las pandillas: “Aún no ha existido un cambio conceptual, de una política de seguridad ciudadana eminentemente represiva a otra en la que los recursos, y no solo el discurso, se orienten a la prevención y a la rehabilitación”.

El pasado 1 de junio hubo cambio de autoridades en el Ejecutivo salvadoreño: aunque el partido gobernante no varió (el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, FMLN), Mauricio Funes cedió la banda presidencial a Salvador Sánchez Cerén, otrora comandante guerrillero.

Si bien los primeros síntomas del fin de la tregua se habían manifestado meses atrás, con el cambio se multiplicaron los choques armados entre pandilleros y policías.

Según cifras oficiales, un total de 37 agentes de la PNC han sido asesinados en 2014, mientras que un conteo extraoficial de pandilleros fallecidos en balaceras con las fuerzas de seguridad habla de más de un centenar.

Dice Howard Cotto: “Los ataques contra policías son una acción criminal de reacción de las pandillas ante el incremento de la presencia policial, principalmente en zonas rurales”.

“Como crimen organizado que son, los pandilleros están buscando mandar un mensaje de fuerza al Estado y a la sociedad”, apunta Rodrigo Ávila.

Ante el repunte en los homicidios, el nuevo gabinete de seguridad ha respondido con la implementación de la llamada “Policía comunitaria” y con la creación del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana y Convivencia (CNSCC), una nueva mesa interinstitucional que, como tantas veces antes, se instala en El Salvador para analizar el fenómeno de la violencia.

“Con la Policía comunitaria estamos buscando un modelo distinto, se persigue el estrechamiento entre la comunidad y nuestra institución”, dijo hace poco el ministro de Seguridad, Benito Lara, en un evento en una comunidad de San Salvador en el que se desplegó la nueva filosofía policial.

Desde distintos sectores, esta política se juzga insuficiente ante el desmedido desarrollo que han tenido las maras; se habla ya de un 8% de la población que forma parte del colchón social de las pandillas, compuesto por novias, familiares, aspirantes o simpatizantes: en definitiva, personas que de alguna manera se benefician de las actividades delictivas.

Con la Policía comunitaria desplegada ya en el 70% del territorio nacional, el mes de noviembre resultó uno de los más violentos del año, con 11 asesinatos cada día en un país que apenas tiene 6,3 millones de habitantes.

Después de unas primeras semanas de titubeo, el gobierno también parece haber cerrado la puerta a dialogar con las pandillas.

“Nosotros con aquellos que delinquen no vamos dialogar, esa es la posición clara del presidente”, declaró Hato Hasbún, secretario de Gobernabilidad y una de las voces rectoras en el recién creado CNSCC.

La forma habitual que han tenido los pandilleros para expresarse sobre la tregua, los comunicados “al pueblo salvadoreño y demás pueblos del mundo”, se interrumpieron el 28 de agosto.

Así las cosas, y tras el oasis estadístico en 2012 y 2013 en la tasa de homicidios, El Salvador –las autoridades, la PNC, los líderes de opinión, la opinión pública en general…– parece sentirse más cómodo con un esquema de confrontación abierta con las maras.

Aunque ello suponga que cada día haya que recoger 10 o 12 cadáveres de las calles.

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