Hermana “póstuma de Ana Frank: “Cómo escapé de la muerte de Auschwitz”
Con 93 años, Eva Schloss es una de las últimas sobrevivientes del Holocausto
A sus 93 años, Eva Schloss es hoy una de las últimas sobrevivientes del Holocausto.
Eva Schloss y Ana Frank eran amigas de la infancia, vecinas en la Ámsterdam ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.
Eva recuerda que el apodo de Ana era “miss quack quack“; según ella, la autora del diario, que se convertiría en uno de los íconos del Holocausto, se ganó el apodo porque le encantaba conversar.
Y al igual que los Frank, la familia judía de Eva se vio obligada a esconderse. Pero eventualmente sería descubierta y enviada al campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau en Polonia.
Después de la guerra, Eva se convirtió en la hermanastra póstuma de Ana Frank cuando su madre se casó con el padre de Ana, Otto Frank.
En una entrevista con la periodista Emily Webb, del programa de radio Outlook de la BBC, contó cómo fue capturada y escapó de la muerte en el campo de exterminio nazi.
El comienzo del odio
Eva Geiringer Schloss vivió una infancia feliz con sus padres, Erich y Elfriede, y su hermano mayor, Heinz, en Viena: le encantaba esquiar en las montañas en invierno y nadar en el lago en los meses de verano.
Pero las tropas nazis invadieron Austria el 12 de marzo de 1938 para anexar el país a Alemania.
De la noche a la mañana, amigos y vecinos se volvieron contra la familia de Eva simplemente porque la familia era judía. Eva tenía 9 años en ese momento.
“Mi mejor amiga era una niña católica. Cuando fui a su casa, su madre me vio llegar, me miró con tanto odio y dijo: ‘Ya no te queremos ver aquí’. Y cerró la puerta en mi cara”, recuerda Eva en una entrevista con el programa Outlook de la BBC.
“Estaba en estado de shock. Me fui a casa llorando. Y mi madre dijo: ‘Desafortunadamente, eso es lo que va a pasar, parece que a la gente ya no le agradamos’.
Su hermano, Heinz, entonces de 12 años, fue atacado físicamente por sus propios amigos.
“Llegó a casa en un estado lamentable. Su rostro estaba cubierto de sangre, su ropa estaba desgarrada. Y cuando mis padres preguntaron (qué había sucedido), dijo: ‘Mis mejores amigos hicieron esto, y los maestros solo estaban mirando’.”
Para escapar de la persecución en Austria, los Geiringer se refugiaron primero en Bélgica y luego en Holanda.
Conociendo a Ana
Y fue en Ámsterdam donde Eva conoció a Ana Frank: la autora del diario más famoso del mundo vivía en el edificio donde se mudaron.
“Todos los niños iban a jugar después de la escuela en el área abierta (del edificio). Y un día una niña pequeña se me acercó y se presentó, su nombre era Ana Frank.
“Ella me preguntó de dónde vengo, dije Austria, y así sucesivamente. ‘¿Así que hablas alemán?’, ella dijo: ‘Oh, mis padres también hablan alemán’.
“Después me llevó a su departamento a conocer a su familia. Y así conocí a Otto, quien luego se convirtió en mi padrastro, su hermana y su madre”, cuenta.
Las dos se hicieron amigas, pero “no mejores amigas”, aclara Eva, debido a que tenían intereses distintos en ese momento.
“Yo quería jugar. Anne era más femenina, ya más interesada en la ropa y en los chicos. Cuando le dije que tenía un hermano, me dijo: ‘Oh, ¿puedo conocerlo?'”, recuerda.
“(Pero él) no estaba interesado en una chica de la edad de su hermana pequeña. Quería una novia mayor”.
La persecución
Poco después de que los Geiringer llegaran a Amsterdam en 1940, los nazis invadieron Holanda y pronto comenzó la persecución de los judíos. Intentaron salir del país, pero esta vez no pudieron.
