Prensa en Guatemala, en aguas enrarecidas

El periodista honesto a veces paga por los pecadillos del dueño de la empresa para la cual trabaja, o por la de sus colegas corruptos, o simplemente porque dijo la verdad.

Manifestantes celebran la renuncia de la vicepresidenta de Guatemala, Roxana Baldetti.

Manifestantes celebran la renuncia de la vicepresidenta de Guatemala, Roxana Baldetti. Crédito: EFE | EFE

En Guatemala, están matando al mensajero. Por un lado, la muerte es literal: el asesinato de periodistas. En marzo, mataron a tres en menos de una semana. Por otro, se arrastra al periodista a la cloaca de pasiones políticas, donde queda expuesto—cual blanco en movimiento—a fuerzas que escapan de su control. Una de esas fuerzas es la propiedad de los medios de comunicación, cuya fama salpica a los periodistas que trabajan en ellos.
En el universo de casos de periodistas asesinados, agredidos, amenazados, perseguidos penalmente, u hostigados, en Guatemala, hay víctimas que fueron perseguidas específicamente por el ejercicio de su profesión. Pero hay otros que información extraoficial revela que intentaron extorsionar a una fuente. Le pidieron dinero a cambio de no publicar información comprometedora. Otros venden su alma a una causa política y se prestan a publicar información parcializada, para favorecer intereses económicos o políticos (y su propio bolsillo).
Pero, cuando impera un clima de impunidad en el país, es difícil separar lo enfermo de lo sano. Se confunden las intenciones y todos acaban en el mismo costal. Se sataniza al periodista. Se cosifica, se fabrica un estereotipo para justificar las agresiones en su contra.
En Guatemala, la probabilidad de que estas acciones oportunistas no reciban castigo son altas. Según cifras del Ministerio Público, sólo tres de cada 10 denuncias llegan a juicio. Es decir, un agresor tiene al menos el 70% de probabilidades de no ser castigado. Complica el panorama que en septiembre se celebran elecciones generales, y el botín del erario público está expuesto al mejor postor.
Un escándalo de corrupción que estalló en el país en abril pasado, y que acabó con la renuncia de la vicepresidenta Roxana Baldetti, comprueba por qué algunos políticos quieren llegar al gobierno: para enriquecerse. Estos políticos ambiciosos saben que no sólo necesitan tener buena garganta para gritar consignas con un megáfono, o marcar tendencia en las redes sociales. Necesitan la credibilidad de los medios de comunicación para transmitir su mensaje. Pero si antes les bastaba con publicar un anuncio en el medio, ahora son propietarios del medio. La misma Baldetti tiene acciones en un diario local por medio de un testaferro. Claro, a veces sucede al revés. El empresario de medios se mete a política blindado de su poder mediático. Desafortunadamente, “incrustarse” en la credibilidad de la prensa para validar sus mensajes, hace que salga perdiendo el periodista.
En Guatemala, un empresario de medios se convirtió en ministro (aunque ya renunció del cargo). Su decisión hizo cuestionar la imparcialidad de los medios de su propiedad en cuanto al contenido relativo al área de responsabilidad del ministro (mientras estuvo en el cargo). Luego, un político con aspiraciones presidenciales abrió varios medios de comunicación con contenidos de dudosa calidad periodística para atacar al oficialismo y, en particular, a los periodistas de los medios del ex ministro que le critican—y no sin justificación. También lo hacen periodistas en otros medios ajenos a este intríngulis.
Pero, por si el panorama no fuera suficientemente complicado, ahora el político presidenciable (y sus medios de prensa) encontraron cobijo bajo el ala de un consorcio mediático tradicional. Este consorcio, desde hace décadas, favorece a todos los partidos políticos con módicas tarifas para la transmisión de campañas políticas en época electoral. Luego, les pasa factura (especialmente en el Congreso) para que favorezcan sus intereses económicos y políticos. Pero en este gran tablero de ajedrez, quienes acaban como carne de cañón son los periodistas.
Están en marcha campañas encargadas de enardecer el ánimo popular contra los medios tradicionales porque se “alinean” con intereses de la clase política o la élite económica, o porque sirven a causas políticas impopulares, o vinculadas con casos de corrupción. Ya hay reportes de intentos de agresión contra reporteros de estos medios en la capital y la provincia del país. Alguien agita las aguas, las enrarece y esconde la mano. Otros ni se toman la molestia. El político presidenciable decidió exigir la renuncia de los periodistas que le critican, y que trabajan en los medios del ex ministro. También acusó frívolamente a uno de ellos de corrupción.
Creo que a ningún periodista nos gusta que arrastren al periodismo en el lodo. Al periodista honesto le hacen pagar por los pecadillos del dueño de la empresa para la cual trabaja, o por la de sus colegas corruptos (que generan desprestigio para el gremio), o simplemente porque dijo la verdad. En un país donde la impunidad es un problema, y la corrupción es un modus vivendi (Guatemala está en el 30% de países percibidos como más corruptos), a quienes les arde la crítica creen que callar a alguien es asunto de dinero: dinero para financiar una demanda legal frívola, para pagarle a manifestantes que griten consignas difamatorias, o para pagarle a un sicario. Mientras tanto, el periodista es un blanco en movimiento—flotando en aguas enrarecidas.

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