Cómo mi hija se recuperó del autismo cuando cambié su comida
El caso de Maia es uno entre miles, en el mundo y en Argentina
Maia me muestra con mucho orgullo su carpeta de tercer grado. Es una de las mejores alumnas de su curso. Me hace reír, dice que el recreo en su escuela “parece un apocalipsis zombi”. Juega con mi grabadora, pega gritos sorpresivos en medio de la frase para que una raya roja los registre. Se ríe mucho. Yo también. Porque sé que Maia tuvo autismo y ya no lo tiene: se recuperó haciendo una dieta que excluye la comida industrializada, el gluten, los lácteos, los huevos, la soja y el azúcar.
El número de personas diagnosticadas con Trastornos del Espectro Autista (TEA, llamado hasta hace poco tiempo TGD o Trastornos Generales del Desarrollo) aumentó dramáticamente desde la década de 1980.
En 2008, la agencia norteamericana Center for Disease Control and Prevention (CDC) estableció que uno de cada 68 niños estaba dentro del espectro autista. Hoy, ese porcentaje creció a tal punto que hay uno cada 33 niños.
Las cifras varían según quién elabore la estadística, pero no hay polémica respecto de lo alarmante del crecimiento de esta patología. Donde sí hay controversia es en la interpretación de por qué aumenta. Un sector de la industria de la salud asegura que, en realidad, lo que mejoró fue el método para el diagnóstico, y que ello explica el aumento de casos. Pero no hay registros de disminución de casos de otras patologías que antes podrían haberse confundido.
Es decir, no hay evidencia de que se trate de una mejora del diagnóstico y sí la hay del crecimiento de la enfermedad. La científica Stephanie Seneff, del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), encendió hace poco la alarma al afirmar que uno de cada dos niños en Estados Unidos será autista en 2025.
Darse cuenta
Maia nació en España en 2008. Su mamá, Macarena Oyarzo, había ido a probar suerte allá como muchos otros cocineros: se había recibido en el Instituto Gastronómico del Sur de Quilmes unos años antes.
Make (nadie le dice Macarena a Make) empezó a notar en un momento que Maia respondía cada vez menos a los estímulos y que tenía infecciones e inflamaciones a repetición. La lenta incorporación de los alimentos empeoró las cosas. El nacimiento de Malena, la segunda hija, un año después, le servía de comparación: Maia tardaba mucho más que su hermana menor para todo. Make empezó entonces un raid binacional de médicos -en el medio se volvió a la Argentina y se separó del padre de las nenas- hasta que, a los 17 meses, dice Make que Maia “se apagó”.
Al cumplir tres años y medio, le diagnosticaron TGD no específico con discapacidad mental. “Con suerte, esta nena alguna vez va a ir al baño”, fue el inolvidable comentario de un olvidable médico argentino.
-Fue un momento de mier… -recuerda ahora Make-. ¡Yo le había puesto tantas fichas a este bebé! Maia va a ser esto, esto otro. ¡Los proyectos que tiene una, todos borrados!
Me muestran videos de esa época: Maia plantada a centímetros del televisor, Maia que grita y se tapa los oídos mientras en el jardín le cantan el feliz cumpleaños, o Maia corriendo en círculos y “aleteando” (una de las conductas estereotipadas y repetitivas de los niños con TEA). Imposible reconocer en esa imagen a la nena que se ríe al lado mío porque se le escapó la palabra “mierda”.
-¡Se me escapó! -explica con un risa pícara cuando la madre reprueba el vocabulario.
Y veo videos más viejos, en los que se ve a Maia gateando para conseguir una galletita.
-Fijate que ahora el papá se ríe y ella lo mira. Ahí está. ¿Ves? Conectaba la mirada.
Make se conoce de memoria los videos. Nos pasa a casi todos los padres, pienso. Pero las imágenes que veo yo, Make las vio mil veces porque necesitaba pruebas de algo que sabía: que el autismo de Maia era adquirido. Y esa obsesión la llevó a leer montañas de artículos y papers y a mirar decenas de conferencias. Así dio con las investigaciones de la conexión intestino-cerebro.