“No podíamos usar el transporte público, teníamos que andar en bicicleta, comprar en tiendas judías, los cristianos tenían prohibido venir a nuestra casa, teníamos prohibido ir a casas cristianas. No podíamos ir al cine, a la piscina… Dijeron que teníamos que dejar nuestra escuela e ir a escuelas judías”, dice ella.
Pero a pesar de todo, Eva todavía tiene buenos recuerdos de este período, especialmente de su hermano, Heinz, quien le tocaba canciones al piano para bailar y, como ya no podían ir al cine, preparó una presentación especial de la película Blancanieves y los Siete Enanitos para su hermana, con los personajes dibujados en cartulinas.
“Hizo todo para hacerme feliz, para complacerme”.
“Así que la ocupación aún no era tan terrible”, evalúa Eva.
Pero lo peor estaba por llegar.
En 1942, los nazis idearon la llamada “Solución final”, el plan para el genocidio del pueblo judío, que culminó con el asesinato de dos tercios de la población judía de Europa.
Fue entonces cuando el hermano de Eva, así como otros jóvenes, recibieron una carta de citación para ser enviados a un campo de trabajo nazi en Alemania, y su padre decidió que la familia debería esconderse.
“Mi padre me explicó que todos los países ocupados (por los nazis) tenían un movimiento de resistencia, lo que significaba que estaban boicoteando lo que estaban haciendo los alemanes”.
“Estas personas encontraron casas para que nos escondiéramos”, dice.
Familias escondidas
La familia Geiringer se dividió estratégicamente en diferentes casas: Eva se refugió con su madre, mientras que Heinz se escondió con su padre.
Como había constantes incursiones de la policía nazi, la resistencia holandesa construyó un pequeño escondite para Eva y su madre en el baño de la casa donde estaban refugiadas, detrás de una pared falsa.
Recuerda el pavor que sintió cuando uno de los soldados entró al baño.
“Escuché (el chirrido) de sus botas al entrar, y mi corazón latía tan fuerte que pensé que lo escucharía a través de la partición, pero por supuesto que no (lo hizo). Simplemente abrió la puerta, miró adentro y probablemente salió de nuevo”.
Después de dos años de esconderse, el 11 de mayo de 1944, el día en que Eva cumplió 15 años, sucedió lo que los Geiringer temían.
La traición
“Era mi cumpleaños número 15, nos habíamos mudado recientemente a la casa de esta familia, una familia muy agradable, una pareja mayor. Tenían un desayuno de huevo especial de cumpleaños porque solo comíamos un huevo a la semana”.
“De repente llamaron a la puerta. Bueno, por la mañana no hubo problema. El dueño de la casa bajó y abrió la puerta. Había dos nazis y dos policías holandeses. Subieron las escaleras y fueron directamente hacia mi madre y hacia mí”.
La familia de Eva había sido traicionada por un doble agente de la Resistencia holandesa.
Los llevaron a la sede de la Gestapo, la policía secreta nazi, donde Eva fue interrogada extensamente. Lo que ella no sabía era que su padre y su hermano también habían sido capturados.
“Eventualmente me liberaron y me arrojaron en una pequeña habitación. Allí estaban mi padre, Heinz y mi madre”.
Más tarde se descubrió que la enfermera que albergaba al padre y al hermano de Eva entregó a alrededor de 200 familias judías a los nazis, incluidos los Geiringer.
Los nazis ofrecieron grandes recompensas a cualquiera que entregara a los judíos que estaban escondidos.
Un traumático viaje en tren
Posteriormente, los Geiringer fueron llevados en un tren de carga al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, dentro de un vagón de ganado.
“Alrededor de 70 personas fueron empujadas dentro (del vagón). No había lugar para sentarse, solo en el piso. Trajeron dos cubetas, una para agua y otra para (usar) como inodoro. Una pequeña cubeta común”.
