Miedo a relacionarme
Acercarse a alguien más puede ser un verdadero reto para muchos
Me vestí con mi mejor ropa. Un Levi’s original, y una playera pegada a mi cuerpo que me marcaba todos mis músculos. Estaba bien afeitado y con el perfume de Miyake, que era la revelación del momento.
Con mis quince años, bajé del departamento que alquilábamos sobre la calle Gorlero, que en aquellos tiempos, era donde estaba la movida en Punta del Este.
Eran mis primeras vacaciones en ese lugar, que había anhelado muchísimos años por ser el lugar top. Con mis padres siempre íbamos a Mar del Plata, Argentina, porque teníamos un departamento, pero ese verano, vaya a saber por qué, fuimos a Punta del Este.
Ir a esa playa me generaba algunos sentimientos encontrados. Por un lado, ir al Olimpo. Pero a su vez, tenía miedo de no estar a la altura de las circunstancias. Ahí veraneaban mis compañeros de colegio más poderosos. Además de que sus familias tuvieran mucho dinero, ellos eran el grupo más pesado de la clase; ese que impone las reglas, que siempre son arbitrarias. También eran los únicos que se relacionaban con chicas, que en nuestro colegio solo de varones era percibido como llegar a Marte. Algunos, hasta habían debutado sexualmente. ¿O sería mentira?
Yo moría porque me integraran en su grupo pero no había ninguna chance. No solo en la India había castas. En todo grupo humano las hay.
Así las cosas, lo único que me quedaba era fingir. Ver, y sobre todo, ser visto. Y esto último no era poca cosa. Representaba un importante upgrade en mi vida social.
“Che, lo vi a Peter en Gorlero”, imaginaba que alguno diría sobre mí cuando todos estuviéramos de regreso en Buenos Aires. Ese comentario aparentemente menor sería como tocar el cielo con las manos.
Parado sobre las veredas de Gorlero, fui hasta el casino con tragamonedas, donde nacía la calle. Desde decidí caminarla hasta el final.
Iba a paso rápido, como si estuviera llegando tarde a algún lado. Creí que era la estrategia correcta, para que todos los que me vieran, además de enterarse de que yo estaba ahí, pensarían que estaba apurado por llegar a una fiesta buenísima. El pasto siempre crece más verde en el jardín de al lado.
En pocos minutos llegué al fin de Gorlero, donde estaba el cine Concorde. Misión cumplida. Había pasado por la pasarela más importante de Punta del Este. Había visto chicas lindas, me habían visto, y había llegado hasta el final. Pero claro, era un poco poco. Hacía diez minutos que había empezado mi programa y no daba para subir al departamento a dormirme.
Decidí caminar las diez cuadras nuevamente en sentido contrario. Tal vez así me podría ver algún compañero de colegio, a quien saludaría o no, según el caso. Lo importante era que me vieran; no ponerme a charlar, que de todas formas sería inviable.
Caminé a paso rápido nuevamente. Una chica lindísima me clavó la mirada. Tímido como siempre, la ignoré como si no me interesara, o yo estuviera comprometido. Me sentí orgulloso de ser valorado, aunque una voz interior también me criticaba por no ser capaz de parar y hablarle, o más simplemente, mirarla también a los ojos. Me contenté con el simple hecho de ser deseado por alguien lindo.
Nuevamente estaba en el principio de Gorlero, frente al casino. No había visto compañeros míos de colegio. ¿Me habría visto ellos a mí? ¿O no había nadie? Entré rápidamente en el sector de las tragamonedas, miré todo, también simulando una prisa que no tenía, como si estuviera buscando a alguien. No podía exponerme a estar solo ahí, así que simulé que buscaba a alguien. Los observadores podrían pensar que buscaba a una chica hermosa, o a una banda de amigos divertidos y heavies.
Salí del casino, y volví a caminar las diez cuadras de Gorlero hasta el cine. Varias chicas me miraron. Yo seguí a paso militar. Ya me estaba creyendo que llegaba tarde a algún lugar. Algún pensamiento me atravesaba.
-¿Por qué no paras y les dices algo, Peter?, me preguntaba.
-Es que no tengo ni idea qué decirles, y mucho menos, cómo sostener una conversación. Me muero de vergüenza, me contestaba. Ya me había pasado en alguna ocasión de salir a solas con una chica y temiendo el pánico escénico de no saber qué decir ni cómo mantener un diálogo, me preparaba un speech y muchas puntas distintas para salir del paso llegado el caso. Parecía Mohamed Alí cuando le preguntaron si planificaba las peleas:
-Por supuesto que planifico cada pelea desde el primer round hasta el último. El único asunto es que mi planificación dura hasta que me pegan el primer puñetazo en la cara. Ahí se acaban mis planes y empieza la pelea real”.