El opio de los péptidos
Aunque hace más de cien años que la literatura científica recopila datos sobre la permeabilidad intestinal aumentada, este síndrome no está reconocido como enfermedad y parte de la comunidad médica asegura que el trastorno carece de base científica.
Sin embargo, buena parte de los especialistas trabajan con esta hipótesis: el mal funcionamiento de las uniones estrechas intercelulares del intestino permite que entren elementos mal digeridos en la sangre y, según la predisposición genética de la persona, esos elementos pueden desarrollar enfermedades autoinmunes, inflamatorias, infecciones, alergias o cánceres, tanto intestinales como en otros órganos.
La Liga de Intervención Nutricional contra Autismo e Hiperactividad (LINCA) es una ONG que trabaja con esta perspectiva y provee información a las familias con personas en el espectro autista y a profesionales de la medicina.
En su página puede leerse que Karl Reichelt, médico e investigador noruego fallecido en 2016, fue de los primeros en asociar la conducta de niños autistas con la de los adictos al opio o a la morfina. En la orina de estos pacientes, Reichelt encontró elementos con una gran similitud molecular a la morfina y propuso la teoría de que un grupo importante de personas con trastornos del desarrollo, como autismo y TDAH, no digiere correctamente las proteínas, principalmente las que se encuentran en los lácteos y en el gluten.
A esos elementos hallados en la orina se los llama péptidos opiáceos y alteran el funcionamiento del cerebro a nivel de los neurotransmisores. Este efecto se deja sentir en primer lugar en el intestino, nuestro segundo cerebro, donde se encuentran unos cien millones de neuronas.
Todas estas cosas leyó Make aquellas noches de estudio afiebrado. Y lo consultó con el neurólogo. “Hazlo, mal no le va a hacer -recuerda que le dijo-, pero no alimentes muchas esperanzas”. El cambio radical de dieta se hizo un 13 de septiembre de 2012. Nadie olvida la fecha porque, desde entonces, la celebran como el segundo cumpleaños de Maia.
– Esa noche nos cambió la vida a las tres. Los primeros cuatro días fueron de locos, hubo momentos en que con Male nos encerramos en el baño porque Maia estaba furiosa. Revoleaba todo. Me mordió, arañaba el revoque de las paredes. Era síndrome de abstinencia de los lácteos.
La mañana posterior a los cuatro días de furia, Make fue a despertarla y vio una imagen que, dice, no olvidará jamás. Maia tenía la carita apoyada en uno de los travesaños de la escalera de la cama y la miró fijo a los ojos por primera vez en años. Al reconocerla, le hizo una sonrisa. Make supo que por ahí iba la cosa.
Maia no se acuerda nada de eso. Era muy chiquita y además su cerebro vivió un tormentón. Pero sabe que tiene que seguir su dieta. No se encapricha con otras cosas, no se desbanda.
-¿Tus compañeros del colegio saben que no comes lo mismo que ellos? -le pregunto.
-Sí, dicen que tengo una dieta rara. Pero cuando les convido, todos la comen.
-Y vos, ¿probás la comida de ellos?
-¡Nooooo! ¡Me hace mal!
Pero el tema no le interesa, prefiere mostrarme las tareas de matemática, en las que se saca siempre las mejores notas. Es previsible, algunos estudiosos del tema llegaron a sostener que el Síndrome de Asperger (uno de los TEA más conocidos) es una capacidad de concentración beneficiosa para la carrera científica. Maia tiene otra explicación: “Las ciencias sociales son aburridas”.
Lo primero que registró Maia cuando volvió a esta realidad fue a Hipólito, el perro. Lo llamaba; el perro venía a jugar y ella lo miraba. Después se conectó con su hermana Male. Y, de a poco, fue incorporando a los demás. Tras un año de dieta volvieron al neurólogo escéptico del tratamiento. Maia estaba entusiasmada porque tenían entradas para el teatro a continuación de la consulta. El médico llegó una hora tarde y la nena, furiosa porque se iba a perder la obra, se lo reprochó.