“Luego venían y cerraban la puerta, ya nos sentíamos como en la cárcel. Y entonces continuamos nuestro camino. Una vez al día, abrían la puerta, y echaban pedacitos de pan adentro. Y cambiaban los baldes”, relató.
En ese momento, todavía no sabían a dónde iban.
“Viajamos durante unos tres o cuatro días. La gente se desmayaba, lloraba, hacía un clima terrible”.
El viaje en tren fue la última vez que los Geiringer estuvieron todos juntos como familia.
“Mi padre se disculpó con nosotros, dijo que ya no podía protegernos”.
“Y nos dio instrucciones: ‘Siempre lávense las manos, traten de ayudarse siempre. Intentaremos permanecer juntos. Recuerden: tenemos una oportunidad, podemos lograrlo, los cuatro'”.
Auschwitz
Cuando llegaron a Auschwitz, en territorio polaco, los hombres fueron separados casi de inmediato de las mujeres. Eva tuvo entonces que despedirse de su padre y su hermano.
“Fue una despedida terrible, porque nos dimos cuenta de que tal vez nunca más nos volviéramos a ver”, dice Eva.
Al menos 1,1 millones de personas serían asesinadas en Auschwitz, campo de concentración que, con sus cámaras de gas y crematorios, se convertiría en el complejo de campos de exterminio más mortífero del Tercer Reich.
Eva y su madre fueron llevadas a Birkenau, un anexo de Auschwitz, donde se sometieron a otra inspección, esta vez a cargo de Josef Mengele, el médico nazi conocido como el “Ángel de la Muerte”.
“Él no estaba allí para cuidar la salud de las personas, sino para decidir quién iba a morir y quién iba a vivir. No lo sabíamos, por supuesto”.
Mientras hacían fila, dice que su madre insistió en que se pusiera el abrigo y el sombrero.
“Era un abrigo enorme, no me quedaba para nada, y no lo quería, hacía calor. Pero mi mamá dijo: ‘Úsalo, tal vez sea útil’.
“Mengele venía, te miraba por un segundo y decía: ‘Por aquí, por allá, por allá, por allá’. Fue muy rápido. Y como no vio lo joven que era, me fui a un lado ‘bueno’ con mi madre”.
En ese momento, Eva no sabía lo que significaba ser seleccionada para el otro bando.
“Pensamos: tal vez los lleven a un campamento mejor, un campamento (de trabajo) más fácil, no queríamos pensar en nada más”.
Después, tenían que desnudarse por completo -Eva recuerda a los soldados nazis riéndose de su humillación-, les rapaban el pelo y les tatuaban.
“‘Te vas a tatuar ahora. Te vamos a poner un número en el brazo, y si te necesitamos, te vamos a llamar por el número. Olvídate de que tienes un nombre y eres un ser humano'”, recuerda Eva que le dijeron.
Trato deshumanizante
Todavía desnudas, madre e hija fueron conducidas afuera, donde había enormes pilas de ropa.
“Solo podías tener una pieza, que podía ser un abrigo grueso o un vestido de noche, solo una, no importaba. Y luego dos zapatos, todos sin cordones, por supuesto, y nunca era un par, podía ser dos botas altas distintas o una sandalia y una bota”, describe.
Mientras tanto, los guardias les decían a los prisioneros en un tono burlón que los miembros de su familia de los que habían sido separados habían sido ejecutados: “Cuando te vayas en unos minutos, podrás oler la carne quemada, porque ya fueron asesinados en la cámara de gas, solo serán incinerados ahora”.
“Fue muy cruel. No tenían por qué decirnos eso”.
Luego, madre e hija fueron llevadas a un cobertizo, una especie de alojamiento, donde solo había literas de madera.
“Eran (camas literas) de tres pisos, sin manta, sin forro. Nada. Y en una de estas tenían que caber ocho (mujeres), describe Eva.
“Dijeron: ‘Solo encuentra un lugar, aquí es donde vivirás mientras vivas’. Y nos dejaron allí”.
