Desertor del ejército de EEUU encontró el amor en Corea del Norte
Conoce la historia de amor que comenzó en 1980, entre Charles Jenkins y Hitomi Soga
Cada noche antes de dormirse, el desertor estadounidense Charles Jenkins se volteaba hacia Hitomi Soga, la mujer con quien Corea del Norte lo había obligado a casarse, y la besaba tres veces.
“Oyasumi”, decía él, usando el japonés nativo de ella. “Goodnight” (buenas noches), respondía ella en inglés, el idioma de la infancia de Jenkins en Carolina del Norte.
“Hacíamos esto para nunca olvidarnos de quiénes éramos realmente y de dónde veníamos”, escribió Jenkins en sus memorias.
La suya es una historia oscura, extraña y cautivadora. Y, en el fondo, una historia de amor.
Atrapados en el reino ermitaño conocido por sus hambrunas y campos de trabajo, se unieron por causa de uno de los problemas menos conocidos de ese lugar: el emparejamiento de prisioneros.
Jenkins, que murió el lunes a los 77 años, llegó tambaleando a Corea del Norte en una noche amarga de enero de 1965.
Con 24 años de edad, estaba ebrio y deprimido. Como sargento del ejército de Estados Unidos enviado al lado surcoreano, le preocupaba ser víctima de una bala perdida al patrullar la frontera. O peor, que lo trasladaran a morir en Vietnam.
El sargento Charles Jenkins cuando era un joven soldado del ejército de EEUU, alrededor de la época en que desertó.
Jenkins sabía que desertar era arriesgado, pero pensó que podía pedir asilo en la embajada rusa y llegar de vuelta a casa en un intercambio de prisioneros.
Sobre esto escribiría después: “No entendía que el país en el que buscaba refugio temporal era literalmente una prisión gigante y demencial; una vez que alguien va allí, casi nunca logra salir”.
Los cuatro desertores
El gobierno de Corea del Norte hizo lo propio y lo capturó, y entonces allí comenzó una dolorosa experiencia de cuatro décadas.
Jenkins fue encarcelado en un pequeño cuarto con otros tres soldados estadounidenses que habían desertado desde 1962.
Eran el soldado James “Joe” Dresnok, un hombre gigante de casi dos metros de altura; el soldado Larry Abshier, que se cree es el primer militar estadounidense en desertar al Norte; y Jerry Parrish, de tan solo 19 años cuando llegó allí, y quien dijo que su suegro lo mataría si alguna vez volvía a su casa en Kentucky.
Los cuatro fueron obligados a estudiar las enseñanzas del entonces líder Kim Il-sung durante 10 horas diarias, y sus captores los golpeaban con frecuencia.
Desesperados, y también desesperadamente aburridos, trataron de divertirse “robando cosas propiedad del gobierno o yendo en temerarias caminatas”, escribió Jenkins en su libro “The Reluctant Communist” (“El comunista renuente”).
Jenkins primero publicó sus memorias en japonés.
En 1972, a los desertores finalmente les asignaron casas separadas y fueron declarados como ciudadanos norcoreanos, aunque todavía eran sujetos a una vigilancia constante, golpizas y torturas.
Enseñaron inglés en una escuela militar (que acabó echando a Jenkins por su acento sureño), y les ordenaron actuar como estadounidenses villanos en una serie de 20 filmes de propaganda, lo que les llevó a convertirse en celebridades instantáneas.
Otra serie de órdenes fue aún más sorprendente. Los cuatro hombres fueron emparejados con prisioneras del régimen, todas extranjeras, y forzados a casarse.
¿Por qué se molestaría Corea del Norte en hacer esto? Para Jenkins, la lógica era clara: creía que Pyongyang estaba llevando a cabo un programa de reproducción de espías, y que entrenaría a sus hijos con apariencia occidental para que sirvieran como agentes encubiertos.
Kim Jong-il (derecha) produjo películas de propaganda para impresionar a su padre, Kim Il-sung.
Mientras los cuatros soldados estadounidenses llegaron por su propia cuenta al reino comunista, no ocurrió lo mismo con las mujeres con las que se casaron.
Corea del Norte solo ha admitido haber secuestrado a ciudadanos japoneses, pero Jenkins alegaba que sus esposas, todas de diferentes países, fueron raptadas por ese servicio secreto.
“No la iba a dejar ir”
Hitomi Soga, quien se convertiría en la señora Jenkins, era una enfermera de 19 años en 1978 cuando fue secuestrada en su isla natal de Sado, frente a la costa oeste de Japón.
Había sido raptada para trabajar como maestra y enseñarles la lengua y costumbres de Japón a espías norcoreanos. Su nacionalidad le daría un futuro a su esposo que éste nunca hubiese imaginado.
Cuando la pareja se casó en 1980, Jenkins había pasado 15 años solo entre las garras gélidas de Pyongyang. Tiempo después le dijo a la cadena de TV estadounidense CBS: “Lo describiría así: la miré una vez. No la iba a dejar ir”.
Los recién casados no tenían nada en común más allá de un odio apasionado por Corea del Norte. Pero poco a poco se fueron enamorando.
Poco a poco, a lo largo de 22 años, también encontraron algo de felicidad. Daban gracias por tenerse el uno al otro. Y de la unión nacieron dos hijas: Mika, quien ahora está en sus 30, y Brinda, dos años más joven.
Hasta que en 2002 pasó algo extraordinario que volvió a cambiar sus vidas. Kim Jong-il, el entonces líder de Corea del Norte, admitió que sus país había secuestrado a 13 ciudadanos japoneses en las décadas de 1970 y 1980.
Kim dijo que ocho habían muerto (una afirmación cuestionada por Japón) pero accedió a que cinco sobrevivientes fueran devueltos a Japón para una visita de 10 días. Se trataba de dos parejas y Hitomi Soga -sin su marido.