-¿A qué viene, mamá? -dijo el médico, prestando escasa atención al reclamo.
-A renovar el certificado de discapacidad -le dijo Make.
-¿De quién?
Make tragó saliva. Y saboreó la victoria.
Una cocina especial
Los primeros días del cambio de dieta, Make les daba puchero, una comida barata que no posee ninguno de los alérgenos más comunes que afectan al síndrome del intestino permeable. “Es una comida que sigo recomendando”, dice. Y, mientras ganaba tiempo, fue reconfigurando todo lo que había aprendido en las escuelas de cocina. Con esa premisa -nada de TACC, ni leche de vaca, ni azúcar, ni soja, ni aditivos-, Make puso en juego su oficio.
-En la cocina uno es medio robot, ¿no? Es muy militar -dice-. Cuando trabajás para otro, no creas nada, es todo órdenes y tiempos. Pero ojo que no reniego de la cocina militar. Me sirvió. Nada más que había que modificar las materias primas -se toma unos segundos y corrige-. Bueno, en realidad, es más que eso. Hay un replanteo del objetivo . No se trata de cocinar para la exquisitez de algunos que pueden pagarlo, se trata de salvar vidas. Es una cocina de derechos humanos”.
Maia y Male comen sano y variado en una relación en la que todos salieron ganando: buena parte de los ingresos de la familia provienen ahora de la venta de estos productos a pacientes de la dieta a los que se les complica cocinar tanto y de los talleres de Cocina Biomédica en los que enseña todo lo que aprendió mientras experimentaba.
En diciembre de 2013, algunas madres le hablaron a Make de Nicolás Loyácono, pediatra de la UBA que estaba trabajando sobre TEA con el eje en una dieta sin gluten ni lácteos.
Loyácono es investigador adjunto en el Hospital de Clínicas, trabaja como responsable del equipo TEA Enfoque Integrador y resume la premisa sobre la cual se basan: “Los alimentos de mala calidad nos inflaman y activan nuestro sistema inmunológico, y eso interfiere en nuestras funciones básicas, como en el nivel de concentración o en el sistema cardiovascular. En el cerebro, puede propiciar la alteración de conductas”.
Sobre esa base, desarrollaron tratamientos integrales. “Hacemos una evaluación de cada paciente no solamente del área neurológica psiquiátrica y de conducta, sino que también consideramos los problemas médicos que acompañan el diagnóstico, que solemos llamar PMC”, dice.
Los PMC son “problemas médicos concomitantes”, que acompañan el diagnóstico crónico -que en este caso es el TEA-, y pueden ser temas gastrointestinales, nutricionales, metabólicos, inmunológicos, bioquímicos, oxidativos, infectológicos o reumatológicos, entre otros comunes. “Cuantos más PMC vamos resolviendo, la sintomatología por la cual el TEA fue diagnosticado se reduce. Y muchas veces desaparece. La dieta es la base del tratamiento. En todos los casos, la dieta genera una desinflamación que mejora muchísimo la calidad de vida del paciente”.
Volver a casa
Tengo varios casos más o menos cercanos de TEA con mayor o menor severidad. Por eso, las conversaciones con Maia me conmueven tanto.
Pero ni yo ni nadie en mi entorno habíamos escuchado hablar de la dieta biomédica, que, en el peor de los casos, mejora la calidad de vida del paciente.
¿Cómo puede ser? La conspiranoia se apodera de mí: se trata de un tratamiento muy barato, que no solo otorga un papel menor a la industria farmacéutica, sino que pone el foco sobre el potencial peligro de la alimentación contemporánea. ¿Es posible que ese sea el motivo de la poca difusión de esta terapia? Solo lo sabremos difundiéndola más, me digo. Porque el caso de Maia es uno entre miles, en el mundo y en Argentina.
En su primer año y medio de vida, Manuel tenía todas las pautas de crecimiento normales, pero de a poco empezó a desconectarse, costaba hacer contacto visual con él, había que gritarle para que prestara atención, no interactuaba casi con nadie.