Unos días después, Eva enfermó de tifus, una enfermedad causada por bacterias transmitidas por piojos y otros artrópodos, que causa fiebre alta, dolores musculares y erupciones en la piel. Durante esa época, el tifus mató entre el 10% y el 40% de las personas infectadas.
Un ‘pequeño’ milagro
Una de las víctimas más famosas del tifus durante la Segunda Guerra Mundial fue Ana Frank, quien murió a causa de la enfermedad en el campo de exterminio nazi de Bergen-Belsen en 1945.
“Sabíamos que había un hospital donde trabajaba Mengele. Así que mi madre dijo que podía llevarme allí para ver si podíamos conseguir alguna medicina.
“Los otros presos decían: ‘No se lleve (a la niña), porque nunca saldrá viva’. Y mi madre respondió: ‘Pero ella se va a morir de todos modos si no voy’. Tengo que ir.”
Cuando llegaron allí, encontraron a una conocida.
“Una mujer sale y mira a mi mamá, mi mamá la mira… Y resultó ser una prima, una de sus mejores amigas, en realidad. Se conocían muy bien y se abrazaron”.
Era Minnie, la prima de la madre de Eva, que trabajaba como enfermera en el campo y se convertiría en una importante aliada para ambas en Auschwitz.
Su esposo, un médico judío, había sido reclutado para trabajar con los nazis y había negociado un puesto como enfermera para su esposa, como asistente de Mengele, quien estaba realizando experimentos mortales con prisioneros.
“Por supuesto, fue un trabajo terrible”.
“Pero ella era la única mujer en el campamento que no tenía la cabeza rapada porque tenía la protección de Mengele”, recuerda.
Minnie luego consiguió medicinas para Eva, quien pronto mejoró.
“Definitivamente me salvó la vida”, dice ella.
La vida en el campo de concentración
Las condiciones en el campamento eran deplorables: Eva y su madre no solo se infestaron de piojos, también pasaron hambre.
Ella recuerda que los guardias solían cocinar papas, y si estaban de buen humor, les daban el agua de las papas.
“Fueron muy crueles. A veces, en lugar de verterla en nuestra taza, la derramaban en el suelo. Fue horrible”.
Eva dice que inicialmente las llevaron a trabajar a un cobertizo conocido como “Canadá”, en referencia a la tierra de la abundancia, donde se buscaban objetos de valor entre las pertenencias de los judíos encarcelados.
“Era (un trabajo) mucho mejor (que los otros), porque encontrábamos comida. Una de mis tareas era abrir los dobladillos de toda la ropa, porque la gente escondía dinero, joyas, todo tipo de comida en la ropa”.
Y fue durante un descanso del trabajo que sucedió algo inesperado: Eva vio a un hombre con un uniforme a rayas al otro lado de la cerca que se parecía a su padre.
“Dije: Papi, padre… El hombre se dio la vuelta, ¡y era mi padre! Un gran milagro también”.
“Fue maravilloso, porque no tenía idea de dónde estaba, qué había pasado… Le pregunté cómo estaba Heinz, porque no sabía si había sido seleccionado. Y él dijo: ‘No, Heinz está bien. Trabaja en un jardín’. No sé si era cierto. Pero eso fue lo que dijo”.
Sin embargo, la racha de suerte no duró mucho. Después de “Canadá”, madre e hija fueron sometidas a un trabajo más pesado: tener que transportar enormes bloques de piedra de un extremo al otro del campo y luego martillarlos en pedazos.
Un trabajo extenuante
La comida era tan limitada que una vez comieron calabaza mohosa y hojas de zanahoria de la basura; Eva dice que fingieron que era melón y perejil.
Cada vez más delgados y débiles, vivían a diario con el temor de los controles realizados por Mengele, quien semanalmente seleccionaba prisioneros para la cámara de gas.
“Un día fuimos a ducharnos, salí primero, desnuda, y estaba Mengele con unos soldados de la SS haciendo el triaje. Tenía que salir a caminar y pasé”.
