Para un migrante salvadoreño, es mejor vivir en Central Park

El centroamericano que puede migrar no tiene tiempo de “esperar el alivio” ni que los ofrecimientos políticos cuajen. Simplemente se queda afuera del esquema.

Una soleada tarde de septiembre, Alexis se sentó en una banca del Central Park en Nueva York con su maletín discretamente colocado junto a sus pies. Un amigo guatemalteco y yo hablábamos de la crisis política que vivía Guatemala de cara a las elecciones generales, con la exvicepresidenta Roxana Baldetti y el expresidente Otto Pérez en la cárcel, junto a una colección de otros e funcionarios, por actos de corrupción. Para mi amigo, la historia es vieja: él mismo llegó a EE.UU. desde hace años con asilo político.

De pronto, Alexis tímidamente se metió en la conversación, susurrando un resignado “Ay, nuestros países”, hablando de su natal El Salvador. Que tuviera sólo 22 años de edad (como luego nos contó), que hubiera salido de su país hacía más de tres meses, habiendo pasado por California y Texas como indocumentado, y con la intención de quedarse en Nueva York, era un testamento a su decepción.

¿Qué puede decir el resto de la población que con más años encima, en El Salvador, Honduras o Guatemala, ha visto correr mucha más agua que Alexis? El presidente salvadoreño Salvador Sánchez Cerén asegura que trabaja por el bienestar de los salvadoreños—igual que su homólogo hondureño Juan Herández por los hondureños y hasta agosto, en Guatemala, al caído en desgracia expresidente Pérez por los guatemaltecos. Pero les escuchan como oir llover. La gente que puede migrar no tiene tiempo de “esperar el alivio” ni que los ofrecimientos políticos cuajen. Simplemente se queda afuera del esquema.

La prevalencia en la migración de menores de edad hacia EE.UU., y el incremento de las deportaciones desde México y su reducción desde EE.UU., dejan claro que para estas familias los gobiernos no tienen palabra. Alexis, como otros miles de jóvenes, pasa bajo el radar. Cándidamente dijo que vivía en la calle desde los 16 años de edad. Entonces, quedaba claro por qué no parecía asustado: había sobrevivido a las calles de San Salvador y a las de la capital de Guatemala sin un centavo. En esa escala, un bandita de maleantes lo aceptó en el grupo sin mayores preguntas. Luego supo por qué.

Pronto se halló recogiendo las pertenencias de los pasajeros de un bus de transporte colectivo público, mientras sus nuevos compañeros le apuntaban a todos con pistolas. Él no llevaba arma, sólo una mochila que le entregaron para recibir billeteras, celulares y cuanto entregaron los asustados pasajeros. Cuando acabó el asalto, y se alejaron del bus, le dieron Q300 quetzales (unos US$40 dólares) y no volvió a verles. Se marchó a México.

Así las cosas, estar desamparado en Nueva York no lo iba a desencajar. Y eso que había perdido su pasaporte salvadoreño, la única identificación que le quedaba. Tenía algunos dólares encima para pagar un hotel, pero no lo recibían sin identificación. Sólo necesitaba aguantar una noche más antes que un contacto le consiguiera refugio en una iglesia. La noche anterior, un policía latino lo dejó quedarse en la estación de buses de Port Authority después que le prometió no moverse del sitio, no salir ni entrar para no llamar la atención de otros guardias y policías. Cualquiera habría llorado. Él sonreía de oreja a oreja. Aquello parecía mejor que quedarse en El Salvador, donde hay cerca de 35 homicidios por día. De continuar así, deplazará a Honduras como el país con la tasa de homicidios más alta del mundo.

Nadie espera que el triágulo norte de Centroamérica resuelva sus problemas y reduzca la migración en un chasquido de dedos. Pero es lamentable que desperdiciara tantas oportunidades y recursos, por corrupción o ineptitud, cuando el fin de los conflictos armados le dio un segundo aire a la región, cuando Alexis era apenas un bebé, y su vida podría haber sido otra. En cambio, creció en un hogar problemático, en un vecindario problemático, y fue producto de su ambiente—un ambiente del que resolvió escapar. Ahora se suma a los 11 millones de migrantes indocumentados en EE.UU., con la incertidumbre que ello significa, pero que para Alexis es preferible a la lotería que significa sobrevivir en su país.

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