En marzo de 2017, Mariano y Pamela recibieron el diagnóstico de su hijo: Manuel tenía TEA en nivel moderado. “Se nos paralizó el mundo -recuerda ahora Pamela-. No solo pensás en el momento, pensás en el futuro, qué herramientas va a tener, pensás en el bullying”.
También a través de la red, dieron con una madre colombiana cuyo hijo se había recuperado en base a la dieta que habían llevado adelante con un médico que trabajaba con LINCA. Pamela buscó, entonces, los médicos argentinos que trabajaban con esa ONG y llegó a Loyácono.
“Lo nuestro no fue nada paulatino, al segundo día le saqué todo junto: lácteos, gluten, azúcar, aditivos, conservantes”. Hasta entonces, Manu comía patitas de pollo procesadas, galletitas de chocolate, hamburguesas. “Le daba porquerías, ahora lo sé, porque uno se va informando”, dice Pamela. A la semana de la dieta, Manu levantó un teléfono y dijo: «¿Hola, hola?».
Pamela y Mariano empezaron a sentir que su hijo los «visitaba» de a ratos. “Era muy loco, con mi marido decíamos: «¡Está acá, está acá!». Era un momento que conectaba y se iba. Pero empezamos a avanzar en la dieta y se quedó definitivamente acá”.
Y todo transcurrió en un año. Manuel no está recuperado ciento por ciento, pero la diferencia es apabullante y las perspectivas son muy alentadoras. “El acto de principio de año del jardín maternal fue muy angustiante para mí porque Manu se tapaba los oídos, aleteaba delante de todos. Yo lo quería bajar del escenario, fue horrible”. Pero el acto de fin de año fue completamente distinto. “Las maestras me dieron la sorpresa de que abrió el acto tocando la armónica sentado en un banquito. Habría 400 personas y él nunca aleteó ni nada”. ¿Las desventajas? Hay que cocinar mucho. “No parece un precio demasiado alto”, dice Pamela.
Tirando del mismo hilo me encuentro con el caso de Agustín, que tuvo un desarrollo similar a los niños de su edad hasta los tres años y, a partir de ese momento, sus habilidades -incluida el habla- empezaron a debilitarse y a perderse. “No toleraba algunas comidas, lo que ocasionaba vómitos y deshidrataciones cíclicas. Cada tres meses lo teníamos que internar”, recuerda hoy la madre.
A los tres años y seis meses le diagnosticaron TGD. Sus padres, Gaspar y Jessica, comenzaron a buscar tratamientos alternativos porque tenían mucha resistencia a suministrarle Risperidona, un medicamento antipsicótico muy cuestionado. En esa búsqueda dieron con el equipo TEA Enfoque Integrador del Hospital de Clínicas.
“Le sacamos el gluten, la leche de vaca, los conservantes y aditivos y de a poco empezamos a ver los cambios”, cuenta Gaspar. Claro que no dejaron nunca de estimularlo con equinoterapia, fonoaudiología, e incluso lo mandaban a clases de inglés antes de que recuperara el habla, como estimulación.
De a poco fue recuperando todas las habilidades que había perdido. Al mes ya tenía contacto visual. “A medida que avanzaba, también nosotros nos fuimos acomodando a la dieta, investigando, aprendiendo -dice Jessica-. Al principio nos costaba mucho conseguir los alimentos, teníamos que pedirlos por internet, hacer compras grandes, pero por suerte eso también se va resolviendo”.
Ya hay una mayor cantidad de proveedores de productos para esta comunidad, aunque -previsiblemente y al igual que en el caso de Make- muchos son padres que atravesaron este calvario. Un ejemplo: los productos de limpieza industriales tienen infinidad de metales pesados que afectan a muchos niños con TEA. Unos padres ya los elaboran de manera artesanal para el resto de las familias que los necesitan. El crecimiento de este esquema de comercialización es también un buen indicador de la cantidad de personas que encontraron en este tratamiento un alivio al menos.