La madre de Eva, que ya había perdido mucho peso, fue evaluada, llegó a dar dos vueltas pero no pasó el tamiz de Mengele, y terminó siendo enviada a la muerte junto con otros 40 presos.
“Estaba en shock. Decir adiós. Ella solo me miró desesperada y dijo: ‘Trata de encontrar a Minnie'”.
Para llegar a Minnie, Eva tendría que cruzar el campo sin permiso y, si la atrapaban, sería ejecutada.
Obviamente, era una misión extremadamente arriesgada. Esperó hasta el anochecer.
“Fácilmente las cosas podrían haber salido mal, pero no fue así. Sabía en qué cobertizo estaba Minnie. Así que corrí rápidamente entre las diferentes literas, la desperté y le dije: ‘Mutti (el nombre de la madre de Eva) ha sido seleccionada, intenta preguntar a Mengele para salvarla’. Todo fue demasiado rápido, y corrí de regreso'”.
Mantener la esperanza
Pasaron los meses y Eva comenzó a perder la esperanza de volver a ver a su madre. Y a la vez, comenzó a perder su fuerza.
“Era invierno, la nieve estaba alta, y yo había perdido mis zapatos, estaba descalza (…) Mis dedos estaban todos sangrando y con heridas abiertas, tenía hambre, estaba sola”.
“Honestamente, estaba a punto de rendirme. Pensé: mi madre está muerta, no sé si Heinz y mi padre todavía están vivos. Me muero de hambre, me muero de hambre, no tengo la fuerza, yo no puedo continuar”.
Fue entonces cuando un guardia afuera la llamó: “¿Será mi final? Pensé”.
Pero Eva se llevó una gran sorpresa.
“Salgo y veo a mi padre con un hombre de las SS (la milicia armada del partido nazi). Fue un milagro. Por supuesto que nos abrazamos, le pregunté cómo estaba Heinz y me dijo que estaba bien”, cuenta Eva, quien no tenía idea de cómo el padre había convencido al guardia para que lo dejara ver a su hija.
“Luego me preguntó dónde estaba Mutti y comencé a llorar… Le dije: ‘Se fue a la cámara de gas'”.
“Pude ver el rostro de mi padre desmoronándose, perdiendo la compostura, la fuerza, y aún así luego se recuperó y dijo: ‘Tú no puedes desistir. La guerra debe acabar en algún punto, lo vamos a conseguir los tres estaremos juntos y Mutti cuidará de nosotros'”.
La visita inesperada ayudó a Eva a recuperar fuerzas, pero lo que ella no sabía es que sería la última vez que vería a su padre.
Una serie de milagros
En enero de 1945, un clima de pánico comenzó a extenderse por el campo a medida que avanzaba el ejército ruso.
Pero el horror aún estaba lejos de terminar.
Los guardias nazis comenzaron a destruir documentos y demoler el crematorio. Los cuerpos que habían sido enterrados detrás de las cámaras de gas fueron desenterrados y quemados en enormes pozos abiertos.
“Muchos nazis se habían ido, los aviones rusos estaban volando y nos dimos cuenta de que algo estaba pasando. Pero realmente no sabíamos qué era”.
En medio del caos que siguió, Eva encontró a algunas de las mujeres que había conocido durante sus primeros días en Auschwitz. Y sucedió otro “milagro”.
“Me dijeron: ‘maravilloso, vimos a tu madre’. Y yo dije: ‘No, no puede ser. Están equivocadas. Porque mi madre fue seleccionada’. Y dijeron: ‘No, no. Está en la enfermería con tu prima Minnie, a ver si puedes llegar’, y me dijeron dónde estaba”.
Eva todavía no podía creer que su madre estuviera viva. Pero unos días después, logró ir al complejo hospitalario para comprobarlo por sí misma.
“Mi madre estaba en la cama de arriba. Yo grité: ‘Mutti, Mutti’. Y su cabecita, muy débil, apareció: ‘Eva, Eva…’. No podía creerlo. Fue fantástico”.
