¿Cómo convenzo a mis hijos de leer?

Nadie tiene que convencer a sus hijos de jugar al fútbol, ver películas o jugar en una piscina

ninos lectura

Crédito: Getty/BBC

Mucha gente me pregunta cómo convencer a sus hijos de que es importante leer. Yo siempre respondo: “Si tu plan es convencerlos, ya vas mal“.

Nadie tiene que convencer a sus hijos de jugar al fútbol, ver películas o jugar en una piscina. Los chicos lo hacen solos porque es un placer. La lectura también lo es. Si el niño no lo sabe, suele ser porque tampoco lo sabe el padre.

Y es que muchos adultos quieren que sus pequeños lean, pero no leen ellos mismos. En mi familia, primero como hijo y ahora como padre, los menores siempre hemos visto a sus mayores leer y hablar de libros con pasión. Y por lo tanto, hemos querido formar parte de eso (de hecho, el reto familiar en cada generación es cómo convencer a los hijos de estudiar medicina. Hasta ahora, nadie lo ha logrado).

En cambio, si los padres no disfrutan de los libros, no tiene mucho sentido que le insistan al chico sobre la importancia de la lectura. El niño pensará: “Si fuera tan importante, lo harías tú”. Sin un soporte real, la recomendación de leer es tan vacía como gritarle a un niño: “¡Te he dicho que no grites groserías, coño!”.

Una persona leyendo

En un entorno familiar que sí conoce el placer de leer, la pregunta es otra: “¿Qué libro puede gustarle a nuestro niño en particular?”

La cultura hispana, según he vivido como estudiante y como escritor, trata la lectura como un deber penoso: “debes leer porque es importante, no porque te guste”. Los niños españoles de mi generación fueron obligados a leer el Quijote: más de mil páginas en español del siglo XVII. Los peruanos teníamos que leer poemas de Rubén Darío, cuyo universo clasicista y vocabulario rebuscado resultaban demasiado lejanos a nuestro mundo.

Algunos de esos escolares seguimos leyendo, y más adelante, después de muchas lecturas, llegamos a comprender las ambiciones literarias de los grandes clásicos. Pero muchísimos estudiantes simplemente deciden que la lectura no es para ellos. Esos son los que, de mayores, dicen “Me gustaría leer, pero no tengo tiempo”. Siempre tienen tiempo para los deportes, la vida social o los viajes. Si no leen, es que no les gusta leer. Y si no les gusta, es porque la asocian a una experiencia de frustración y dificultad.

Debería ser obvio: uno no aprende a leer con las lecturas más exigentes, igual que uno no aprende a conducir en un camión de 9 velocidades.

Una maestra leyéndole a unos niños

La otra gran barrera entre niños y libros es la moraleja. Cada vez más, los padres y educadores plantean la lectura como un escaparate propagandístico de consignas y mensajes, no como un estímulo a la imaginación y el pensamiento. Los que escribimos para niños nos encontramos constantemente con comentarios editoriales como “¿Puedes alterar el final? El protagonista debe reconciliarse con todos los demás”. “¿Puedes cambiar a este personaje? Su identidad sexual es demasiado tradicional (o demasiado poco tradicional)”. Los adultos pretenden filtrar a los niños solo las historias que encarnen ejemplos nobles y valores supuestamente correctos.

Pues tengo una noticia: eso es aburrido. Su único efecto real es empujar a los chicos hacia la Playstation.

Los clásicos de la literatura infantil son pavorosamente inmorales. Caperucita desobedece a su madre. Y luego un lobo devora a la abuela y un leñador le abre la barriga a hachazos. Pulgarcito engaña y roba al gigante, que decapita a sus propios hijos al confundirlos con humanos. ¿Y qué decir del leñador que debe matar a Blanca Nieves y arrancarle el corazón al cadáver como prueba? ¿O de la Matilda de Roald Dahl, con sus padres egoístas y aquella monstruosa directora de colegio?

Estos cuentos no pretenden que los lectores imiten a sus personajes. Solo les proporcionan una historia fascinante. Y confían en que nadie se ponga a decapitar a sus hijos al terminarla.

¿Son perniciosos para la educación de nuestros hijos? Todo lo contrario: nos ofrecen la oportunidad de hablar con ellos. Los padres que contamos cuentos a los niños no solo narramos: luego respondemos sus preguntas sobre la envidia, la belleza, el bien, el mal, y todos los temas que hacen grandes a las historias. Así, sin querer, explicamos a la humanidad, sus sentimientos y sus paradojas.

Al demandar relatos que grafiquen inequívocamente sus valores, y solo sus valores, muchos padres y educadores se niegan la ocasión de dialogar sobre ellos con sus hijos. Es un diálogo difícil, pero precisamente por eso, es uno de los componentes fundamentales de la educación.

Así que, si usted quiere convencer a su hijo de la importancia de la lectura, convénzase primero a usted mismo. Relájese. Disfrute leyendo. Y a continuación, pregúntese: “¿Con qué libro mi hijo lo pasaría así de bien?”.

Un niño difrutando de un cómic

-Santiago Roncagliolo*

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