Nuevamente en el Concorde. Ya había recorrido tres veces la calle de punta a punta. Sin más alternativas que seguir corriendo, volví para la otra punta. Me pregunté si alguien que estuviera en un bar mirando todo, se sorprendería de ver pasar cuatro veces a un enajenado, en direcciones contrarias. No me importó. No había lugar para esas sensibilidades.
Al llegar nuevamente al inicio de la calle pude ver a Andrés Laprida. Él era el más cool de mis compañeros de colegio, y también, uno de los más poderosos. Estaba con un grupo de chicos y chicas. Por suerte los varones, no eran de mi colegio, de forma tal que me sentí un poco menos excluido. Ellas en cambio, eran hermosas, lo cual aunque obvio, fue un golpe bajo para mi ego.
Como no resistía tener que darle la mano, hablar un poco, y sentirme que él estaba en el paraíso y yo era solo un impostor, opté por cruzar la calle para que al menos la distancia me protegiera algo.
Mientras caminaba a todo vapor mirando hacia adelante, por el rabillo del ojo intentaba ver si Andrés me había detectado. Estaba seguro que no, por lo cual me pasé un poco del inicio de Gorlero, ya que él estaba apoyado sobre unos autos justo frente al casino.
Dos cuadras más tarde me detuve. ¿Qué hacer? Necesitaba que me viera, pero no quería hablar con él. Jugándome el todo por el todo decidí volver a pasar por la mano de enfrente. ¿Y si me había visto? Mi coartada de que iba apurado a algún lugar genial se evaporaría si pasaba también apurado pero en sentido contrario. Sin embargo, estar ahí y no ser visto era lo mismo que no haber ido, por lo cual corrí ese riesgo.
Emprendí mi quinta marcha con destino al cine Concorde. Elegí un paso rápido para seguir fingiendo que iba a una fiesta buenísima, pero no tan rápido para que Andrés no me viera. El timing justo.
Treinta metros antes de él, regulé el paso para asegurarme que cuando pudiera verme, yo acelerara mientras solo levantara un brazo en señal de saludo. ¿Y si no me veía? Dudé en volver a cruzar a la misma vereda suya y pasar por su lado para asegurarme que me viera. Pero ahí estaría obligado a darle la mano, y corría el riesgo mortal de que me preguntara a dónde iba. Mi verdad era imposible de contar. Y si le decía que estaba yendo a una fiesta podía ocurrir la catástrofe de que quisieran venir conmigo. Me quedé en la vereda de enfrente.
Él se movió un poco mientras fumaba, y ahí vi mi oportunidad de ser visto. Aceleré el paso, y mirando para donde Andrés estaba, se produjo el milagro. Nuestros ojos se interceptaron, levanté mi brazo, él también, y yo seguí caminando rápido. Misión cumplida.
En las varias cuadras que me quedaban hasta el final de Gorlero, vi a muchas otras chicas hermosas. Ya era tarde por lo cual la calle estaba llena. Los bares explotaban y en muchas mesas se mezclaban chicas y chicos riendo, hablando, disfrutando de un mundo que para mí era inaccesible. Yo solo podía despertar algunos suspiros, pero sin ninguna posibilidad de aprovecharlos.
Nuevamente en el Concorde me pregunté qué hacer. Había recorrido esa calle seis veces. Había podido saludar a Andrés, por lo cual ese objetivo estaba cumplido. Él le haría saber a todos que yo había estado en Punta del Este.
¿Cómo seguir? Me dieron ganas de entrar a una librería para parar de correr un rato, y ver algunas ofertas interesantes. Pero eso exponía mi soledad y mi falta de programas. Desistí.
Después de vagar por la calle lateral en la que estaba menos expuesto, volví al departamento. Mis padres dormían, y mi hermano no estaba. Fui a la heladera, me abrí una lata de Coca Cola y me la tomé sentado en la mesa de la cocina. Estaba contento.
Ya para mis veinticinco años empecé a reírme de esa situación. ¿Cómo había podido ser tan idiota de tener una conducta así? ¿No hubiera sido mejor quedarme quieto, parar en cualquier bar, pedirme una Coca Cola o hasta un cerveza, y esperar? Tal vez podía pasar algo, aún a pesar de mis miedos. Con los años había aprendido que ese era el camino. Aún dentro de mi timidez podía hacer como un pescador y generar algunas condiciones para que algo pasara. Me burlaba de mí mismo pensando qué estúpido había sido en no darle bola a varias chicas que me habían mirado. ¿Por qué no paré y les dije algo? No era tan difícil.
Veinte años más tarde me di cuenta de que esa conducta que había tenido era la única posible en esos momentos. No había sido idiota. Simplemente no podía hacer otra cosa. Por más fácil que pareciera, estaba totalmente fuera de mis posibilidades. Me había tomado ese largo tiempo madurar mi emocionalidad, aprender a manejar ciertos miedos.
¿Por qué será que tenemos tan poco cuidado al juzgarnos a nosotros mismos?
Pareciera cierta esa idea hindú que dice que en cada momento de nuestra vida, estamos exactamente en el lugar en el que tenemos que estar.