A través de Minnie, Eva y su madre compartieron la misma cama y volvieron a estar juntas.
“Fue maravilloso.”
“En ese momento, estuve muy optimista de que todo estaría bien”, dice.
Auschwitz sin los nazis
Poco después, los nazis abandonaron el campo de Auschwitz y se llevaron consigo a muchos prisioneros en lo que se conocería como la marcha de la muerte.
Los prisioneros se vieron obligados a caminar sobre la nieve hasta pueblos a más de 50 km de distancia; muchos murieron de frío, hambre, agotamiento o disparos de los guardias alemanes en el camino.
“Una noche entraron al cuartel y dijeron: ‘Todos juntos, vamos a marchar. Y si no vienen, vamos a cerrar el cuartel y quemar todo el campamento’. Eso era lo que estaban diciendo”.
Pero la madre de Eva estaba muy débil y no podía caminar.
“Claro que yo también me quedé. En todo el campamento quedaban todavía unas 300 o 400 personas, que estaban muy débiles o no podían ir y se quedaron atrás”, recuerda.
“Y luego nos despertamos una mañana y los alemanes se habían ido, llevándose a la mayoría de los prisioneros con ellos”.
Pero aún no había motivos para celebrar. Después de que se fueron, Eva tuvo que enfrentarse a la muerte de frente. La gente a su alrededor se estaba consumiendo: había muy poca comida, muy poca agua. Y mucha gente simplemente no sobrevivió.
“Tuve que sacar los cuerpos porque yo era una de las personas que aún tenía fuerzas. Y ni siquiera podíamos cerrarles los párpados porque estaban congelados”.
“Fue terrible porque había hablado con esas personas el día anterior y de repente tuve que sacar (sus cuerpos). De hecho, fue la peor experiencia para mí. Tuve pesadillas al respecto durante muchos, muchos años”, cuenta.
“Mi madre también estaba muy débil, pero como estábamos juntas, de alguna manera teníamos un poco de fuerza extra”.
En ese entonces, Eva pasaba gran parte del día buscando agua y comida: “si encontraba algo de pan, se lo llevaba a la gente que no podía salir”, dice.
Una cara conocida
Una vez, decidió hacer un viaje al campo de hombres en Auschwitz, junto con otro sobreviviente, para averiguar qué pasó con su padre y su hermano.
Cuando llegó allí, no los encontró, pero vio una cara familiar.
“Me acerqué a él y le dije: ‘Me pareces un poco familiar’. Y él me miró y me preguntó: ‘¿Eres Eva Geiringer’? Y le dije: ‘Sí, sí’. ‘Soy Otto Frank , el padre de Anne.'”
No había tenido noticias de su esposa e hijas, pero le dijo a Eva que tanto su padre como su hermano habían dejado el campamento en la marcha con los nazis.
“En ese entonces, no sabíamos sobre las marchas de la muerte. Pensamos que eran buenas noticias. Todavía estaban vivos y estaba seguro de que lo lograrían”.
Eva y su madre finalmente fueron salvadas de Auschwitz por el ejército soviético, y Otto Frank se les unió.
“Todavía estábamos ansiosos, todo había sido bombardeado, era una situación de caos. Creo que la primera vez que nos sentimos realmente seguros fue cuando estábamos de vuelta en Ámsterdam en nuestro departamento. Pero todavía estábamos muy ansiosos, porque no teníamos noticias de nuestra familia”.
Familias desintegradas
Los tres regresaron a Amsterdam en junio de 1945. Mientras Otto buscaba a sus hijas y esposa, Eva intentaba encontrar a su padre y hermano.
“Fue un momento de gran ansiedad, pero aún de esperanza”.
Esa esperanza se desvaneció en agosto de 1945, cuando Eva descubrió que su padre y su hermano habían sido obligados a marchar a Mauthausen, Austria, el último campo de concentración liberado por los aliados.