Agustín tiene hoy siete años, va a una escuela común y el año pasado llegó a ser abanderado. Los padres, con el pecho lleno de orgullo.
No resignarse
La teoría que da sustento a este tratamiento polemiza de alguna manera con la medicina genética y con el concepto de neurodiversidad. La primera es un poco la norma de lo impuesto, en materia de autismo. “Habitualmente, el paciente que llega a nosotros ha recorrido un número de consultorios de los cuales el 90% les dio una respuesta genética -confirma Loyácono-. Pero las estadísticas de los estudios científicos y las principales universidades del mundo sostienen que no más del 5% al 10% de estos problemas se pueden atribuir a una cuestión genética”.
Por otro lado, también se polemiza con el concepto de neurodiversidad, que sostiene que las personas tenemos cerebros diferentes y, por lo tanto, características conductuales distintas. “Muchos padres dicen que hay que aceptar a los chicos como son y eso un poco me enfurece: si cambiándole la dieta le mejorás la calidad de vida, e incluso lo recuperás, ¿por qué vamos a elaborar una cultura de la resignación?”, cuestiona Make. Loyácono agrega: “Es muy difícil que se pueda incluir a un niño que tiene conductas disruptivas como gritar o autoinfligirse daño. Pero lo más importante es que esas conductas muchas veces tienen su base en problemas médicos concomitantes que son diagnosticables y tratables”.
Los tres neurólogos tradicionales que contacté para esta nota declinaron amablemente su participación. En ningún caso desconocen la mejora en la calidad de vida de los pacientes que optan por el cambio en la alimentación, pero el marco teórico genetista sigue siendo un poderoso cinturón ante una “teoría emergente”, como llaman a esta tendencia.
La comida que comemos actualmente tiene 300 veces más gluten que la de hace 60 años. Porque la industria usa harinas como estabilizantes, espesantes o, simplemente, para “estirar”, es decir, abaratar las preparaciones. Por eso -por la profunda degradación de la calidad de la comida masiva-, esta dieta es recomendable no solamente para quienes ya fueron diagnosticados con alguna patología: es una excelente forma de prevenir.
Pamela, la madre de Manuel, tiene una anécdota al respecto: “Yo tuve jaquecas muy fuertes toda la vida. Me hicieron estudios de cervicales, fui al oculista porque no enganchaban qué podía ser. Me asusté, pensé que tenía algo en la cabeza. Cuando empezamos la dieta con Manu, modificamos algunas pautas de consumo nosotros porque no queríamos que él deseara. Y, al primer mes de evitar los lácteos y el gluten, se me fueron los dolores de cabeza. Así que, evidentemente, no soy celíaca, pero tengo una intolerancia que no habían detectado”.
A algunas personas se les convierte en celiaquía, a otras puede generarle trastornos del espectro autista y otros pueden desarrollar un cáncer o cefaleas. O nada. En cualquier caso, la mala alimentación no distingue clases sociales: el 60% de los argentinos adultos padecen de obesidad o sobrepeso.
“Cada nene es un mundo -dice la nutricionista Maria Luz Sanz, integrante del equipo que dirige Loyácono-. A veces, tenemos que sacar alimentos que nunca habían aparecido como poco tolerados. El otro día nos dimos cuenta de que un nene tenía problemas con un jugo de naranja exprimido que tomaba a la mañana. Le sacamos el jugo y el nene mejoró la materia fecal y la sintomatología general. A veces, la gente hace alergias alimentarias no solo a los alérgenos más comunes. Puede hacerlo a otros alimentos”. Por eso es tan importante que el tratamiento sea personalizado.
Lo que hace mal a algunos puede no hacer mal a todos. Muchas personas pueden vivir toda la vida sin manifestar problemas serios ante los alimentos tachados de la dieta biomédica. Y, sin embargo, dice Make que todo el mundo debería suprimir los lácteos y el gluten como prueba por unos meses. “Yo digo que la mejora va a ser evidente en cualquiera que siga esta forma de alimentación. Porque no hacerla te quita derechos”.
Por: Roly Villani/La Nación