La familia Jenkins reunida en Indonesia en 2004
Japón recibió a los hombres y mujeres que regresaron con un emotivo despliegue público de compasión. Nunca retornaron a Corea del Norte.
Jenkins y sus hijas quedaron desolados. La deserción del Ejército de EE.UU. contempla una pena máxima de cadena perpetua y el viejo soldado sabía que si trataba de reunirse con su esposa en Japón los militares estadounidenses lo arrestarían.
Pero, dos años después de la repatriación de Soga, Jenkins no pudo aguantar más. Voló con sus hijas a Indonesia, que no tiene tratado de extradición con EE.UU., para encontrarse con su esposa.
Pyongyang sólo les había permitido una visita breve. Sin embargo, con el apoyo del primer ministro japonés, Junichiro Koizumi, el desertor dijo que se arriesgaría a una corte marcial y muerte en prisión con el fin de reunir a su familia.
Fue un reencuentro emocional para la familia Jenkins, en el aeropuerto de Yakarta, Indonesia, en julio de 2004.
El 11 de septiembre de 2004, el desertor abandonó un hospital en una furgoneta hacia el campamento Zama, en las afueras de Tokio.
Aparentaba unos buenos diez años más que sus actuales 64. Erguido sin su bastón, vestido elegantemente de gris, le dio al policía militar estadounidense un largo y firme saludo.
“Señor, soy el sargento Jenkins reportándose”, declaró.
Jenkins cumplió 25 días de una sentencia de 30, después de declararse culpable de deserción y asistir al enemigo (por el tiempo que enseñó inglés). Fue liberado anticipadamente por buen comportamiento.
Se cree que compartió su completo conocimiento de Corea del Norte con las autoridades de EE.UU. a cambio de clemencia.
Jenkins rompió en llanto tras su liberación: “Cometí un grave error en mi vida pero, el sacar a mis hijas de allá, esa fue una cosa que hice bien”.
Charles Jenkins saluda al teniente coronel Paul Nigara, en la base estadounidense Campamento Zama, Japón, después de 39 años ausentado sin licencia.
Hasta el día en que murió, estaba convencido de que Corea del Norte pretendía usar a sus hijas como armas y que los institutos de élite de lenguas a las que asistían las estaban preparando para el espionaje.
Hitomi Soga se mudó otra vez a la isla de Sado, en 2004, llevándose consigo a su esposo e hijas.
Jenkins encontró empleo en un parque turístico, vendiendo galletitas de arroz senbei y posando para fotografías.
Soga trabajaba en un hogar de ancianos local. Jenkins advirtió a sus hijas ya adultas que nunca obedecieran las órdenes de policías de tránsito japoneses para orillar el auto, por temor de que resultaran ser agentes norcoreanos.
Cuando fue prisionero de Pyongyang, el sargento Charles Jenkins perdió su apéndice, un testículo, 39 años de su vida y parte de un tatuaje del ejército de EE.UU. que le fue cortado de su antebrazo sin anestesia.
Atribuyó a Hitomi Soga el que le haya salvado la vida. Sin duda, ella fue la razón de que muriera como un hombre libre.
Jenkins se veía mucho más viejo que sus años cuando llegó a Japón con sus hijas y esposa.
¿Con quiénes se casaron los otros desertores?
- Anocha Panjoy, una joven tailandesa, fue entregada a Larry Abshier por las autoridades norcoreanas, en 1978. Ella trabajaba en un sauna en Macao cuando desapareció. No tuvieron hijos y Anocha quedó viuda cuando Abshier murió de un infarto a los 40 años. Según Jenkins, que fue su vecino en esa época, el régimen se la llevó y la volvió a casar con un alemán que trabajaba como espía coreano en el exterior.
- Siham Shraiteh, de Líbano, tuvo tres hijos con Jerry Parrish. Jenkins cuenta que fue secuestrada de una escuela de secretarias en Beirut junto con otras tres mujeres. Cuando sus padres negociaron su retorno en 1979, descubrieron que Siham estaba embarazada. Ella regresó a Corea del Norte a parir y nunca volvió a salir de allí.
- Para James Dresnok, su matrimonio forzado sería sus segundas nupcias. Su joven esposa estadounidense se había divorciado de él en 1963, un año después de su deserción. El régimen le ofreció una mujer rumana, Doina Bumbea, que le dio dos hijos. Jenkins escribió que fue secuestrada mientras vivía en Italia como una estudiante de artes. Después de su muerte, de cáncer del pulmón en 1997, Dresnok se casó con la hija de un diplomático togolés y una norcoreana, con la que tuvo un tercer hijo.
James Dresnok, aquí en sus 60, atravesó los campos minados de la zona desmilitarizada cuando desertó a Corea del Norte, en 1962.
Los tres hijos de Dresnok y su tercera esposa aparecieron en un documental británico de 2006 sobre su vida, “Crossing the Line”.
Siham Shraiteh también apareció, insistiendo en que jamás fue secuestrada y que permaneció en Corea del Norte con sus hijos por voluntad propia.
No se sabe con seguridad si sus declaraciones fueron hechas bajo presión, pues la crítica contra el régimen de Kim definitivamente sería peligrosa para una extranjera.
Dresnok, el último soldado de EE.UU. del que se tiene conocimiento que vivía en Corea del Norte, murió de un derrame cerebral a la edad de 74 años, en 2016. “Nunca he lamentado venir a la República Democrática Popular de Corea“, declaró en el documental británico. “No lo hubiese cambiado por nada”.
Charles Jenkins, por su parte, fue el único de los cuatro desertores de los años 60 que puso pie por fuera de Corea del Norte otra vez.