Heinz murió de agotamiento y su padre murió apenas tres días antes del final de la guerra.
“No quería aceptarlo, no lo creía. Era imposible. Mi padre era un hombre tan fuerte, estaba bien hace unos meses, lo había visto”, dice Eva.
Casi al mismo tiempo, Otto también descubrió que él era el único sobreviviente de la familia.
Luego, los tres comenzaron a apoyarse mutuamente, y una vez, Otto vino de visita con un libro que pertenecía a su hija Anne.
“Estaba en un paquete pequeño, lo abrió con mucho, mucho cuidado y dijo: ‘Necesito mostrarte lo que encontré. Un milagro. Encontré el diario de Anne. ¿Puedo leerte algo?’
“Dijimos: ‘Por supuesto’. Leyó un pasaje, pero siempre terminaba llorando. Le tomó tres semanas leerlo”.
Con la ayuda de la madre de Eva, Otto publicó el Diario de Ana Frank en holandés en 1947. Más tarde traducido a 70 idiomas, se convertiría en el documento más leído sobre el Holocausto. Se han vendido más de 30 millones de copias hasta la fecha.
Nunca olvidar
Para Eva, el descubrimiento del diario de Anne revivió el recuerdo de la última conversación que tuvo con su hermano, Heinz, en el tren camino a Auschwitz.
Él y su padre habían comenzado a pintar durante la ocupación nazi; a falta de lienzos, usaban paños de cocina, fundas de almohadas, cualquier superficie que pudieran encontrar.
Y Heinz le dijo que había escondido todas sus obras de arte debajo del piso de la casa donde estaban escondidas. Si no sobrevivía, Eva tendría que conseguirlos.
“La casa estaba ocupada por una pareja joven, pero nos dijeron: ‘No, no, en nuestra casa no hay nada’. Y cerraron la puerta”, recuerda.
“Empecé a llorar y mi mamá dijo: ‘Volveremos otro día’. Le dije: ‘No, no, no’. Así que volvimos y dijeron: ‘Está bien, ven y verás, pero no hay nada en nuestra casa'”.
“Pero por supuesto que había. ¡Y por supuesto que fue increíble!”
“Abrimos las tablas del piso y vimos todas esas pinturas con una nota en la parte superior: ‘Pertenecen a Heinz Geiringer, después de la guerra volveremos por ellas’. Fue muy emotivo, fue increíble”.
En 1951, Eva se mudó a Londres para estudiar fotografía.
Fue allí donde conoció a su marido, Zvi Schloss, un judío alemán que huyó a Palestina durante la guerra después de que su padre fuera encarcelado en el campo de concentración de Dachau.
“Me pidió que me casara con él y le dije que no. Le dije que tenía una madre viuda en Ámsterdam y que estaba muy unida a ella. No podía imaginar casándome y dejándola sola”.
Pero cuando Otto fue a visitarla y Eva le contó esta historia, se llevó una grata sorpresa.
“Él se avergonzó un poco y dijo: ‘Tu madre y yo también nos enamoramos, y después de que te cases, nos gustaría casarnos’.
“Así que volví con ese tipo y le dije: ‘Puedes casarte conmigo ahora'”, recuerda.
Eva construyó una nueva vida con su esposo en Londres, donde vive hasta el día de hoy, y tuvo tres hijas.
Como cofundadora de Anne Frank Trust UK, conserva la memoria no solo de su hermana póstuma, sino también de su hermano.
A lo largo de los años, Eva ha estado involucrada en la elaboración de una obra de teatro sobre Heinz; también hay un documental en proceso.
Pero el mayor legado de Heinz es, por supuesto, su arte. Dejó veinte pinturas, que Eva donó al Museo de la Resistencia Holandesa en Amsterdam.
“Mi padre le prometió que viviría a través lo que logró en su corta vida”, dice, recordando una conversación que tuvo su padre con su hermano durante la ocupación nazi, cuando tenía miedo de morir.
“Seguro que no será olvidado”.
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